Crónicas en órbita

Miguel Delibes, un prólogo imprescindible

En 1979, el escritor vallisoletano se adelantó a los dilemas ambientales que ha avivado la pandemia con el ensayo (de título muy vigente) Un mundo que agoniza. Delibes, del que este año se conmemora su centenario, plasmaba en él un humanismo insólito y visionario que caló en el conjunto de su obra y en la sociedad española, hoy como entonces

Cuando Miguel Delibes, en 1975, leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española de las Letras, sorprendió a casi todos por su alegato a favor de la cultura rural y de la natura. En aquel tiempo, si bien se puede considerar que el movimiento ecologista en España comienza en 1968, no existían apenas afiliados a la mejor causa, que no es otra que la de estar a favor de lo que nos causa, mantiene, consiente y contiene. Más bien se multiplicaba la masificación del mundo urbano a bordo del desprecio y menoscabo de todo lo relacionado con el campo y su gente. Si acaso un cierto contrapeso aportaba, en el cénit de su popularidad, Félix Rodríguez de la Fuente, con quien, por cierto, Delibes mantenía una cordial relación. En cualquier caso los campos se vaciaban, casi del todo, y los ciclos y procesos básicos para la vida enfermaban a toda velocidad.

Miguel Delibes escribiendo en el despacho de su casa en Sedano, Burgos (foto: Archivo Miguel Delibes)

Tampoco contábamos con mucha bibliografía relacionada con esas dos preocupaciones, hoy básicas: los paisajes demolidos y cinco pandemias ambientales asolando al galope la naturaleza, en todos los rincones del planeta. La agonía, detectada por pocos pero tan lúcidos como Miguel Delibes, era (y es) global al tiempo que afectaba (y afecta) a lo irremediablemente esencial. Me refiero a la irresistible atracción erótica que las vidas sienten por la Vida y viceversa. Pero su contrario –thánatos, la muerte–, comenzaba a llevar considerable ventaja sobre la renovación y la continuidad. Baste recordar que cuando nuestro escritor publica sus primeras novelas este mundo contaba con algo más del doble de vida espontánea que hoy. Todo ello a pesar de que, a lo largo de la historia, pocos idearios han progresado tanto en tan poco tiempo como el puesto a circular por Delibes desde los años 50 del pasado siglo con sus novelas, ensayos y artículos.

De hecho, se puede afirmar que su ejemplo, denuncias y propuestas fueron tan secundados que en la actualidad necesitaríamos una gran biblioteca solo para guardar los muchos miles de libros que sobre la defensa de lo espontáneo y el medioambiente se han escrito desde entonces. Son menos los dedicados a encontrarnos con el placer de cultivar o sencillamente demandando la debida restitución de la dignidad arrebatada al campesinado. Con todo, también ha comenzado a ser poco excepcional hallar novelas y ensayos sobre la catástrofe que supone envenenar los campos desertizados o el despoblamiento rural. Pues bien, de pura honestidad intelectual e histórica es reconocer que la obra de Miguel Delibes es prólogo o fuente de todo lo que debemos denominar conciencia ecológica.

«De pura honestidad intelectual e histórica es reconocer que la obra de Miguel Delibes es fuente de todo lo que debemos denominar conciencia ecológica»

No solo en Un mundo que agoniza (1979), también en buena parte del resto de su obra encontramos un sinfín de argumentos, personajes y paisajes que, como los mejores nacederos del agua, surgen frescos, limpios y transparentes a favor precisamente de lo inicial, lo primero, lo que necesitamos por mucho que se olvide y hasta desprecie. Delibes jamás confundió el mapa con el territorio, entre otros motivos porque lo recorrió a pie en innumerables ocasiones. Se rozó a menudo con los paisanos y vislumbró las consecuencias de la demolición de la cultura rural, inseparable de muchos desastres ambientales. Aunque es lo que más inadvertido pasa, lo primero que aporta el vallisoletano es la conversión del paisaje mismo en protagonista, tanto como los personajes. Demuestra que no es posible el paisano sin el derredor que le contiene. Hace visible lo que había sido convertido en insignificante. Podemos comprobarlo en tres de sus primeras contribuciones como son La sombra del ciprés es alargada (1948), El camino (1950) y Las ratas (1962).

Alcanza la cima, mucho más tarde, con Los santos inocentes (1981), pieza magistral que denuncia las secuelas más infames de la desigualdad social. Lo que vuelve a recordarnos que, muy al contrario de lo que mantiene uno de los reduccionismos más usados, la defensa de la natura jamás debe ser desligada de los compromisos del humanismo más avanzado. Cuando se comprende en su totalidad lo que inició el autor, se repara en que la estima y el cuidado del medioambiente no limitan al humano sino que lo cuidan, asegurando su futuro. Incluso en sus libros de corte cinegético Delibes aporta uno de los testimonios más rotundos de la degradación ambiental. Es decir que, hasta cuando caza, el autor es consciente del derrumbe de la vida espontánea y lo denuncia con datos irrebatibles. Algún día, Diario de un cazador (1955) será considerado como un riguroso estudio del desplome demográfico de varias especies. Se van las gentes y tras ellas los animales.

Miguel Delibes en Sedano, el pueblo burgalés donde pasó buena parte de su vida (foto: Archivo Miguel Delibes)

Todo ello se concreta en ese formidable anticipo de la pandemia ambiental que supone Un mundo que agoniza. Considero rotundamente cierta y crucial su demoledora crítica al concepto básico e imperante de progreso y tecnología: “Para nuestra desgracia, el culatazo del progreso no solo empaña la brillantez y eficacia de las conquistas de nuestra era. El progreso comporta una minimización del hombre […]. La tecnocracia no casa con eso de los principios éticos, los bienes de la cultura humanista y la vida de los sentimientos”. De hecho, Delibes sostiene que la natura ha sido inmolada por la tecnología: “Toda pretensión de mudar la naturaleza es asentar en ella el artificio y por tanto desnaturalizarla, hacerla regresar. En la naturaleza apenas cabe el progreso. Todo cuanto sea conservar el medio es progresar, todo lo que signifique alterarlo esencialmente, es retroceder”. Resulta difícil encontrar algo más a contracorriente de la sacralización del progreso consumista. Ese que nuestro autor vincula a la cosificación generalizada, es decir, la antítesis de la vivacidad.

El discurso-libro insiste en la paralela tragedia del sector primario, ese que nos alimenta: “Hemos matado la cultura campesina pero no la hemos sustituido por nada, al menos por nada noble. Al hombre se le amputa el lenguaje y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante”. Contundente, como muy pocos, es el final de este libro tan decisivo: “¡Que paren la Tierra, quiero apearme!”.

«Delibes se rozó a menudo con los paisanos y vislumbró las consecuencias de la demolición de la cultura rural, inseparable de muchos desastres ambientales»

Nada paró, por supuesto, sino más bien al contrario. De hecho, todo arreció y desemboca actualmente en la mayor amenaza conocida, algo que tampoco le dejó indiferente. Muchos años más tarde, nos obsequió junto con su hijo mayor, también Miguel (Delibes de Castro), una obra vertebrada como una conversación entre ambos. A las preocupaciones y los compromisos anteriores se sumaron, en La Tierra herida (2006), las tragedias ambientales más cercanas, especialmente el desastre que va sembrando el clima alterado por el modelo energético dominante.

Habiendo considerado la obra de Miguel Delibes como un magistral prólogo del ecologismo bien entendido, todavía más decisivo resulta este epílogo en el que aflora toda la experiencia de un genial escritor y pensador, junto con la de uno de nuestros mejores biólogos conservacionistas. Si llega un futuro en el que la Vida todavía pueda vivir en este planeta, será de obligado agradecimiento y reconocimiento el decisivo impulso inicial que supusieron (y suponen) la obra y el ejemplo de Miguel Delibes. Gratitud que debe concretarse leyéndolo.


Joaquín Araújo acaba de publicar su último libro, Los árboles te enseñarán a ver el bosque (2020), en la editorial Crítica del Grupo Planeta.

2 Comentarios

  1. Angela de Miguel

    Le sugiero que lea los excelentes prólogos de Javier Pérez-Escohotado a las ediciones de Los Santos inocentes y El hereje, publicadas por Planeta.
    Gracias por su artículo

  2. Pingback: Libros de la semana #4 - Revista Mercurio

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