Dentro del mundo del diseño, la silla es la reina de los objetos. Es uno de los más difíciles de hacer, pero también el que más recompensas devuelve a sus creadores cuando está bien resuelto: apellidos como los de Jacobsen, Eames, Thonet, Breuer o Wegner están ligados de manera indeleble a las sillas que diseñaron. Sillas que han saltado de las casas a los museos, que a veces son invisibles y otras se convierten en manifiestos. Sillas baratas y sillas lujosas, sillas que representan al poder o que sirven, vaya cosa, para sentarse con comodidad. “Sillipedia” reúne historias y anécdotas alrededor de este mueble, de su historia y de sus múltiples formas, desde las más populares a las más extravagantes.
Cómo diseñar una silla
En Cómo diseñar una silla, un libro editado por el Design Museum de Londres hace diez años, Konstantin Grcic afirmaba que “se puede contar la historia del diseño y se puede hablar de muchas culturas distintas a través de las sillas, al menos de aquellas que las han utilizado. ¿Quiénes se sientan en una silla, durante cuánto tiempo, en qué contextos? ¿Qué formalidades rodean al acto de sentarse?”. Son preguntas que sirven como punto de partida, pero que apenas rascan la superficie de lo que significa la silla, un mueble que ha acompañado (y en muchos casos definido) la actividad humana, y que ha evolucionado a la vez que lo hacían la tecnología disponible, la filosofía y los movimientos artísticos.
«¿Quiénes se sientan en una silla, durante cuánto tiempo, en qué contextos? ¿Qué formalidades rodean al acto de sentarse?»
En ese mismo libro, la periodista inglesa Elizabeth Wilhide abunda en las características y contradicciones de la silla, “un objeto enormemente sugerente y uno de los muebles más antropomorfos que existen: tiene respaldo, asiento y patas; a veces, brazos; en ocasiones, codos, rodillas y pies. Invita a sentarse y, ella misma, se asienta sobre el suelo. Incluso desocupada tiene cierta presencia humana”. No es raro que haya fascinado a arquitectos, artistas y diseñadores de todas las épocas. Peter Smithson decía que «cuando diseñamos una silla estamos diseñando una sociedad y una ciudad en miniatura». Para Le Corbusier, se trataba de una “máquina para sentarse”, que debía modificarse en función de la actividad a la que se destinara, mientras que Marcel Breuer la veía como “un dispositivo necesario para la vida contemporánea”. Y Mies Van Der Rohe consideraba que “la silla es un objeto muy difícil. Todos los que han intentado hacer una lo saben. Hay infinitas posibilidades y muchos problemas; la silla tiene que ser ligera, fuerte, cómoda. Casi es más fácil construir un rascacielos que una silla. Por esta razón Chippendale es famoso”.
Peter Smithson decía que «cuando diseñamos una silla estamos diseñando una sociedad y una ciudad en miniatura»
La domesticación de la silla
El Chippendale al que se refería Mies fue un mueblista inglés, pionero a la hora de catalogar y racionalizar el mundo de la fabricación de sillas. Su manual Gentleman and cabinet-maker’s director, publicado en 1754, funciona como un equivalente mobiliario al De architectura de Vitruvio: una guía que ensalzaba los valores constructivos y utilitarios de muebles y sillas domésticos, a la vez que establecía sus modas y cánones particulares de belleza (cánones que, por supuesto, podían encontrarse en los ejemplares que fabricaba a través de su propia empresa). Antes de la época de Chippendale, la silla servía para reforzar las estructuras y jerarquías del poder y la autoridad. Reyes, jueces y alguaciles ocupaban tronos o escaños de materiales nobles y rica decoración, mientras que el pueblo permanecía de pie, o se apiñaba en banquetas y gradas. Esa separación física de los poderes, vigente desde tiempos de los egipcios, cambió con la revolución industrial. La silla salió de los palacios y de las sedes judiciales para ocupar los comedores y salones de la nueva burguesía, un cambio de paradigma, de lo público a lo doméstico, que ayudó al ascenso de creadores como el austríaco Michael Thonet.
«La silla salió de los palacios para ocupar los comedores y salones de la nueva burguesía, un cambio de paradigma, de lo público a lo doméstico»
Educado como carpintero y ebanista, Thonet incorporó las técnicas que se utilizaban en la industria naval para laminar y curvar maderas a su taller de mobiliario, y eso le permitió eliminar las partes más laboriosas y artesanales de la producción, como el torneado o el tallado, en favor de un sistema de manufactura industrial, en el que las uniones y juntas se realizaban con tornillos. Un salto de escala que permitía abastecer al creciente número de casas, cafés y restaurantes: la nueva Europa bohemia necesitaba un ejército de sillas para su cruzada particular. El más popular de sus modelos fue el número 14, o “silla café vienés”, cuyas piezas, incluyendo los tornillos, venían separadas y embaladas en paquetes planos para que el cliente las montara él mismo. Gracias a este sistema de empacado, que permitía transportar sillas con facilidad a todas partes del mundo, consiguió vender 40 millones de unidades entre 1859 y 1914, varias décadas antes del nacimiento de Ikea. Y más importante, sentó las bases para la fabricación en serie de muebles, el impulso definitivo para la democratización de la silla.
Las muchas vidas de la silla
Dentro de la producción librera, los volúmenes dedicados a las sillas conforman un apartado propio, y de mucho éxito. Tanto Taschen como Phaidon, dos editoriales especializadas en coffee table books (esos libros de gran formato, profusamente ilustrados, que se dejan a la vista de las visitas), mantienen en sus catálogos varios títulos dedicados al tema, que no dejan de reeditarse y ampliarse. Sin embargo, antes que esos catálogos que cuentan las sillas por centenas, yo prefiero Chairs. Historia de la silla (2018), que es menos atractivo a nivel visual, pero mucho más crítico en su contenido. Su autora, la periodista Anatxu Zabalbeascoa, explica en el prólogo que “las sillas de una época hablan de sus autores y de sus clientes, destapan valores, revelan avances tecnológicos, demuestran descubrimientos científicos, representan una cultura y unas preferencias estéticas. Los asientos de una casa exponen también ambiciones y motivaciones: los de los autores que las idearon (los mueblistas, diseñadores y arquitectos) y las de los dueños que las eligieron para sentarse o para que los representaran”.
Consciente de que la historia de la silla no es lineal, Zabalbeascoa las agrupa en su libro en función de variables no históricas, tales como su procedencia geográfica, su pertenencia a una determinada escuela, su capacidad para convertirse en estándar o los materiales que se utilizan en su fabricación. De este modo, la escuela escandinava, a la que pertenecen Jacobsen, Alvar Aalto o Hans Wegner, se conoce por el moldeado de paneles de madera contrachapada y su hábil mezcla de procesos industriales y artesanía manual, mientras que los estadounidenses de la generación de posguerra, como los Eames y Eero Saarinen, incorporaron los recursos de la industria armamentística a sus poéticos diseños. Los italianos, con el grupo Memphis a la cabeza, añadieron humor y ligereza a las sillas de vocación posmoderna que hicieron a partir de los setenta. Y también hay movimientos que se basan en la ecología, en el pop art, en el desarrollo hipertecnológico o en la recuperación de los acabados manuales. Cada persona lleva una silla distinta en su interior.
La silla como manifiesto moderno
La historia de la silla moderna, sin embargo, está ligada a los experimentos que realizaron los pioneros del movimiento moderno; diseñadores y arquitectos como Marcel Breuer, Mies van der Rohe o Le Corbusier, que soñaban con un mundo de viviendas y muebles producidos en serie, para satisfacer las necesidades de obreros y trabajadores y mejorar su calidad de vida. El tubo metálico se convirtió en protagonista de modelos como la Wassily de Breuer, la butaca Barcelona de Mies o la B301 de Le Corbusier, Pierre Jeanneret y Charlotte Perriand. Sillas que se convirtieron en auténticos manifiestos de la modernidad, y que poseen todavía un elevado valor simbólico, pero que en realidad nunca llegaron a cumplir su función: eran difíciles y costosas de fabricar, y no se podían adaptar a los métodos de industrialización que existían en la época.
«Sillas como la Wassily de Breuer, la butaca Barcelona de Mies o la B301 de Le Corbusier, Pierre Jeanneret y Charlotte Perriand se convirtieron en auténticos manifiestos de la modernidad»
En la misma paradoja que atrapó a esos pioneros del movimiento moderno, que dejaron de diseñar viviendas sociales y empezaron a construir edificios de oficinas para empresas, muchas de esas sillas, que estaban pensadas para democratizar el acceso del proletariado a un mobiliario de calidad, han terminado por convertirse en objetos que reflejan un determinado estatus. Símbolos del capitalismo feroz, que “encontramos en las oficinas de las grandes corporaciones y en bancos, espacios de poder que no están diseñados para ser habitados”.
Sentarse en el aire
Entre los muchos tipos de silla que existen, uno de los más populares entre público y diseñadores es la butaca cantiléver, o “de libre oscilación”. Se trata de una silla que subvierte de algún modo la esencia tradicional del mueble, porque prescinde de las patas y las sustituye por una estructura en voladizo, lo que permite “sentarse en el aire”. La idea fascinó a pioneros como Mart Stam y Marcel Breuer, que terminaron enzarzados en una pelea legal acerca de los derechos de autor. Perdió Breuer, quizás de manera injusta, porque es su modelo Cesca el que ha ganado la batalla de la popularidad. De todas esas cantiléver primitivas, mi preferida es la MR20, que diseñaron Mies Van Der Rohe y Lilly Reich para la empresa Knoll. Su perfil sinuoso y sus finos perfiles metálicos transmiten una curiosa sensación de ligereza, que sin embargo no afecta a su resistencia. Existe una fotografía en la que el propio Mies aparece sentado sobre una de ellas en actitud relajada, con un habano de generosas dimensiones en la mano. Su grávida figura (una gravedad que es física, pero también de naturaleza moral) apenas perturba el equilibrio de la silla.
La cantiléver más famosa es la que lleva el nombre de su creador, Verner Panton, un danés que dedicó más de 40 años de su vida a perfeccionar esta silla ondulante y psicodélica, que está hecha de una sola pieza. Su innovador método de fabricación, mediante inyección de plástico, era tan importante como su diseño formal, y presentó problemas que no se resolvieron del todo hasta 1999, poco antes de su muerte. Fue entonces cuando Vitra, la empresa que las fabrica, declaró que aquella era “la cantiléver definitiva”. Una alegría que duró poco, ya que en 2007 Konstantin Grcic presentó otra silla, la Myto, elaborada con un nuevo material de BASF. Sostenerse en el aire, en fin, siempre fue un sueño ligado a los avances tecnológicos.
La silla como extensión del cuerpo
En 1944, la marina estadounidense encargó al propietario de la firma Emeco, Wilton C. Dinges, que diseñara una silla capaz de resistir las duras condiciones de la vida en un barco de guerra: debía ser ligera y robusta, no magnética, resistente a la herrumbre y al fuego. Dinges respondió con la silla Navy, una pieza fabricada con aluminio reciclado, que cumplía todas las condiciones impuestas sin renunciar a una cierta elegancia. Se decía, además, que para el moldeado del asiento se había utilizado como modelo el trasero de Betty Grable, una de las pin-ups más populares de la época. El rumor era falso, por supuesto, pero eso no evitó que muchos de los marineros quisieran llevarse las sillas a casa una vez licenciados.
«Los Eames diseñaron su Chaise Lounge a partir de las indicaciones de su amigo Billy Wilder, que soñaba con un mueble en el que dormir la siesta apropiadamente»
No es el único ejemplo de muebles diseñados para una ergonomía concreta. Muchos años antes, Gaudí ya había intentado convencer a una de sus clientas (se sospecha que la señora Milà) de que la mejor manera de obtener un asiento cómodo y personalizado pasaba por colocar sus posaderas sobre un molde de yeso. Ante la negativa de la escandalizada mujer, la labor de modelo recayó en uno de los sufridos albañiles de la obra. Felix Augenfeld, por su parte, fabricó en 1930 una silla para Sigmund Freud, al que le gustaba leer “de forma un tanto peculiar. Tumbado en diagonal, con las piernas colgando del brazo de la silla y la cabeza sin apoyo, manteniendo el libro en alto”. Y los Eames diseñaron su butaca Chaise Lounge a partir de las indicaciones de su amigo Billy Wilder, que llevaba años soñando con un mueble en el que dormir la siesta de manera apropiada. También hay, por último, quien se acostumbra tanto a una silla que ya no es capaz de sentarse en otra. Es el caso de Juan Pablo II, que se hizo fabricar un modelo especial de la Time-Life de los Eames, tapizada en piel blanca y con un tercer cuerpo en el que grabaron el escudo del Vaticano. Su pasión por la silla era tan grande que, cada vez que viajaba, y viajaba muy a menudo, preguntaba (con esa manera de preguntar que tiene mucho de exigencia) si sería posible conseguir una de esas sillas en su destino.
Una silla escultural
Decía Dalí que “una silla puede servir incluso para sentarse, pero con una sola condición, que nos sentemos mal”. Se refería a la silla que había incluido en uno de sus cuadros, Femme à la tête rose (1931), y que subvertía las convenciones del mueble: tenía tres patas, terminadas en zapatos de tacón, y un respaldo que se plegaba en ángulos imposibles. La obra era un delirio surrealista, pero eso no impidió que una empresa catalana, BD Ediciones, fabricara una versión real de la misma en 1991. Se llamó silla Leda y, a pesar de que es imposible sentarse en ella (o al menos, es imposible sentarse bien) parece que se vendió bastante bien. Van Gogh, por su parte, pintó un cuadro dedicado a su silla, una manera sutil de camuflar su autorretrato en un momento particularmente difícil. También pintó la silla de Gauguin, y el ejercicio revela las notables diferencias que había entre los dos amigos, y el más que probable complejo de inferioridad que sufría el primero.
Desde que en 1913 Marcel Duchamp decidió colocar una rueda de bicicleta encima de una silla, para crear uno de sus ready made más populares, la relación entre sillas y artistas ha sido fructífera. Un diálogo en el que muchas veces entran en tensión la funcionalidad del mueble, su representatividad y sus valores escultóricos. Ya en 1917 Gerrit Rietveld ideó la Silla Roja y Azul, una pieza incómoda y pesada, pero que refleja a la perfección los principios del neoplasticismo. Medio siglo después, Donald Judd recogió el testigo al diseñar toda una línea de mobiliario, para su casa y su fundación en Marfa, basada en sus exploraciones del minimalismo. De nuevo, la evidente belleza formal de las piezas parecía haberse antepuesto a la comodidad de los usuarios. Algo que sucede también con las sillas que Robert Wilson construye para sus trabajos escenográficos, destilaciones esenciales de las ideas que quiere transmitir en cada obra de teatro. O con el Consumer’s Rest (1983) de Frank Schneider, que transformó un carrito de supermercado en asiento para descansar mediante varias operaciones de plegado.
Otras piezas, por supuesto, eluden de manera deliberada las funciones propias del mueble para centrarse en su simbolismo, provocando experimentos tan curiosos como la silla-mujer de Allen Jones, por la que sigue recibiendo acusaciones de sexismo y misoginia cincuenta años después de presentarla en sociedad, o la pieza La sour de la cadira, que Joan Brossa realizó en 1990, y que consiste en una cantiléver, fabricada con tuberías en vez de perfiles metálicos, a la que añadió un grifo “que suda”. Eso sí, pocas tienen tanta fuerza como las sillas Golgotha de Gaetano Pesce, piezas escultóricas de vocación espiritual que funcionan como “ruinas del futuro”, ya que “al verlas, no sabemos si estamos frente a un objeto nuevo o antiguo, un producto industrial o un hallazgo arqueológico, pues son totalmente imperfectas y evocan el desgaste, así como el paso del tiempo”.
La enciclopedia de sillas
Varias de las historias que se cuentan en este artículo están sacadas de Sillipedia, un libro dedicado a la silla en el sentido más amplio posible. Habla de sillas famosas, por supuesto, y de diseño de sillas. Pero también de las sillas que fabricaba Jacques Tati para sus películas y de la mecedora de Psicosis, de la manía que tenemos los españoles por diseñar sillas con aire taurino y del extraño mueble que Eduardo VII se mandó fabricar para practicar una de sus aficiones favoritas: el ménage à trois. También descubre de dónde viene aquello de “quien fue a Sevilla, perdió su silla”, cómo llegó la silla de un carpintero ibicenco al Museo de Artes Decorativas de Fráncfort, las estratagemas de Gore Vidal para hacerse notar en las fiestas y las artimañas de César Ritz, que mandó reducir el tamaño de sillas y mesas para que el bar de uno de sus hoteles pareciera más grande.
«César Ritz mandó reducir el tamaño de sillas y mesas para que el bar de uno de sus hoteles pareciera más grande»
El origen del libro está en un blog que mantenía la empresa valenciana Andreu World, pionera del diseño moderno de mobiliario en España. En él, invitaba a escritores e historiadores como Isabel Campi, Maria José Balcells, Mauricio Wiessenthal y Daniel Giralt-Miracle a contar pequeñas historias relacionadas con la silla. Un rico anecdotario, que ha tomado forma física gracias al trabajo editorial de Ramón Úbeda y a las ilustraciones de Antonio Solaz, que ha desplegado un imaginativo abanico de técnicas para estar a la altura de lo escrito. Una idea que sirve para celebrar el 65 aniversario de la empresa, pero que no significa el fin del proyecto, ya que “mil y una sillas sería el horizonte soñado para esta singular obra enciclopédica”. Una celebración de un mueble que, como dijo Alessandro Mendini, “es el eje cartesiano del hombre occidental”.