Profesor de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Madrid, David Becerra Mayor acaba de publicar Después del acontecimiento (Bellaterra Ediciones), un ensayo que dialoga con sus trabajos anteriores, entre los que cabe destacar La novela de la no-ideología (Tierradenadie, 2013), La Guerra Civil como moda literaria (Clave Intelectual, 2015) y Qué hacemos con la literatura, libro escrito con Raquel Arias Careaga, Julio Rodríguez Puértolas y Marta Sanz (Akal, 2013). Si en sus anteriores trabajos, reflexionaba sobre el dominio de la llamada novela de la no ideología en la literatura de la democracia o sobre cómo dicha literatura, al abordar la guerra civil, la ha desvinculado del presente, convirtiéndola en un mero escenario, ahora Becerra Mayor se detiene en el giro hacia lo político que ha tomado la literatura, sobre todo a partir del 15M.
Para entender este retorno de lo político, es importante entender de dónde veníamos. Por esto, quiero empezar preguntándote sobre lo que tu llamas la «novela de la no ideología».
Denomino «novela de la no-ideología» al discurso literario dominante que ha hegemonizado el campo literario español en las últimas décadas, especialmente en la última década de los años noventa y la primera década de los 2000. Es un tipo de discurso que rechaza lo político, que entiende que lo literario y lo político son dos opuestos que no pueden, ni deben, mezclarse. Hacerlo es profanar lo literario, mancharlo. Es una literatura aconflictiva y post-política. Es un tipo de discurso que asume que el tiempo de las ideologías ha pasado y que de algún modo asume que vivimos en el mejor de los mundos posibles, donde no se atisba un horizonte de emancipación porque ya no es necesario. En ese sentido la novela de la no-ideología claro que tiene ideología,
Es que todo es ideológico. Y no hay nada más «ideológico» que decirse no ideológico.
-Lo que sucede es que como decía Althusser la ideología nunca dice «soy ideológica». La ideología opera desplazando contradicciones, armonizándolas, unificándolas; lo que ocurre en la novela de la no-ideología es que los conflictos radicales del capitalismo se desplazan a favor de una lectura de esos conflictos en clave individual, moral o psicologista. Esa solución imaginaria que los textos proponen impide la simbolización de la contradicción radical del capitalismo, lo real del capitalismo: la explotación.
De hecho, en su ensayo señala que dicha narrativa centra todos los conflictos en el yo, al que convierte, como hace el discurso de la autoayuda, en el culpable de todo.
Sí, la novela de la no-ideología es una literatura que privatiza el conflicto: todo conflicto se localiza en el individuo, en un yo autónomo y plenamente individualizado que debe superar las adversidades que le presenta la vida. Sus problemas son individuales, nunca colectivos, y por lo tanto la solución imaginaria que los textos proponen se localizan siempre en el individuo, nunca en el nosotros. No es necesario cambiar el mundo, simplemente el individuo tiene que adaptarse al mundo. De lo contrario, será un perdedor culpable, o responsable, de su derrota.
¿Qué relación tiene este tipo de novela, al menos en el caso español, con ese estado de consenso que se conformó con la Transición?
Aunque todo ello tiene mucho que ver con los consensos de la Transición, tan bien estudiados en el ámbito cultural por Luisa Elena Delgado en La nación singular, en mi opinión la novela de la no-ideología no surge de esa superestructura transicional –ese conjunto de instituciones culturales que promocionan un tipo de discurso desproblematizador y consensual, lo que se ha llamado CT, Cultura de la Transición– sino que es resultado de las de las propias relaciones sociales y de producción del capitalismo avanzado. El inconsciente ideológico del capitalismo avanzado habla a través de las novelas y opera en la reproducción y la legitimación de la ideología capitalista, desplazando, armonizando sus contradicciones.
Vázquez Montalbán apuntaba que para comprender la literatura de la democracia -sus inercias, sus temas- había que remontarse al boom de los sesenta. En este sentido, ¿la novela de la no ideología solo se entiende en una sociedad de mercado?
Creo que la diferencia está en que los sesenta todavía se creía, o se podía creer, en la literatura. Y cuando digo creer quiero decir seguir confiando en la literatura como un arma o como una forma de vida. En ese momento que señalas creo podemos localizar el último momento en que se ha creído en la literatura a vida o muerte. Ya nadie muere por la literatura ni vive por la literatura, aunque los hay que viven de la literatura. La literatura ya no es una forma de vida, pero puede ser una forma de ganarse la vida. Como todo, la literatura se ha convertido en una mercancía más y ya no hay más horizonte que el mercado.
De ahí que Mark Fisher hable de una novela «realista» que asume que no hay alternativa al capitalismo.
En el capitalismo pueden surgir –como de hecho han surgido—novelas antagonistas, de oposición al sistema, revolucionarias. Lo que ha ocurrido en las últimas décadas, antes de la crisis, es que, como dicen Perry Anderson o Fredric Jameson, el capitalismo ha podido ofrecer su versión más «pura», más totalizadora, con menos antagonismos en su interior (la descomposición del movimiento obrero, etc.) o en su exterior (la caída de la URSS), y cada poro del mundo ha sido saturado por el suero del capital –incluso la literatura al convertirse en producto de mercado. Nuestro inconsciente capitalista unificaba las contradicciones y cuando nos mirábamos en el espejo neoliberal reconocíamos nuestra imagen de sujetos libres que libremente podíamos hacer con nuestra vida lo que quisiéramos. Con la crisis, el espejo neoliberal empieza a agrietarse y por esas grietas empezamos a ver que la imagen del sujeto libre estaba ocultando un yo-real-explotado. Por esa grieta vuelve a surgir la posibilidad del antagonismo, la posibilidad de que la contradicción no sea suturada, sino saturada. Por allí asomo un discurso otro, configurado por un nuevo inconsciente que ya no desplaza las contradicciones en su conjunto, ya no las armoniza, sino que puede tensarlas hasta hacerlas estallar.
Remontándonos a los años sesenta a los que hacía mención Vázquez Montalbán, Gregorio Morán en su ensayo El cura y los mandarines señala 1962 como el año en que comenzaron a ser visibles -a eclosionar- los futuros mandarines. ¿Fue también por entonces que, en la construcción de este nuevo mandarinato, se redefinió el canon y se olvidó de incluir la literatura social de las décadas precedentes?
Lo cierto es que la novela social tuvo una vida muy corta, sus obras más significativas –Central eléctrica, La piqueta y La mina– se publicaron entre 1957 y 1960. Apenas tres años. Muy pronto empezó la campaña de desprestigio. La crítica literaria trató de convencernos –y en la práctica nos convenció– de que su literatura no merecía la pena ser leída porque estaba mal escrita. Decían que al supeditar lo político a lo literario estos novelistas desatendieron la cuestión formal e hicieron un flaco favor a la literatura. Se dijo que el proyecto literario del realismo social maltrataba el lenguaje por medio de un uso torpe y trivial, no artístico, del mismo; que su estilo se caracterizaba por una falta de técnica literaria, y que la experimentación formal brillaba por su ausencia. Incluso se llegó a afirmar que sus denuncias a la realidad social eran tan elementales que estas novelas carecían de una apropiada densidad intelectual. Estos fueron sus argumentos, asumidos sin apenas resistencia, durante el tardofranquismo y la democracia. Los códigos y valores que codifican lo que es literario y lo que no, lo que define el canon, empiezan a fraguarse y a consolidarse por esa época, y eso explica el olvido al que han caído estas novelas. La institución literaria, que es ese conjunto de instancias encargadas de codificar lo literario, desde las editoriales hasta la crítica, expulsa del canon a la novela social con argumentos estéticos, pero detrás de lo estético se escondía un discurso político. Estas novelas molestaban porque nos contaban la historia de la democracia de España que estaba por venir desde otro lugar, desde abajo, desde las experiencias y las vidas de hombres y mujeres que lucharon por un mundo mejor. Leyendo esas luchas de los años sesenta, podemos saber que la democracia no fue una concesión, sino una conquista, que se venía peleando desde hacía mucho; que la historia de la democracia no es una historia de grandes hombres que con grandes gestos deciden un día darnos libertad, sino que fue una historia larga y dura, y también olvidada.
Volviendo a la novela no ideológica, ¿se podría definir, en palabras de Marcelo Cohen, como aquella «expresa, y hasta expresa bien, cosas que los demás discursos de la prosa de Estado no saben articular»? ¿Es quizás Patria con su relato del conflicto el último y más paradojal ejemplo?
Siguiendo la terminología de Rancière, yo defino Patria como una novela-policía. Para Rancière la política es aquello que interrumpe el consenso, es lo que nos permite disentir, dando lugar a un nuevo reparto de lo sensible; la policía, en oposición a la política, es aquello que reprime el disenso, fijando y reforzando el discurso consensual. Patria, a pesar de tratar de un tema tan político como es el terrorismo de ETA y el terrorismo de Estado, no busca aprehender el sentido político del conflicto. A los militantes de ETA no los describe como sujetos políticos –es decir, como unos individuos que se mueven y actúan en función de una ideología política concreta– sino que los caracteriza como personajes planos, rudos e incultos, que de forma acrítica siguen las consignas que otros les imponen. Otros personajes de ETA, más secundarios, son descritos como criminales sin escrúpulos, simplemente como asesinos. Son malos, no actúan de acuerdo con una idea o finalidad política. Esta caracterización supone un cierre a cualquier análisis político: son solo asesinos hijos de puta, o tontos útiles, no hay política en su modo de pensar y actuar. Esta despolitización de los personajes está encaminada a la despolitización del conflicto. Si el conflicto no lo analizamos como político, entonces no podremos pensar ni buscar una solución política. En este sentido, Patria funciona perfectamente como novela-policía, al no permitir a los sin-parte –aquellos que quedan fuera del consenso– ser escuchados, articular una voz disidente que amplíe la democracia. Son expulsados precisamente porque no se les reconoce como políticos, sino como lo contrario de la política: el mal.
Y más allá de Patria, ¿es en la manera en que aborda la Guerra Civil donde mejor se observa esa aceptación del relato oficial?
Como estudié en La Guerra Civil como moda literaria, en buena parte de las novelas que se han escrito en las últimas décadas sobre la Guerra Civil, el pasado se describe como algo ajeno a nosotros, que no nos pertenece, que está desvinculado de nuestro presente. Son novelas que cancelan la posibilidad de experimentar de forma activa la historia. La guerra funciona en ellas como un escenario en el que se representan historias de pasión y muerte, con conflictos más individuales que políticos, que en realidad podrían ambientarse en cualquier otro momento histórico. Son novelas que no nos ayudan a entender el sentido de la guerra. El conflicto está despolitizado y deshistorizado, lo real de la guerra siempre desplazado. Y en su lugar: mucha equidistancia, mucha guerra fratricida, muchos móviles personales, mucha locura colectiva, pero poco sentido político, poca historicidad que ayude a entender y a explicar el conflicto. Esa reconstrucción despolitizada sirve para ocultar la historicidad del conflicto, que fue una agresión fascista contra una república legítima y democrática. Estas novelas nos ofrecen una vuelta al pasado que no sirve para desestabilizar el presente: no muestra la continuidad que hay entre los que ganaron la guerra y los ganaron la transición, y siguen ganando en democracia.
En este contexto, ¿Belén Gopegui, Rafael Chirbes o Marta Sanz fueron unas raras avis y abrieron camino hacia esa nueva generación que eclosionó en torno al 15M?
La ideología no es pura ni homogénea. Siempre hay espacios, fisuras o grietas, por los que un discurso antagonista puede asomar. Antes del 15M esas grietas eran más estrechas que después, cuando la sociedad en su conjunto experimenta un proceso de repolitización. Pero en esas grietas más estrechas ya era posible localizar voces disidentes, críticas, contrahegemónicas, como lo son las de Belén Gopegui, Marta Sanz o Chirbes. O en poesía Jorge Riechmann, Enrique Falcón o Antonio Orihuela, entre otros. Lo interesante, en mi opinión, es a) ver cómo esos autores y autoras de pronto ocupan un lugar más central —todavía no podemos hablar de hegemónico— en el campo literario y b) ese terreno —o campo, si se quiere— labrado por ellos facilita que los nuevos autores, con discursos contrahegemónicos, que surgen tras el 15M puedan encontrar unos interlocutores en los que referenciarse y unos espacios desde donde los que hablar. Las nuevas voces no parten de cero, disponen ya de un espacio y de unos códigos que codifican y dan sentido a sus escrituras.
Usted señala que el hecho que Lectura fácil ganara el Premio Herralde indica que la institución literaria está cambiando, pero alguien podría decir que el hecho que Gopegui, Sanz o Chirbes publiquen desde casi el inicio en sellos como Literatura Random House o Anagrama demuestra que siempre hubo espacio -quizás poco- para la disidencia.
Lo fácil sería pensar que el capitalismo tiene la capacidad de apropiarse de todo, incluso del discurso disidente, premiando a estos autores para cooptarlos. Creo que eso sería otorgarle demasiada agencia e inteligencia al capitalismo. En mi opinión, los cambios sociales —la repolitización de la sociedad tras el acontecimiento del 15M— movilizan contradicciones también en la institución literaria que hace posible que esto ocurra. Como decía antes, siempre ha habido grietas, y eso explica que autores críticos hayan publicado en grandes editoriales antes del 15-M, pero lo que ha ocurrido en la última década, con la publicación de tantas novelas políticas, evidencia que el acontecimiento ha tenido la capacidad de transformar los códigos literarios, permitiendo que los temas que antes se consideraban poco literarios, como el trabajo, la precariedad o la política, de pronto se encuentre tan presente en la novela española.
Cuestiona la etiqueta de «literatura de la crisis».
Cuestiono el uso que se ha hecho de «literatura de la crisis», como reclamo publicitario, como faja que neutraliza su potencialidad política. Pero entiendo que existen –y celebro que existan– buenas novelas sobre la crisis. Serían aquellas que muestran la crisis como una fase más del proceso de privatización de lo público y precarización del trabajo que venimos sufriendo desde hace mucho más tiempo; que no construyen un «relato de la pérdida» mediante el cual se añora y se mira con nostálgica lo bien que estábamos antes de 2008, sino que busquen la raíz de los problemas precisamente en cómo estábamos antes de 2008; que entiendan que la crisis no es una especie de tormenta tras la que viene la calma sino un proceso en el que unos pierden mientras otros ganan; que muestren de la crisis no solo sus efectos, sino también sus causas.
Y, ¿no es quizás también problemática la etiqueta 15M? Quiero decir, ¿no se trata quizá de una época y de una generación o, mejor dicho, de una estructura de sentimiento antes que de un movimiento tan concreto como el 15M?
Coincido en que la etiqueta 15M también puede, y seguramente debe, problematizarse. Estoy muy de acuerdo contigo cuando lo defines como estructura de sentimiento, esto es, y siguiendo a Raymond Williams, como algo que anuncia nuevas prácticas y nuevas experiencias sociales y de vida pero que todavía no han llegado a articularse políticamente. Creo que en el 15M es posible leer los elementos emergentes de un mundo por venir, toda una esperanza de que otro mundo posible estaba por venir y que se estaba construyendo en las asambleas. Pero asimismo yo interpreto el 15M como acontecimiento, en el sentido que le da al concepto Alain Badiou, es decir, como aquello que tiene la capacidad de cambiar los nombres, perforar los saberes establecidos y transformar los códigos de comunicación. Eso lo hizo el 15M. De pronto lo que era obvio —como la palabra democracia— dejó de serlo —lo llaman democracia y no lo es— y hubo que volver a repensarla. La literatura de después del acontecimiento 15M contribuyó a que lo que parecía obvio se problematizara.
Se lo preguntaba también porque este retorno de lo político reúne autores de distintas edades; pensando solamente en escritoras, Edurne Portela, Elvira Navarro y Elena Medel tienen edades y trayectorias completamente distintas.
Yo creo que uno de los grandes problemas de la crítica literaria española es el de pretender encajarlo todo en generaciones, totalmente artificiales. Yo no creo en las generaciones literarias. Creo en las experiencias compartidas, en los proyectos comunes, en el lugar desde el que se escribe y en el para qué, para quién o contra quién o contra qué se escribe. E independientemente de la edad, creo que es más importante rastrear en todas ellas lo que tienen el común, como lo es vivir en un mundo que se desmorona, con todas sus expectativas y promesas incumplidas, y cómo esta experiencia en vez de privatizarse/individualizarse se politiza, se nombra desde un nosotros que hay que reconstruir. Se le da la vuelta a la novela de la no-ideología y en vez de señalar que la explicación de lo que me ocurre se encuentra en el yo, como individuo aislado, se encuentra en la realidad histórica y social, y nos afecta a todos nosotros. Este cambio radical de perspectiva aparece más como estructura de sentimiento que como una estrategia políticamente clara que lleve a cabo un ejercicio de imaginación política para elaborar una alternativa definida, pero anuncia la posibilidad de un mundo nuevo. Y eso es lo que me interesa.
Para terminar, creo importante preguntarte sobre la respuesta de los «mandarines». ¿Hay un intento de desprestigio de estas nuevas narrativas y de aquellos que, desde el ensayo, han puesto en entredicho las bases de ese consenso y sus representantes?
En un capítulo del libro analizo cómo la irrupción de nuevos discursos críticos que cuestionaban a quienes hasta el momento habían hegemonizado la esfera pública discursiva hace que estos reaccionen de forma muy agresiva. De la misma manera que el 15M dijo que no nos representan y lo llaman democracia no lo es, podríamos decir que en el ámbito de la cultura se empezó a decir que los intelectuales orgánicos del régimen del 78 no nos representaban y que lo que llamaban cultura no lo era, era un instrumento para generar consenso. Los intelectuales orgánicos no aceptaron esa impugnación y reaccionaron de forma muy agresiva, despreciando e insultando a quien osaba criticarle. Esa reacción denota una falta de cultura democrática al no reconocer al otro como interlocutor válido y legítimo. En vez de aprovechar la situación para tener un debate serio sobre el estado de la cultura en España, alzaron un muro para protegerse del disenso, de las voces críticas que venían de fuera. Solo basta ver cómo se las gastan ciertos escritores y otros intelectuales cada vez que alguien les critica; de pronto se llaman cancelados, dicen que les censuran, y lo dicen desde los micrófonos de la radio, desde una tertulia televisiva o desde la columna de un periódico de tirada nacional. No solo quieren seguir hegemonizando la esfera pública discursiva sino que además pretenden que les digamos amén.
Sin embargo, estos mandarines también tienen sus secuaces en las nuevas generaciones… ¿será que acercarse a ellos todavía abre puertas?
Seguramente. Siguen conservando mucho poder, y habrá quien llame a sus puertas. Pero las cosas han cambiado y ahora están preocupados porque llaman a sus puertas otros discursos que les cuestionan, que les deslegitiman. Como dicen en Breaking Bad: «I am the one who knocks».