Entrevistas

Laia Jufresa: «Los niños inspiran porque lo tienen clarísimo: si no hay palabra para esto, pues me la invento»

Laia Jufresa, autora de «Veinte, veintiuno». / Foto: Claudia Leal — Random House

Laia Jufresa (Ciudad de México, 1983) ha sido considerada entre los mejores escritores de Latinoamérica por el Hay Festival, evento que además la incluyó en una selección de treinta novelistas, científicos, filósofos, artistas y activistas «sorprendentes e inspiradores». Esos calificativos bien podrían aplicarse a su debut novelístico en 2015, Umami, ganadora del PEN Translates Award y traducida a diez idiomas; a pesar de que contiene hallazgos literarios casi intraducibles, como las sensaciones que despierta su escritura.

Cuando estalló la pandemia, ya vivía en Escocia, ya criaba a una hija y ya moldeaba la que será su segunda novela, y en ese mismo año fundó Escribir es un lugar, programa online para escritoras hispanohablantes de todo el mundo. Un mundo «al revés» el de aquel periodo, intensamente vivido por el confinamiento y plagado de gestos atípicos, como cuenta en Veinte, veintiuno (Random House, 2023): un ensayo precioso y gracioso sobre lo cotidiano/lo extraño de esos dos años, que sirve para cualquier año. Una pequeña joya literaria con dos temas principales que no son el covid y que tal vez sean uno.

Por un lado, la autora mexicana vuelve a otorgar al lenguaje un lugar privilegiado en nuestras vidas como forma —literal— de pensar y contar lo experimentado: habla de las lenguas muertas de la intimidad, o de la lengua dormida que despierta ante una vivencia extrema. Por otro lado, habla de la lengua materna, de la madre, como cuidado y como cura de cualquier virus, nos recuerda que «maternar» es un verbo y no un sustantivo. Este libro es una carta de Laia Jufresa a su hija, un modo de hacer memoria y de expresar amor (por la vida).

En el libro haces referencia a tus «cuadernos del desahogo» anteriores, ¿cuál ha sido entonces tu relación con la escritura diarística?

Empecé a tener esos cuadernos después de leer El Camino del Artista, de Julia Cameron. Por eso en mi vida cotidiana no hablo de diarios sino de «páginas de la mañana». No son exactamente lo mismo, porque lo que dice Cameron es que si escribes en la noche, estás reflexionando sobre un día que ya no puedes cambiar. Si lo haces en la mañana, sacas toda la basura (el desahogo) y estás más ligera para construir el día que quieres tener.

¿En qué momento surgió la voluntad de publicar las entradas que componen Veinte, veintiuno?

Veinte, veintiuno no es un diario; es un ensayo, un texto literario. Desde el principio lo escribí para publicar. El primer capítulo («Reales dragones») lo escribí en las primeras semanas del confinamiento, y de inmediato se publicó en inglés e italiano. Lo que pasó fue que a pesar de la publicación, se me quedó el tono en la cabeza y seguí tomando notas. No sabía exactamente qué iba a hacer con ellas hasta que me contactó Audible para hacer un audiolibro y les di forma: ese es el mismo libro que ahora publicó Random House.

Da la impresión de que, por un lado, todo puede caber en este libro (incluso aforismos o ideas juguetonas) y que, por otro, nada sobra en él.

¡Gracias por decir eso! Uno de mis máximos temores como escritora es el de meter paja, todo eso que los lectores sentimos que el autor puso como para rellenar, eso que bien podría no estar. Uno de mis criterios de calidad es que nada sobre, así que me alegra un montón que así lo sientas. Lo cuento en el libro mismo: tenía unas 40.000 palabras, me quedé con poco menos de 20.000. Esto es algo que los lectores que no escriben, o los escritores que apenas empiezan, no saben: que escribir bien muchas veces significa saber borrar, quitar, cortar. En este libro hablo de eso con la palabra que usaba mi hija: «basurar».

La estructura troceada me ha recordado a obras recientes de Rivka Galchen y Jenny Offil, quien escribe que en su caso la maternidad «cortaba el día en pequeños fragmentos». ¿Realmente Veinte, veintiuno fue escrito a partir de anotaciones breves o el despedazamiento fue a posteriori?

Sí, siempre fue un texto fragmentario. De hecho ni siquiera eran notas porque entre la novela que estaba escribiendo, mi trabajo (por Zoom) de life coach y el hecho de que estábamos metidos en un departamento pequeño con una niña de tres años, no tenía realmente tiempo para tomar notas. Lo que hacía, y esto ahora lo recomiendo a todos mis alumnos, era tomar notas de voz con la app de Gmail, que te las convierte en un correo. De modo que cuando, un año después, pude sentarme a escribir el libro, junté los correos y tenía literalmente 40.000 palabras ya escritas. Era un caos absoluto, pero la materia prima ahí estaba, y se había escrito en el momento en que cada cosa sucedió o se me ocurrió.

Galchen, por su parte, escribe que la experiencia de ser madre la convirtió en «algo más parecido a una escritora (o, como mínimo, cierta clase de escritora)». Se suele hablar del tiempo y la energía que resta, pero ¿hasta qué punto crees que la maternidad ha podido ser también un acicate o una oportunidad para tu escritura?

No lo sé, porque siempre he sido escritora y porque no puedo saber cómo hubiera seguido desarrollándose mi profesión sin ser madre. Lo que sí sé es que empecé la novela que estoy escribiendo cuando estaba embarazada y mi hija está por cumplir siete años. Cuando tienes en casa a alguien creciendo, el paso del tiempo es más visible, no puedes no verlo.

Y lo otro que sé es que, a pesar de que ha sido lo más difícil que he hecho en escritura, no he soltado esta novela (que estoy escribiendo en inglés), y estoy por terminarla. Y mi sensación es que hay algo de maternal en eso: una determinación absoluta, un amor incondicional al proyecto que existe incluso cuando sientes que lo odias. Algo de lo que francamente no sé si hubiera sido capaz antes de la experiencia de ser madre, que es la experiencia de estar ahí para alguien siempre: en las buenas y en las malas.

«Hay algo de maternal en la escritura: una determinación absoluta, un amor incondicional al proyecto incluso cuando sientes que lo odias»

«¡No, no, no escribimos autoficción, carajo!», te decías en 2020, para más adelante cuestionar si existe la autoficción o si puede distinguirse. ¿Dirías que esta tendencia a incluir de forma explícita la propia experiencia, más allá de lo temático, aporta algo distintivo a la literatura?

Para mí hay cosas bien escritas (cosas que logran que el lector suelte el teléfono, esté en el libro y quiera seguir estando, y que piense y, sobre todo: que sienta algo), y cosas mal escritas (que no logran lo anterior). Fuera de eso, me da un poco igual el género. Y creo que eso sí ha sido un aprendizaje, creo que antes era más purista. Estoy en paz con escribir sobre mí de vez en cuando, pero no es ni de lejos lo que más me interesa.

Una de las cuestiones centrales del libro es el juego con el lenguaje, deformado o inventado, que parte del idiolecto de tu hija. ¿Crees en la infancia como inspiración de una forma de expresarse más libre, orgánica o intuitiva?

Por un lado, no, porque los niños cuentan de manera orgánica unos cuentos muy inventivos pero infumables, mal estructurados, que nunca terminan. Entonces no hay que romantizar ni confundir esa libertad de imaginación con lo que hacemos los escritores.

Pero, por otro lado, siempre me ha importado mucho defender el aspecto lúdico de la escritura. Con mi primera novela, Umami, que se tradujo a muchos idiomas, en todos lados siempre me preguntaban por los neologismos (que habían sido todo un reto para los traductores). Y al principio me sorprendía la pregunta, la verdad, porque siempre he considerado que inventarse palabras es uno de los mayores gozos al escribir. Y ahí sí creo que los niños inspiran porque lo tienen clarísimo: si no hay palabra para esto, pues me la invento.

En este libro juzgas tu propia capacidad crítica y teórica como algo prescindible o que puede llegar a estorbar. ¿Cómo se conjuga la experimentación lúdica con tu conciencia de escritora-docente, acostumbrada a reflexionar sobre el propio proceso de creación?

Lo que digo que estorba, o que es prescindible, es el análisis teórico del tipo académico, no la capacidad crítica en el sentido de saberse editar. Son cosas distintas. El análisis académico teórico, que se hace a posteriori y casi siempre por gente que no se ensucia las manos creando textos sino que se dedica a estudiar e interpretar textos ajenos, no le sirve mucho a un escritor. En cambio la capacidad crítica y el análisis más de tipo estructural, de materiales, de artesano, sí es imprescindible porque para mejorar tu texto tienes que ser capaz de leerlo con ojo crítico (solo así sabes qué hay que conservar y qué hay que «basurar») y ser capaz de desarmarlo y volverlo a armar. Quizás es más evidente si lo piensas en pintura: analizar un cuadro desde la teoría es completamente distinto a lograr pintar un cuadro.

¿Cómo dejar respirar a las palabras cuando se les pone tanto cuidado?

Es que cuando el texto tiene aire, juego, espacio para el lector, no es lo opuesto al cuidado, sino el producto del cuidado. No es el resultado de una cosa orgánica solamente, sino el resultado de un trabajo fino, a veces obsesivo, cuyo compromiso máximo es con la calidad, y con el respeto al lector. En ese sentido, la crítica que nos permite autoeditarnos es lo que permite que el juego brille, que las palabras respiren.

Por eso un escritor necesita ambas cosas: dejarse jugar y saberse editar.

Es curioso comprobar cómo todos modificamos nuestro carácter, nuestra identidad, cuando nos expresamos en otro idioma. ¿Sientes que has de proteger tu lengua materna o comprometerte a su transmisión, o crees que el apego es circunstancial? ¿Cómo llevas el hecho de vivir en Escocia, publicar por el mundo y escribir (y enseñar) en español?

Creo que la transmisión es importante, claro, pero no por nacionalismo, sino porque al hablarle a tus hijos en un idioma que conoces bien les estás entregando una ventana a toda una cultura y también, quizás más importante, les estás dando estructuras cerebrales de base que luego sirven no solo para aprender otros idiomas sino para ejercer un pensamiento claro y para entender otros lenguajes: matemáticas, música, etc.

Pero fuera de esa convicción, mi vida es un mix permanente: escribo unas cosas en inglés, otras en español, doy talleres en español pero casi todo el coaching en inglés. En fin, salto de uno al otro mil veces al día, y no me pesa, al contrario, creo que hablar otros idiomas siempre abre la cabeza.

Durante la pandemia algunos confirmamos una cierta adicción al aislamiento convertido en hábito. Tú defiendes la escritura también como acto social, una forma de hacerse presente, ¿crees que la soledad creativa está sobrevalorada?

En inglés hay dos soledades: solitude y loneliness.

Creo que la primera, la soledad creativa, no solo no está sobrevalorada, sino que es un tesoro y un privilegio. Así como otras personas ahorran para irse de vacaciones, yo ahorro para irme una semana sola a una cabaña sin internet a escribir. No encuentro en mi vida cotidiana un tipo de concentración como el que me da irme a estar sola.

Por otro lado, está el loneliness. La sensación pesada o dolorosa de sentirse sola, a veces incluso en medio de mucha gente. Ese es el tipo que sí creo que es dañino y que podemos palear.

En mi programa en línea Escribir es un lugar, nos juntamos muchas mujeres a escribir a diario (por Zoom). Cada una está en soledad creativa, metida y concentrada con su proyecto, pero no nos sentimos solas: nos acompañamos, nos espejeamos, nos damos valor unas a otras para ir más profundo.

Hay momentos en que tu libro puede sonar a terapia (aunque sea en retrospectiva) por vía del humor, pero lo terapéutico también fue una especie de pandemia, o un cliché, durante el covid. ¿Crees en ese efecto de la literatura o te funciona a ti al menos?

Yo creo en la terapia y creo en la literatura. Creo que ambas cosas ayudan a vivir mejor. Pero creo que son cosas muy distintas. Ir a terapia es quitarse velos, mirar con más claridad dentro de uno mismo, mientras que la literatura es escaparse un rato de uno mismo. En ambos lados se sienten cosas y se aprenden cosas, pero me parece importante no confundirlas.

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