Entrevistas

Javier S. Burgos: «Como especie somos la leche, pero individualmente dejamos mucho que desear»

Tras una brillante carrera científica, el actual director de Investigación Sanitaria de la Comunidad Valenciana acaba de publicar «Geografía de la locura», libro de relatos en torno a los males del cerebro en el que mezcla su pasión por la creatividad y la divulgación

El científico y escritor Javier S. Burgos (reportaje gráfico: Francesc Monrabal).

Javier S. Burgos Muñoz (Puerto de Sagunto, Valencia, 1971) es licenciado en Ciencias Biológicas —especialidad Bioquímica— por la Universidad de Valencia y doctor en Ciencias —especialidad Biología Molecular— por la Universidad Autónoma de Madrid. Ha sido profesor e investigador en varias universidades internacionales. Tras una brillante carrera como investigador se incorporó, primero como director científico y luego como director general, a una empresa biotecnológica. Más tarde saltó a la gestión institucional como director general de la Fundación para la Investigación Biosanitaria de Andalucía Oriental (FIBAO), después del Instituto de Investigación Sanitaria La Fe y ahora es el director general de Investigación y Alta Inspección Sanitaria de la Comunidad Valenciana.

Burgos es también amante del arte, la literatura y la divulgación científica, y colabora en medios como Naukas o Jot Down con textos sobre ciencia. Tras ganar el premio de periodismo amateur Jot Down – Formentor acaba de publicar Geografía de la locura (2020, West Indies), un libro en el que mediante relatos novelados explica algunas enfermedades que se desarrollan en nuestro cerebro. De forma reciente, además, ha ganado el premio Jot Down de ficción científica con El Jardín.

Pregunta.- ¿Qué vacuna de todas las que hay en marcha preferirías ponerte?
Respuesta.- La que me diga mi médico de cabecera. Significará que ha pasado todos los controles necesarios y que los expertos han decidido que se ponga a gente con mis características en el momento que corresponda. Es muy curioso que haya gente que diga que no se va a poner esta o la otra vacuna porque es de ARN, porque lleva nanopartículas o porque se guarda demasiado fría. Estoy seguro de que el 99% de la gente que critica una u otra cosa de determinada vacuna no podría decir ni una sola de las características de las vacunas que aparecen en su cartilla de vacunación. Pero ahora resulta que cualquiera sabe más sobre vacunas que los farmacólogos, los microbiólogos o los epidemiólogos, que llevan toda su vida trabajando en este campo del conocimiento.

«El 99% de la gente que critica las vacunas no podría decir ni una característica de aquellas que aparecen en su cartilla»

P.- A raíz de la pandemia, ¿hay mucho epidemiólogo en las redes sociales?
R.- Hay mucho opinador en todos sitios, no solo en las redes sociales, también en los medios de comunicación clásicos. Ser epidemiólogo es una profesión, y por tanto poseen unos conocimientos y una experiencia que a todos los demás nos falta, y sin la cual no se puede hacer ese trabajo con las suficientes garantías. Una de las cosas en que creo que hemos patinado en esta pandemia es la equidistancia entre los profesionales contrastados en cada uno de los campos de conocimiento y los recién llegados, que sin duda intentaban aportar desde la mejor de sus intenciones. Ha habido demasiados crossovers para mi gusto. Y creo que los epidemiólogos han hecho un trabajo fabuloso en un entorno de una incertidumbre y de una presión tremendas. Todo mi respeto y toda mi admiración hacia ellos. Como digo, creo que esas incursiones estaban motivadas por un intento de aportar, de tratar de ser útiles en un momento de necesidad, pero para mí ese exceso de voluntarismo ha generado más confusión que claridad. Uno tiene que asumir que no siempre se puede ser general, hay ocasiones en que se necesitan soldados.

P.- ¿Es compatible tu trabajo como director general de Investigación y Alta Inspección Sanitaria en la Comunitat Valenciana con tu labor divulgativa en Twitter?
R.- ¿Por qué no debería serlo? Twitter es un medio de comunicación como otro cualquiera, aunque con sus particularidades. Si yo, por tener un puesto de responsabilidad, no puedo utilizar una red social, entonces estaría aplicando una autocensura que no creo que sea sana. Y, además, creo firmemente que una red social te devuelve lo que tú ofreces, igual que cualquier otra actividad cotidiana. Si tienes un lenguaje educado y comedido es muy difícil que tu timeline se llene de haters maleducados. Si no hablo de «La isla de los famosos», entiendo que sus seguidores no tendrán demasiado interés en las cosas que yo digo. Respecto a la labor divulgativa, si repasas mi timeline, verás que en las épocas más duras de pandemia he opinado poco (más bien nada) sobre cuestiones que me eran muy cercanas por mi trabajo de gestor. He preferido dar tiempo y distancia, aunque, obviamente, tengo muchas cosas que contar de ese periodo tan duro que hemos sufrido todos. Pero mis opiniones en ese momento podrían haber generado más ruido que otra cosa, y eso es precisamente lo que menos se necesitaba en ese momento. Si ahora estoy hablando sobre vacunas en Twitter es por dos razones. La primera, porque he dedicado más de quince años al desarrollo de fármacos, y creo que sé de lo que hablo, aunque es un mundo tremendamente complejo y cambiante. Y la otra es que este tema está lo suficientemente alejado de mi trabajo diario como para que no me produzca demasiados sesgos sobre mis aportaciones en Twitter.

«Cuanto más conozcas de otras disciplinas, más podrás aproximarte a intentar entender qué diablos hacemos aquí»

P.- Acabas de publicar «Geografía de la locura», un libro con el que recorres los avances en neurociencia a través de casos e historias fascinantes que se han sucedido a lo largo de 200 años. ¿Es necesario conocer la historia para ser buen científico?
R.- La respuesta corta es no. Hay científicos excepcionales a quienes no les interesa nada la historia, o la literatura, o la pintura, o la música. Pero es verdad que el científico es en esencia un ser curioso, así que va a querer profundizar en todos los aspectos que se crucen en su vida. El científico y el artista, según mi punto de vista, son dos tipos de exploradores que persiguen la misma meta: la comprensión de la vida. Así que cuanto más conozcas de otras disciplinas, más podrás aproximarte a intentar entender qué diablos hacemos aquí o porqué se ha producido este accidente cósmico que es que tú y yo estemos hablando.

P.- ¿De dónde viene tu fascinación por el cerebro?
R.- Te puedo contar que cuando iba a hacer la tesis doctoral tuve dos ofertas de beca predoctoral. Una era sobre fisiología vegetal, y la otra sobre neurociencia. Y lo tuve totalmente claro desde el principio. Me gusta la biomedicina porque mientras un cardiólogo salva muchas vidas durante su trayectoria profesional, Louis Pasteur sigue salvando vidas más de un siglo después de su muerte. Y eso es sencillamente alucinante. No veo una forma más genuina de trascender a tu propia existencia que seguir salvando vidas después de que ya no existas. En relación al cerebro, me fascina porque es el órgano que nos hace humanos, lo que nos diferencia del resto de las especies que comparten planeta con nosotros, y que también son maravillosas. Pero hay que reconocer que nuestro cerebro es majestuoso. Hemos sido capaces de desarrollar en tiempo récord una gama de vacunas para una enfermedad que ha matado a millón y medio de humanos y que apareció hace menos de un año, pero también hemos sido capaces de mandar un robot a un asteroide y traerlo de vuelta a este pequeño punto azul pálido, con muestras que nos permitirán conocer más nuestro sistema solar. Como especie somos la leche; ahora bien, individualmente me parece que dejamos mucho que desear.

P.- ¿Hay conexión entre el arte y la locura?
R.- Totalmente. Yo entiendo el arte como la introspección en uno mismo, y allí, muy en el fondo, todos estamos un poco locos. Es lo que le intentaba explicar el gato Cheshire a Alicia en el País de las Maravillas. El arte, como te decía antes, es una forma de búsqueda, de comprensión de nuestra mente, de intento por entender qué compartimos y qué nos diferencia de los demás. Y, además, hay mucho arte de locura, desde las pinturas negras de Goya, al jardín de El Bosco, en las series de Bacon o en el expresionismo enfermo de Munch.

«No veo una forma más genuina de trascender a tu propia existencia que seguir salvando vidas después de muerto»

P.- ¿Qué queda en la actualidad de la clasificación de las locuras de Esquirol, Pinel y Georget?
R.- Nada. Se han perdido como lágrimas en la lluvia, al menos científicamente hablando. Fue un intento muy primigenio de intentar comprender la manía, y su transición hacia la locura. Pero no ha soportado el método científico dos siglos después. De hecho, tan solo unas décadas después de aquellas propuestas de clasificación psiquiátrica, ya empezó a caer en el ostracismo. Pero nos queda de ellos un primer intento de humanizar al paciente, cosa que no se hacía hasta entonces, y que marcó el principio de la psiquiatría actual. Ellos entendieron que el enfermo era sobre todo una persona. E incluso intentaron buscar alternativas terapéuticas para curarlos. Pero lo que sin duda nos han legado es un experimento que conecta la ciencia y el arte de una manera excelsa.

P.- Para Tomás S. Szasz, la psiquiatría muestra los ingredientes represivos de la inquisición arropados con una terminología pretendidamente científica. ¿Hasta qué punto es cierto su punto de vista?
R.- No soy psiquiatra, y conozco muy tangencialmente sus métodos clínicos. Pero como anécdota, te diré que Alois Alzheimer, al que debemos la descripción de la enfermedad que lleva su nombre, era psiquiatra. Así que esa visión restringida de ciertos métodos represivos creo que no hace honor a la realidad. Además, creo que lo que ha revolucionado el campo de la psiquiatría y de las enfermedades mentales en las últimas décadas es la farmacología, ya que ha generado herramientas terapéuticas que no podíamos ni soñar hace un siglo.

P.- Según Javier Álvarez, «El diagnóstico de esquizofrenia, en el 90% de los casos, es una sentencia de muerte en vida»
R.- Probablemente el diagnóstico de una enfermedad mental, no solo de una esquizofrenia, es una losa muy grande que levantar. Pero también lo es un cáncer de páncreas, por ejemplo. En la comprensión de los entresijos más íntimos de la enfermedad, de su biología, de sus mecanismos es donde encontraremos alternativas válidas para hacer frente a este tipo de enfermedades tan dramáticas. Y para desentrañar esos mecanismos no queda más remedio que investigar. Creo que lo hemos aprendido todos a palos en esta pandemia. Ahora lo que importa es que no se nos olvide fácilmente.

«Hacer reiki y ser seguidor del Valencia CF tienen el mismo efecto sobre una enfermedad»

P.- Como científico, uno de tus campos de trabajo ha sido el alzhéimer. ¿Se sabe ya qué desencadena esta enfermedad? ¿En qué momento estamos?
R.- Pues estamos en un momento, creo yo, de desorientación. Los fármacos que hay en el mercado sabemos que no curan ni ralentizan la enfermedad. Desde 2003 no tenemos ningún fármaco nuevo en el mercado. Se ha hecho una inversión brutal en el desarrollo de una familia de nuevos fármacos conocidos como antiamiloidogénicos, pero hasta el momento ninguno de ellos ha sido autorizado, y eso que en noviembre la agencia reguladora americana, la FDA, estuvo considerando aprobar uno de ellos, el aducanumab. Como te decía antes, debemos seguir haciendo ciencia básica para comprender lo que desencadena la enfermedad, lo cual nos generará un conocimiento que permitirá desarrollar nuevas estrategias terapéuticas. La otra alternativa para intentar disminuir el número de casos es modular los factores de riesgo, con el objetivo de retrasar lo máximo posible el inicio de la enfermedad. Si pudiéramos retrasar cinco años el comienzo de la enfermedad tendríamos menos de la mitad de casos, lo que equivale a muchos, ya que rondamos los cincuenta millones de enfermos en el planeta.

P.- Se dice que el alzhéimer es una de las enfermedades que más problemas y más dinero le va a costar a la sociedad en el futuro, ¿por qué?
R.- Pues porque la población envejece, porque cada vez vivimos más y por tanto tenemos más posibilidades de desarrollar enfermedades neurodegenerativas. Así que, si no conseguimos disminuir el número de enfermos, esto va a ir hacia arriba. Pero es que, aparte del drama de la enfermedad, un enfermo tiene un gasto total que roza los cuarenta mil euros al año. Ahora multiplica eso por el millón de enfermos que tenemos en España. Es inasumible, ¿y cómo lo arreglamos? Pues normalmente con un cuidador a su lado veinticuatro horas al día y siete días a la semana, que normalmente es un familiar, el cual debe renunciar a su trabajo remunerado, lo que además produce un empobrecimiento de la familia. Pero es que, además, normalmente ese cuidador es una mujer, por lo que acrecentamos la brecha de género. Y, para más inri, ese cuidador también desarrolla una patología como consecuencia de tener que hacerse cargo de un alzhéimer. Un diagnóstico de alzhéimer en una familia es una debacle humana, médica y económica.

P.- En tu artículo Bioneuroemoción y Alzheimer haces una crítica a las pseudociencias. ¿Hasta qué punto crees que son perjudiciales? ¿No debe cada persona tener libertad para elegir cómo tratarse, esté o no equivocada?
R.- Pues mira, no. Creo que no existen más opciones que las que nos ofrece la medicina basada en la evidencia científica. De hecho, si no tiene evidencia científica no se puede considerar medicina. La medicina alternativa no es nada. Es una pamplina de la que se aprovechan unos cuantos caraduras. Déjame que sea tan categórico. Confundir o enredar con pseudociencias es una irresponsabilidad que puede acabar con la muerte del paciente, con un sufrimiento que podría ser evitable o con un diagnóstico lo suficientemente tardío como para que se te acaben las opciones de curación. Tiene el mismo efecto sobre una enfermedad hacer reiki, usar flores de Bach o ser seguidor del Valencia CF. Si fuéramos al médico y nos dijera que haciéndonos abonados del Valencia se nos iba a curar una enfermedad lo trataríamos de loco, pero nos creemos otras cosas que tienen exactamente el mismo sentido y la misma base científica: ninguna.

P.- Hace poco tuviste un encuentro digital muy interesante con la comunidad de Menéame. Quiero traer aquí una de las preguntas que más interés suscitó allí: ¿Cuántas neuronas se pierden tras una intoxicación etílica?
R.- Como explicaba en ese momento, esta es una leyenda urbana que hemos ido arrastrando durante muchas generaciones. Los estudios realizados comparando cerebros de alcohólicos con cerebros de personas sin esa adicción no han demostrado que tengan un menor número de neuronas, por lo que no parece que sea así. Ahora bien, que no produzca una pérdida de neuronas significativa no supone que la ingesta de alcohol sea inocua (o buena, si haces caso a quien recomienda un vasito de vino al día). De hecho, el consumo de alcohol tiene mucho que ver con el riesgo de desarrollar diferentes tipos de cáncer o de accidentes cardiovasculares, por poner un par de consecuencias graves. Así que lo mejor es limitar al máximo el consumo de alcohol.

P.- También has dedicado un gran esfuerzo personal a ayudar en la detección de enfermedades raras. ¿Se destinan recursos suficientes para luchar contra estas enfermedades? ¿Qué políticas se pueden poner en marcha para ayudar a los afectados?
R.- Nunca es suficiente el esfuerzo para diagnosticar o tratar las enfermedades raras, pero desgraciadamente los recursos son siempre finitos, y las enfermedades raras son muchísimas; se han descrito más de siete mil. Para luchar contra este tipo de enfermedades hay que establecer dos estrategias diferentes. Por una parte, es necesario potenciar la financiación de proyectos públicos dirigidos específicamente a este ámbito, pero por otra hay que comprometer a los desarrolladores de fármacos para que tengan cada vez más interés en ellas Y cuando digo a los desarrolladores me refiero a las empresas farmacéuticas, que son las últimas responsables en realizar los complejos ensayos clínicos para que un medicamento alcance el mercado y pueda ser usado por un paciente. Por su parte las agencias reguladoras, que son las entidades que aprueban o no el uso de un medicamento, disponen de métodos de aprobación más laxos y con menos tasas para los fármacos que van dirigidos a tratar las enfermedades raras.

«En la ciencia, por su propia naturaleza, acaba por imponerse la verdad, tarde más o tarde menos»

P.- Es desconocido para el gran público que, además de los medicamentos, las técnicas de análisis y diagnóstico también se patentan. ¿Estás a favor de que en salud todo se patente?
R.- Las patentes son necesarias para que la rueda se mueva. Vamos a ver, la media del desarrollo de un fármaco tiene un coste que roza los dos mil quinientos millones de euros. Eso supone que una compañía farmacéutica tiene que querer invertir esa inmensa cantidad de dinero y asumir que lo puede perder todo si finalmente el medicamento fracasa. Entonces… ¿Cómo hacemos para estimular a que se desarrollen fármacos? Pues dándoles un periodo de explotación exclusivo de su desarrollo, que es de veinte años. Tal vez podríamos pensar que es un periodo muy largo, pero hay que tener en cuenta que la media de desarrollo de un medicamento supera muchas veces los diez o doce años, por lo que en el periodo que resta de patente, la empresa debe cubrir los gastos en los que ha incurrido y sacar algo de beneficio, porque al final estamos hablando de empresas, y no conozco ninguna empresa que no quiera ganar dinero. Excluir las patentes de esta ecuación es no entender cómo funciona el desarrollo de fármacos.

P.- ¿Qué opinas del optimismo durante el tratamiento de enfermedades como el cáncer?
R.- Pues que es mejor ser optimista que no serlo. Y me refiero no solo a padecer un cáncer, sino como actitud frente a la vida. Dicho esto, la actitud positiva no va a matar directamente a las células cancerosas. Desgraciadamente, para acabar con ellas hay que utilizar las diferentes estrategias terapéuticas conocidas por todos. Dentro de este proceso, cuanto mejor nos alimentemos, más fuertes estemos psicológicamente, o mejor acompañados, mejor.

P.- También eres experto en colesterol, una sustancia de la que continuamente hablan en la tele. ¿Tener los niveles altos es tan peligroso como nos venden?
R.- La percepción de la peligrosidad es, evidentemente, subjetiva. Pero que los altos niveles de colesterol asociados a las partículas LDL (lo que de forma coloquial se conoce como el «colesterol malo») incrementan el riesgo de sufrir eventos cardiovasculares, no es discutible a estas alturas. Hay muchos metaanálisis que así lo demuestran.

«Es mucho más difícil percibir la belleza frente a la ecuación de Euler que frente a un Kandinsky»

P.- Sin embargo, está demostrado que los estudios que pusieron en el punto de mira el colesterol fueron un gran engaño. ¿Debemos de tener confianza ciega en la ciencia?
R.- La ciencia, como cualquier disciplina, está sujeta a todo tipo de errores, manipulaciones o malinterpretaciones, ya que está hecha por seres humanos y hasta la fecha no he conocido a ninguno que sea infalible. Uno de los sesgos más peligrosos para un científico es el de confirmación, que es probablemente lo que ocurrió al principio con la hipótesis del colesterol, aparte de los potenciales conflictos de interés, bastante comunes en esa época, por otra parte. Pero en la ciencia, a largo plazo y por su propia naturaleza, acaba por imponerse la verdad, tarde más o tarde menos. Debemos confiar en la ciencia totalmente, y ser cautos con las afirmaciones o la interpretación de los resultados que hacen los científicos. Si lo piensas, la ciencia nunca ha ido hacia atrás, y el hecho claro es que cada vez disfrutamos de un mejor entorno gracias a la ciencia y a su aplicación directa, la tecnología: vivimos más años, las enfermedades que antes nos mataban por millones ahora las hemos cronificado, disponemos de dispositivos tecnológicos con los que no podíamos soñar hace una década, o contamos con medios de transporte que nuestros abuelos ni sospecharían. Tan solo hay que comparar el viejo Seat 850 que tenía mi padre con el coche de cualquiera de nosotros. La ciencia siempre significa progreso.

P.- Tras ganar el concurso Jot Down – Formentor de periodismo amateur con un texto sobre las ratas topo, fuiste invitado a las Converses en Formentor, un evento literario. ¿Cómo sigue la relación entre las dos culturas?
R.- Pues dando pasitos para acercarse, aunque todavía demasiado lejos para mi gusto. Creo que la mejor analogía podría ser el juego del escondite inglés. Mientras uno cuenta cara a la pared, el otro se acerca progresivamente, pero siempre que se gira el que cuenta, ve al otro parado; aunque cada vez están más cerca. Es algo así. La ciencia está presente en cada uno de los actos cotidianos que realizamos con los automatismos rutinarios, aunque no nos damos cuenta de toda la ciencia que tenemos a nuestro alrededor. Desde que suena el despertador, o desde que nos calentamos el café en un microondas, la ciencia está envolviéndonos de forma silenciosa. Y mucha gente ni siquiera repara en ello. No te digo ya cuando tienes una enfermedad, donde la necesidad de la aplicación de la ciencia se convierte en urgente. Y esto creo que ocurre porque hay más barreras para comprender las cuestiones científicas que las artísticas. Uno se pone delante de un Pissarro o de un Kandinsky y puede opinar, sentir, valorar o interpretar sin necesidad de un conocimiento profundo de pintura. Es mucho más difícil percibir la belleza de la ciencia frente a la ecuación de Euler, con la que los matemáticos se extasían.

P.- A pesar de que publicas artículos en varias revistas como Jot Down o Naukas, tu texto más leído se titula «No me toques la paella». ¿Es en Valencia donde se cocina el mejor arroz?
R.- Indudablemente. No, en serio, en ese artículo, más que hacer una defensa de la paella a ultranza, trataba de reflejar, con algo de retranca, la idiosincrasia del valenciano canónico, que es un ser muy particular. Cualquiera que haya participado en el ritual cuasi religioso de la paella que hacemos en Valencia se verá reflejado en algún detalle de ese texto.

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