Este texto ha sido publicado en papel en el número 216, «Transiciones», de la Revista Mercurio.
La ética es una burbuja egocéntrica que crece —cuando lo hace— a saltos a la vez cuantitativos y cualitativos, tanto a nivel individual como colectivo. Los bebés viven en una cápsula de egotismo absoluto hasta que empiezan a relacionarse conscientemente con la madre y otros parientes o allegados. La familia es —o suele ser— la célula de la afectividad y de la moral, es decir, de la conducta que reconoce, valora y respeta la identidad ajena, además de la propia; o junto con la propia, más bien, pues son inseparables. Y la integración/interacción de células familiares que constituye el organismo social genera una burbuja ética más amplia, que durante mucho tiempo solo abarcaba —y no siempre ni del todo— a la tribu o la nación, es decir, a un grupo más o menos extenso, unido por una misma lengua, cultura y apariencia física. En una palabra: los semejantes.
Históricamente, diversos colectivos han sido excluidos total o parcialmente de la burbuja ética social: los extranjeros, los homosexuales, los no correligionarios, los de distinta etnia… Y otros —como las mujeres en casi todas las sociedades conocidas— han sido relegados a un lugar secundario por las élites dominantes (fundamentalmente masculinas). Lo que equivale a decir que el concepto de semejante es impreciso y manipulable, sobre todo por quienes detentan el poder.
La evolución moral de la humanidad ha sido lenta y dificultosa, en contraste con su rápida evolución intelectual y material. Solo en fecha tan reciente como 1948 nos dotamos de una Declaración Universal de los Derechos Humanos ampliamente consensuada, aunque lejos aún de ser vinculante (treinta años después lo sería en teoría, pero sigue sin serlo en la práctica). Y los menos jóvenes hemos conocido tiempos en que la homosexualidad era un delito (aún lo es en algunos países) y las mujeres eran ciudadanos de segunda (aún lo son de iure en algunos países y de facto en todos).
La noción de lucha de clases, habitualmente atribuida a Marx y Engels, pero al menos tan antigua como Platón (que dijo que «en todas las ciudades, grandes y pequeñas, hay dos bandos en guerra permanente, los ricos y los pobres»), es insuficiente si no se tiene en cuenta otra lucha milenaria tanto o más importante, que es la lucha de géneros; una lucha que hasta la segunda mitad del siglo XX no alcanzó plena visibilidad y conquistas sustanciales gracias al feminismo, la gran fuerza transformadora de nuestro tiempo. Y, siguiendo (nominalmente) con la escala taxonómica, tampoco se puede olvidar la lucha de especies, aún más asimétrica que las anteriores. Si, a lo largo de la historia, los ricos no han tenido grandes dificultades para someter a los pobres y el patriarcado se ha impuesto en casi todas las sociedades conocidas, hace varios milenios que el dominio de los humanos sobre las demás especies es prácticamente absoluto. Y, como nos recuerda el tío de Spider-Man, un gran poder conlleva una gran responsabilidad.
Una responsabilidad que un minoritario pero pujante sector de la humanidad empieza a asumir con todas sus consecuencias, hasta el punto de que lo que el feminismo fue para el siglo XX podría —debería— serlo el antiespecismo para el XXI, y el rápido avance del vegetarianismo en las últimas décadas así parece indicarlo. Un avance tan rápido que es claramente apreciable en el lapso de un par de generaciones. En mi juventud, cuando decía que era vegetariano (todavía no se había generalizado el término vegano) tenía que explicar en qué consistía, y las respuestas más frecuentes eran el asombro o la incredulidad, cuando no la burla. Actualmente, las cadenas de alimentación, los restaurantes, los hoteles, los aviones… ofrecen opciones veganas. Algunos dicen que es una moda pasajera; y, ciertamente, es también una moda, aunque no solo eso y mucho menos pasajera, de la misma manera que no fue una mera moda el hecho de que las mujeres empezaran a llevar pantalones.
En el antiespecismo —un sinónimo de veganismo, pero de etimología más explícita— confluyen la conciencia ecológica, en auge sobre todo entre los jóvenes (por la cuenta que les trae), y el rechazo ético de la despiadada explotación de los animales no humanos, especialmente por parte de la industria alimentaria.
Los argumentos ecológicos en contra del carnivorismo humano —máxima expresión de la tiranía del supuesto rey de la creación— son abrumadores: la industria cárnica es una de las principales responsables del cambio climático, la deforestación, la pérdida de biodiversidad, la contaminación de los acuíferos y las recientes catástrofes sanitarias, como la pandemia de covid-19. Y los argumentos económicos no son menos contundentes: con la soja y los cereales destinados a alimentar a las reses estadounidenses se podría dar de comer —y de beber— a todos los hambrientos del mundo, ya que la producción de un kilo de proteína animal supone el gasto de unos diez kilos de proteína vegetal y de hasta 18.000 litros de agua.
Pero los argumentos más importantes, los éticos, no son cuantificables ni directamente traducibles en beneficios materiales; apelan a la conciencia, a la compasión entendida en el sentido más literal. Y vivimos en un mundo poco compasivo. Se suele decir que alguien que es cruel con los demás animales es probable que lo sea también con los humanos; pero más bien hay que ver en el infame trato que damos a los animales no humanos la consecuencia de una sociedad despiadadamente competitiva, donde la rivalidad prevalece a menudo sobre la colaboración y la explotación sobre la ayuda mutua.
Algunos intentan justificar el carnivorismo alegando que no hay más remedio que matar para comer, lo cual es cierto en el caso de los lobos o los tigres, pero no en el nuestro. Y otros van aún más lejos y afirman que no hay una diferencia sustancial entre comerse una manzana y comerse a un cordero («a un cordero», no «un cordero», como dicen los especistas para cosificar a los animales no humanos), pues la manzana también es un ser vivo. Pero si da lo mismo comerse a un cordero que una manzana, también da lo mismo comerse a un niño asado, pues la distancia filogenética entre el niño y el cordero —cuya capacidad de sufrimiento es del todo similar a la nuestra— es mucho menor que la que separa al cordero de la manzana.
En cualquier caso, el reciente desarrollo del antiespecismo ha dado un nuevo impulso al debate sobre los derechos de los animales no humanos, que algunos niegan o minimizan. Y, en última instancia, tienen razón quienes dicen que los animales no humanos no tienen derechos; pero se olvidan de decir que los humanos tampoco. Nadie tiene derechos como algo intrínseco o consustancial: los derechos de cada cual no son sino aquellas reglas del juego social que lo protegen y benefician, y son el resultado de un acuerdo colectivo. Quienes invocan una supuesta «ley natural» o una «moral natural», incurren en una flagrante contradictio in terminis; por definición, la ley y la moral son constructos culturales que añadimos a la naturaleza precisamente porque en ella no existen.
Esto no significa que los derechos no tengan una base natural, y mucho menos que sean contrarios a la naturaleza, sino que no se derivan o deducen de ella de forma necesaria y unívoca. De hecho, llevamos cientos de miles de años en nuestro actual estadio evolutivo y nuestra visión de los derechos humanos ha variado considerablemente de unas épocas a otras, e incluso de unos lugares a otros en una misma época.
La actual e incipiente transición sociocultural de la humanidad conlleva, como las revoluciones científicas, un cambio de paradigma. Un cambio de paradigma moral que pasa por ampliar y profundizar el concepto de semejante, y por extender el manto de la compasión sobre todos los seres que sienten y padecen.
Para disfrutar con la tortura de un animal convertida en espectáculo, o para mirar a una vaca a los ojos y ver comida, hay que ser un idiota moral o un idiota a secas (en el sentido más etimológico del término, que no es un insulto sino un diagnóstico). Pero, afortunadamente, solo una embrutecida y casposa minoría defiende ya la atroz corrida de toros (que hasta hace poco se consideraba la fiesta nacional), las licencias de caza han disminuido significativamente en los últimos años y muchas de las personas que comen carne serían incapaces de matar y despedazar a un ternero con sus propias manos para hacer una barbacoa.
En cualquier caso, no se trata de criminalizar a los comedores de carne, del mismo modo que no se criminaliza a los automovilistas al decir que el uso masivo del automóvil privado es una aberración ecológica. Se trata de analizar en profundidad las causas —y los efectos— de una práctica tan arraigada como (auto)destructiva, y buscar la manera de superarla. «Veganismo o muerte» no es un grito de guerra, sino una voz de alarma.
Carlo Frabetti es divulgador científico y autor de más de cien libros, entre ellos El tigre de Tarzán (West Indies,) y Malditas matemáticas (Santillana).
Vaya sarta de tonterías.
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