Analógica

La cultura como liminalidad: transiciones desde las vidas-trabajo

Este texto ha sido publicado en papel en el número 216, «Transiciones», de la Revista Mercurio.

Ilustración: Sofía Fernández Carrera.

Hay márgenes que parecen fronteras, márgenes que son lodazales, márgenes dibujados con grafito para dejar claro que esto es A y eso es B, márgenes porosos y confusos por donde se escapa lo no sometido a la docilidad del estante. Hay márgenes que se deslizan como un gradiente buscando significar un cambio lento. Lo que más me gusta de los márgenes son los márgenes en sí mismos, como esas franjas de papel vacío que rodean a las palabras en la materialidad de un libro o una revista y que nos permiten descansar la mirada, tomar aire o dibujar un pajarillo.

Decía Balzac que «solo hay vida en los márgenes». En los márgenes es donde habitan las transiciones entre épocas, ámbitos y disciplinas, donde se erosiona lo viejo y desde ello va naciendo algo nuevo, habitualmente mezclado; donde uno está dejando de ser lo que era, pero no es aún algo diferente. Quizá en el ámbito de la cultura contemporánea esta idea sea más visible que en cualquier otro, pues desde la llegada de Internet la cultura actual se está viendo sometida a una profunda transformación que está teniendo lugar en los márgenes entre clásicas esferas que nos permitían entender ámbitos y formas antes diferenciadas y ahora no. Por ejemplo, esta cultura se caracteriza por la erosión de esferas pública y privada a través de la normalización de las pantallas y, en ellas, de vidas y trabajos que interseccionan y a menudo se funden; confluencia de espacios de producción, recepción y circulación de trabajo creativo en la Red; solapamiento de la práctica profesional con lo que antes llamábamos práctica amateur; y también transformación en formas de construir colectividad en un mundo conectado. A mí me parece que estas erosiones están creando un nuevo escenario cultural, tanto en un sentido antropológico como si hablamos del ámbito de la práctica cultural como trabajo. Y si pensamos esta transformación como transición podría sernos de ayuda la idea antropológica de liminalidad.

En mi libro Frágiles (Anagrama, 2021), hablo de este concepto y reclamo —allí y aquí— tener lápiz y papel para ayudarme a explicar la idea, porque con ellos les dibujaría tres números 1, 2 y 3. Es probable que lo adornara con caminos y horizontes. Tal vez me dispersaría un poco hablando de relatos de otras culturas, pero necesitaría hacerlo para contarles que esta liminalidad es una forma de ambigüedad y apertura, «un intervalo», un tiempo-espacio que forma parte de un proceso de tres fases: la previa, la intermedia —o liminal— y la posterior, en orden lineal. Cuando hablamos de transición como algo liminal nos referimos a que algo ocurre en la fase dos para que aquello que cambia pueda convertirse en otra cosa.

La vida está repleta de ejemplos biológicos y sociales. Pienso en las transiciones de gusano a mariposa, en las crisálidas que son claramente un 2 liminal, cuando ya no son lo que eran y comienzan a desplegar sus alas. Pero pienso también en los ritos de paso, es decir, en los intervalos que socialmente se han ritualizado. Sobre este asunto, recuerdo una reflexión de Víctor Turner singularmente interesante cuando relata cómo en la fase liminal e intermedia de los ritos de paso los protagonistas «pierden sus privilegios y son tratados como iguales», de manera que al pasar por ella se desprenden de sus ventajas, rangos y prerrogativas, y se igualan. Entendiendo que lo que ocurre en la liminalidad es una fase intermedia antiestructura, cabe pensar que pueda ser transformadora para las personas individual y colectivamente.

Si extrapolamos esta liminalidad a la transición que sentimos estar viviendo en el trabajo creativo, especialmente desde que habitamos un mundo conectado, pensaría que la pandemia ha operado de muchas formas como forzada fase 2. Quiero decir como intervalo que ha igualado a muchos trabadores en la pérdida de empleo, en la deriva hacia el teletrabajo y en la incertidumbre ante un futuro en ciernes que se advierte distinto y que, en gran medida, muchos creemos que debe ser distinto. Bajo esta mirada, una crisis como la vivida puede ser entendida y apropiada como oportunidad de transformación hacia algo no solo impuesto y diferente sino negociado y mejorado. Asunto que exigiría frenar la inercia de productividad y vidas-trabajo a la que nos llevan los tiempos y aprovechar para hacer una parada reflexiva focalizada en ¿qué esperamos de los trabajos culturales y creativos y de la tecnología para nuestra vida como humanos y para el planeta?

Esa parada importa porque la actualidad laboral en las pantallas favorece que los trabajos se desborden en la vida y en la habitación propia conectada, haciéndonos encadenar multitud de colaboraciones y tareas de autogestión derivadas de la tecnología. Así, el trabajo para muchos sujetos del siglo XXI ha dejado de ser esa práctica tipificable y remunerada, fácilmente enunciable con una o dos palabras y definida de manera concreta como algo susceptible de formar parte de un contrato. El trabajo cultural en un contexto red capitalista se está convirtiendo en una práctica de prácticas indefinidas que trascienden aquella actividad central que buscaba disciplinarnos y describirnos socialmente («¿qué eres?») para, en su lugar, derramarse en la conexión permanente. La tecnología es cumplidora aliada ayudándonos a producir, compartir y recopilar en el inabarcable repositorio digital a nuestro alcance, a hacerlo además sin horarios. Porque si la tecnología viene con nosotros, cabe sobreentender que la posibilidad del trabajo también viene con nosotros. Allí donde estén nuestros aparatos conectados, allí trabajamos.

Un compañero se refería recientemente a cómo en los últimos tiempos sus colegas de departamento en la universidad afirmaban entre quejas que se sentían presionados para producir artículos y a ello se dedicaban, pero pocos tenían tiempo para leer. Aludía a ese tipo de lectura pausada y escondida que conlleva abordar una obra más allá de su referencia o citado, leyéndola en su extensión, evocación y sombras. Llama la atención que, en el contexto de trabajo académico, esa lectura pueda convertirse en un lujo torpedeado por las dinámicas laborales que hoy predominan.

Si la cultura contemporánea empuja a pronunciarnos y a producir, lo hace amparando la ansiedad productiva y la acumulación, y en ambos casos primando una lógica aditiva. Producimos obra y opinión, reunimos archivos, recolectamos y la suma se archiva, configurando una semblanza sumatoria y operacionalizable de la que son buena muestra nuestros currículos y perfiles en redes. Descargamos y acumulamos textos, pero no necesariamente los leemos, no necesariamente los componemos en nuestro pensamiento. Esto exigiría más tiempo, pero también decisión y conflicto. Tiene que ver con que en los trabajos que predominan para la mayoría, los más precarios, no se pide ni se favorece integrar ni reflexionar, basta con «activar la maquinaria» y mantener el ritmo productivo, con responder sumisamente a la demanda de novedad y actualización constante.

Sin duda, uno de los riesgos del dominio de estas lógicas acumulativas es llegar a prescindir de la negatividad y el conflicto necesarios para integrar y narrar lo que hacemos, para sobreponer al sujeto su mera apariencia o impostura. Porque los procesos de integración, a diferencia de los aditivos, siempre requieren una apropiación subjetiva, exclusión y duda, narración y sombras, toma de decisiones, abordaje de la complejidad allí donde la vida es porosa, confusa y liminal; es decir, exigen atención y tiempo.

El hacer creativo, además, suele ser ahora un hacer observado. Que sus nombres iluminados (aunque solo lo sea para cada uno) protagonice sus redes les hacen sentir que no deben bajar la guardia, les dificulta esconderse. Pueden tener vida y trabajo precarios, pero en su cotidiano escrutinio público sentirán la ansiedad de un famoso. A la pérdida de sombra, que es aquí una clara pérdida de concentración e intimidad, se suma que los tiempos de trabajo están entrelazados con la exposición pública y la conversión del trabajador en producto. ¿No les parece entonces que lo que aquí acontece es, ante todo, una reconfiguración del mundo de las sombras? ¿Dónde están cuando el sentido del hacer descansa en ser visto y para ello precisa estar iluminado?, ¿dónde están?, porque juraría que las necesitamos.

La luz tiene fama de alentadora, pero ¿han advertido cómo muchas de las cosas que importan suelen protegerse y necesitan de oscuridad? No se nos muestran con la nitidez de los aparatos de quirófano o del escaparate, sino que en cierta forma hay que extraerlas con algo de esfuerzo. Sucede con lo que siendo difícilmente narrable se convierte en poema o dibujo. De esa sombra o de ese conflicto está también hecho el hacer considerado trabajo creativo, cuando no se limita a sostenerse en la palabra cultural o creativo como eslogan vacío de alma, atención y sentido.

 


Remedios Zafra es escritora, catedrática en Arte y Humanidades e investigadora titular en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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