Este texto ha sido publicado en papel en el número 215, «La Gran Familia», de la Revista Mercurio.
En 2021 se cumplen 700 años de la muerte de Dante Alighieri, el primer y más celebrado poeta en lengua italiana o toscana, como se llamaba entonces. De Dante nos quedan sus obras, especialmente el obrón por antonomasia, que él tituló con modestia Comedia por su final feliz, y al que Boccaccio añadió el adjetivo Divina. Lo que aquí nos ocupa y preocupa es el modo en que hoy siguen presentes Dante y su literatura entre el pueblo llano, el pueblo que calza Vans y se da panzadas de Netflix. Es decir, ¿cuánta cultura de Trivial Pursuit tenemos sobre Dante y su obra? ¿A qué preguntas acerca del poeta florentino responderían correctamente unos hipotéticos concursantes de Saber y ganar? Ese joven informático de Oviedo que concursa hoy, imbatible en geografía y química, ¿sabría el apellido de la joven a la que amaba Dante? (Portinari: ¡correcto!) ¿Y daría con la cantidad de círculos del infierno imaginados por el autor de la Divina comedia? (Ocho… no, eran seis. Lo sentimos: ¡Son nueve!)
Quienes por fuerza han de tener más cultura general acerca de Dante son los florentinos: su ciudad (es decir, los técnicos que la gestionan) ha intentado vender al poeta como reclamo turístico, a pesar de que su osamenta no se encuentre allí —el turismo funerario atrae a más gente de la que creemos—, sino en Rávena. Florencia lo mandó al destierro (nueva puntualización: fueron los güelfos negros quienes lo expulsaron por ser Dante un güelfo blanco), pero en 2021 sueña con recuperar esos huesos que hoy no serán más que una calavera sonriente y alguna tibia o fémur. ¿Que dónde lo alojarían? Pues en la iglesia de la Santa Croce, donde un hermoso cenotafio lo espera desde 1829, por si el hijo predilecto de la ciudad se decidía a volver a casa. Ya en el Canto XXV de la Divina comedia, Dante muestra sus deseos de regresar, pero siempre en olor de multitudes y con honores: «Poeta volveré y sobre la fuente de mi bautismo habrán de coronarme». Si regresa a la Santa Croce estaría bien acompañado, pues en la iglesia reposan muchos muerticos célebres, entre ellos Galileo, Maquiavelo y Miguel Ángel. Por las noches podrían charlar de mil temas adoptando enfoques maquiavélicos o dantescos, según ellos decidan.
Sobre su sarcófago vacío, el escultor Stefano Ricci, encargado de diseñar el cenotafio, colocó una enorme estatua del poeta en ademán pensativo y tristón, y lo vistió con una túnica a modo de pareo que le deja el pecho al descubierto. En la escultura de la plaza contigua, en cambio, se presenta vestido de pies a cabeza, adusto, casi mal encarado, con la consabida corona de laureles que lo identifica. Pero el Dante más reconocible es el que aparece siempre de perfil, ataviado con un manto rojo, una cofia blanca sobre la cabeza y, por encima, una especie de barretina a juego con el manto. Es este Dante del retrato que le hizo Botticelli, hoy guardado en una colección privada en Ginebra, el que más vueltas ha dado por el mundo y más ha inspirado bustos del poeta, imanes para la nevera y pintadas de arte callejero.
Dante se sentó una vez sobre un pedrusco en su ciudad para ver cómo iban las obras de la Catedral de Santa María del Fiore y ahora las masas veneran el lugar donde posó el trasero. Es una mera lápida de mármol a la que llaman «il Sasso di Dante«, pues sasso significa piedra. Algún gracioso ha decidido que otro pedrusco que hay por las inmediaciones del Duomo es realmente donde se sentó el poeta, y le ha colocado una plaquita que reza: «Il vero sasso di Dante«. ¿Y su casa? Hoy es un museo, pero en ella no hay apenas pertenencias del autor que puedan venerarse. Quienes idearon su museografía reconstruyeron la que pudo ser su cama, dotada de un cabecero de madera oscura y estilo mobiliario castellano. La cama, como suele pasar con las de la gente de épocas pasadas, ya sean monarcas o plebeyos, es corta. ¿Acaso Dante era bajito por malnutrición? Algo de jabalí tuvo que ingerir, al ser un animal presente en la cocina toscana, junto al pan del día anterior en recetas como la sopa ribollita, menos proteica.
¿Iría Dante a comer a la Taverna Divina Commedia de su ciudad natal si regresase a ella? Está a dos pasos del Palazzo Vecchio, y además, le resultaría divertido que todos los platos —las grandes ensaladas o insalatone y las pastas— hagan mención a algún aspecto de su obra más célebre. Ahí se encuentran los significantes que el pueblo recuerda de la Comedia, así que busquémolos en el menú: tenemos la ensalada «Beatrice«, de lechuga, radicchio, manzana, gorgonzola y vinagre balsámico. Me cuesta un poco asociar a la idealizada joven con un queso tan fuerte, pero acepto la metáfora culinaria. La llamada «Cerbero» es bastante comestible: lleva lechuga, rúcula, tomate, cebolla, aceitunas y atún. Parece muy alejada a nivel gustativo de la figura de aquella bestia de tres cabezas que sorprendió a Dante y a Virgilio en el canto sexto del Infierno.
¿Podríamos calificar como dantesca esta comida? ¿Es decir, como algo «que causa espanto», según el diccionario de la RAE? ¿Y los imanes para la nevera del poeta laureado, que hoy cogen polvo en las tiendas florentinas de recuerdos debido a la ausencia de turistas, son también dantescos? Yo los veo más bien kafkianos, palabra que, siempre según el DRAE, significa «absurdo o angustioso». El problema con el adjetivo «dantesco» en castellano es que, de tanto usarlo para la parte infernal de la vida, nos hemos dejado lo paradisiaco por el camino.
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