Daniel Rico (Barcelona, 1969) es profesor de Historia del Arte en la Universidad Autónoma de Barcelona, donde enseña arte medieval y patrimonio cultural, a la par que investiga sobre estas cuestiones y otras como la epigrafía del medievo o la memoria histórica. Sobre esta cuestión ha publicado ¿Quién teme a Francisco Franco? Memoria, patrimonio, democracia (Anagrama, 2024), ensayo en el que, a partir del análisis de los vestigios del franquismo, reflexiona acerca de cómo relacionarnos con el pasado a través de sus monumentos más incómodos.
En su prefacio, que alude a la retirada en 2017 de un retrato del Caudillo en forma de medallón en el Pabellón Real de Salamanca, escribe el autor de estas páginas: «¿Victoria de la ética sobre la estética? Pamplinas. Aquí la estética no pinta nada. Es el triunfo de la Ley de Memoria Histórica sobre la Ley de Patrimonio Histórico, que es como decir la coronación de un nuevo culto civil en detrimento de un viejo culto asimismo civil, pero a propósito de un elemento que concierne a ambos y que clama, en provecho de la cultura democrática, por el mutuo reconocimiento y la serena negociación, cuando no la sabia colaboración».
¿Vivimos en tiempos de iconoclasia?
Vivimos en tiempos de memoria e identitarismo, de modo que sí, son tiempos propicios a la iconoclasia o por lo menos a lo que podríamos llamar iconomaquia o, como dicen los alemanes, Denkmalkampf, a que se produzcan «guerras de monumentos». El culto a la memoria del Holocausto durante el último medio siglo ha provocado una especie de heroización generalizada de la víctima, que ahora se siente con la fuerza y prestigio suficientes para impugnar el culto a los vencedores que encarnan todos los monumentos realizados hasta la fecha (sin excepción, ya que los monumentos vienen a ser la ostentación del poder). En buena medida, estamos viviendo un cambio de paradigma: por primera vez en la historia es casi un deber moral, asumido ya por muchos estados democráticos, dedicar monumentos a los perdedores, mientras que elevárselos a los vencedores está mal visto y, cuando se hace, se hace más por reacción que por convicción. Este es quizá el aspecto más novedoso de lo que está ocurriendo hoy en día en este ámbito. La vandalización y destrucción de estatuas y otras clases de monumentos para reivindicar derechos o denunciar injusticias es una cosa que ha ocurrido siempre. Si acaso, lo distintivo ahora es su enorme e inmediata resonancia a través de las redes sociales y la diversidad de causas por las que se produce, tantas como agravios y tropelías ha habido en la historia de la humanidad.
¿Qué te lleva a escribir Quién teme a Francisco Franco?
Varias razones, aunque la principal es el reduccionismo ideológico con el que se abordan estos asuntos en el debate público y en el que incurre la propia Ley de Memoria Democrática de 2022 respecto a los monumentos de la Guerra Civil y la Dictadura. Los tiempos que vivimos son también de polarización, y la discusión sobre los monumentos que llamamos «incómodos» —todos los que suscitan algún tipo de conflicto social, y cada día son más— está extremadamente ideologizada, hasta el punto de parecerme una discusión a menudo embustera y absolutamente fútil, un diálogo de sordos, por decirlo suavemente, que no aporta nada a nadie y solo sirve para radicalizar al personal. El objetivo del libro es desideologizar el debate y, por ahí, despolarizarlo. La clásica disyuntiva entre la conservación pasiva (el «no hacer nada» o el «dejar las cosas como están» que tantas veces hemos oído defender a la derecha en este país) y la eliminación —y hasta destrucción— de todos los monumentos de una determinada categoría (postura frecuente en la izquierda) es falsa y engañosa. A mí casi me parecen dos formas opuestas de hacer lo mismo: mientras unos esconden el pasado, los otros le dan la espalda o se esconden de él, pero ambos renuncian por igual a encarar las verdades de la historia (por ejemplo, que Franco ganó la guerra, mal que nos pese, verdad que conviene recordar sobre todo para preguntarnos por qué demonios la ganó), a mirarlas de frente y atreverse, como decía Kant, a conocerlas, que es la única forma de digerirlas. Entre ambos extremos hay un mar de alternativas y posibilidades intermedias cuyo conocimiento y puesta en práctica entiendo que repercutiría muy positivamente en beneficio de la democracia y de la convivencia social. Si he escrito este ensayo es sobre todo para invitar al lector a descubrir que existe ese amplio mar de posibilidades, al que yo llamo conservación crítica o admonitoria. Crítica, por contraste con el «no hacer nada» o con esa conservación apática y muda (la que predica VOX) que no sabe o no explica la razón por la que se quiere preservar tal o cual cosa; admonitoria, por contraste con la conservación celebrativa o admirativa, que implica una ratificación de los valores representados por el monumento (o acaso algo peor, la pura indiferencia). La conservación crítica se traduce en una pluralidad de intervenciones en el monumento mayormente orientadas a desautorizarlo, a neutralizar su sentido originario, con el objeto de hacer del espacio público un espacio de reflexión y conocimiento y de fomentar en su seno la controversia adulta y sosegada, como componente esencial que debería ser de toda cultura democrática.
¿Por qué crees que eliminar símbolos del pasado puede convertirse en una forma de negacionismo o falsificación histórica?
Son palabras evidentemente exageradas, en particular la primera. Quien apuesta por dinamitar el Arco de la Victoria, en Madrid, o la cruz de Cuelgamuros no lo hace con el propósito de negar un hecho histórico tan indiscutible y, por desgracia, tan incorregible como la victoria de los sublevados, eso es obvio. Simplemente se niega a que ciertos elementos de su país se la sigan recordando en plena calle. Cosa que me parece de lo más razonable y defendible, pero si nos dedicamos a retirar del espacio público todos los elementos que chocan con nuestros valores o identidad (e insisto en que cada día son más, entre otras cosas porque los monumentos inclusivos y democráticos no existen) lo único que conseguimos es falsear el paisaje monumental de nuestros pueblos y ciudades, cuando su rasgo más distintivo, común en toda Europa (el que atrae a turistas de medio mundo, para entendernos), es precisamente su condición histórica. Es como si nos hiciésemos un lifting con el fin de borrar las marcas y cicatrices de nuestra propia biografía, algo tan ingenuo como pusilánime. En el libro defiendo a capa y espada las virtudes y necesidad de la ciudad histórica, cuya variedad morfológica amplía el campo de nuestra mirada del mismo modo que la pluralidad de la ciudad democrática enriquece el pensamiento crítico.
¿Cómo describes la relación entre memoria, patrimonio y democracia en España?
Si nos la imaginamos como un trinomio, veríamos, por así decirlo, más signos de resta que de suma, cuando podría ser lo contrario y que los tres términos desplegasen sus respectivas cualidades favoreciéndose mutuamente. Tenemos una cultura del patrimonio muy autocomplaciente y una cultura de la memoria de signo descaradamente maniqueísta, defectos que restringen sobremanera la capacidad de ambas culturas para gestionar la pluralidad y complejidad características de las sociedades democráticas contemporáneas.
Defiendes que imponer la memoria histórica no debe primar sobre la preservación del patrimonio. ¿Cómo crees que se puede encontrar un equilibrio entre estos dos enfoques?
La cultura del patrimonio (el culto a los monumentos históricos, que decía Riegl) es mucho más antigua y, por lo tanto, está mucho más arraigada y consolidada en nuestra sociedad que el culto o la cultura de la memoria. Es cierto que la primera adolece de cierta senilidad y tendría que adaptar algunos de sus postulados a los nuevos tiempos (un ejemplo: ¿por qué debemos conservar los monumentos siempre impolutos, sin los ocurrentes grafitis que de cuando en cuando los okupan a modo de denuncia pública?). Pero esto no autoriza a la segunda a atribuirse competencias que corresponden a la primera o en las que por lo menos goza de una autoridad o saber indiscutible, como es la decisión de qué parte del legado de nuestros antepasados debemos conservar y cómo debemos hacerlo, por qué y para qué. Lo inteligente y sensato sería, a mi entender, que la cultura del patrimonio se abriese a la sensibilidad de la memoria (esto puede hacerse, por ejemplo, revisando la Ley de Patrimonio Histórico o actualizando los relatos historiográficos de los museos) y que las leyes y políticas de memoria dejasen el pasado monumental franquista en manos de los expertos en patrimonio (curadores y directores de museos y otros organismos e instituciones afines, conservadores-restauradores, artistas, historiadores y una larga ristra de profesionales y académicos de toda clase).
¿Puedes explicar qué es la «monumentología» y su relevancia en la memoria histórica de España?
Monumentología es un concepto que medio me invento en la primera parte del libro para hacer un poco de pedagogía y evitar que el lector incurra en una confusión característica de nuestro tiempo (aquí y en el extranjero) a causa del presentismo imperante. Me refiero a la que resulta de no saber o no querer distinguir entre dos tipos de monumentos: el conmemorativo y el histórico o, dicho de otra forma, el que está vivo y el que está muerto, o entre valor cultual (ritual) y valor cultural (expositivo). No es lo mismo conservar una catedral para rendirle culto a Dios que para realzar (sea en positivo o en negativo) sus valores histórico y pedagógico, que son valores añadidos, exógenos a la intención original del edificio, y pertenecen al orden laico de la razón y no al confesional de la religión. Una de las cosas que hemos olvidado es que la patrimonialización, museización o historización (no tengo mejores palabras, ya lo siento) de algo que está vivo suele comportar su sentencia de muerte. Cuando metemos un crucifijo en una vitrina lo convertimos en un documento histórico o en una obra de arte; su aura sagrada se pierde a la par que su función religiosa. Cuando contextualizamos una escultura o pintura fascista pasa lo mismo: nos cargamos su valor celebrativo original y lo convertimos en un documento histórico o en lo que sea, en una cosa muy distinta de lo que fue, la que queramos. La patrimonialización (es decir, la promoción de un bien a la categoría de monumento protegido por su interés cultural) es una herramienta de distanciamiento y neutralización muy potente, una especie de certificación de la derrota de la función original del monumento y su renacimiento a una nueva vida democrática. En mi ensayo pongo como ejemplo ese momento fundacional de la cultura conservacionista que fue la Revolución Francesa, cuando un puñado de ilustrados se percató de que lo revolucionario no era tumbar los monumentos recién nacionalizados del Antiguo Régimen, todos intrínsecamente antirrevolucionarios en tanto que dispositivos de dominación de la Corona y la Iglesia, sino compartirlos igualitariamente entre todos los ciudadanos como instrumentos de conocimiento, educación y emancipación. A mis alumnos siempre les digo que, a diferencia del monumento conmemorativo, que no puede ser más que impositivo y excluyente, cuando no antidemocrático, el monumento histórico o, como lo llamamos ahora, patrimonio cultural es una figura sustancialmente democrática, al menos en su sentido ideal. El monumento conmemorativo se hace para la tribu. El monumento histórico es un bien común.
¿Cómo debería gestionarse el legado material y simbólico del franquismo?
Pues exactamente del mismo modo que el que la ley de 2022 propone para los «lugares del terror» (paredones de fusilamiento, centros de detención, campos de concentración, etc.), a saber: catalogarlos, protegerlos y explicarlos. Lo que la ley prescribe para este tipo de lugares, ni siquiera lo contempla para los «lugares de la victoria» (monumentos a los caídos, símbolos e imágenes de exaltación y propaganda del régimen, etc.), cuya improbable conservación está sujeta a que tengan un «valor artístico» indiscutible, algo que ni se espera (en materia de gusto todo es relativo, y difícilmente encontraremos en el arte franquista obras maestras como algunas del ventennio fascista) ni el artístico debería ser el principal criterio para dirimir si se mantiene o no un monumento de este tipo; su principal valor es el histórico y, si acaso, el histórico-artístico. Sin embargo, incurriendo en la mayor de las contradicciones, la ley hace una excepción y salva precisamente el monumento de la victoria más perverso y delirante del franquismo, el Valle de los Caídos, para el que barrunta un completo proyecto de preservación, investigación y difusión que niega todos los demás.
El Valle de los Caídos es un caso emblemático de debate sobre el no-patrimonio. En una entrevista con RTVE, hablas sobre la necesidad de musealizar el Valle de los Caídos. ¿Qué medidas específicas propones para lograr esto?
Es la misma ley la que lo propone. No usa la palabra museo, pero declara al Valle «lugar de memoria democrática», en el sentido de lugar de conocimiento y divulgación. Literalmente, el artículo 54.1 dice que su transformación (la palabra utilizada es «resignificación», que no es de mi agrado) «irá destinada a dar a conocer, a través de planes y mecanismos de investigación y difusión, las circunstancias de su construcción, el periodo histórico en el que se inserta y su significado, con el fin de fortalecer los valores constitucionales y democráticos». Hacerlo es muy complicado y me cuesta creer que este país esté preparado para ello, máxime cuando se dedica a retirar de la calle el resto de los monumentos franquistas. Antes de abordar al más humillante de los edificios de la dictadura, entiendo que deberían ensayarse proyectos parecidos en algunos de sus hermanos menores (el Monumento a los Caídos de Pamplona, pongamos por caso). Como sea, para hacer del Valle un museo de la dictadura franquista se necesitan años, qué digo años, decenios de debate público y participación ciudadana mediante la organización de exposiciones, jornadas y talleres, concursos de ideas, películas, libros, todo un «tsunami cultural», que diría Álvarez Junco. Países mucho más experimentados en la gestión del patrimonio histórico-artístico, como Italia, o en la asimilación de pasados traumáticos, como Alemania, llevan décadas sin resolver qué hacer con algunos de sus conjuntos fascistas más conflictivos (así los italianos con la Casa del Fascio, en Predappio, la ciudad natal de Mussolini y donde está su tumba, o los alemanes con el complejo de Núremburg, especialmente con la tribuna Zeppelin). Pero es que, como sostiene la experta en patrimonio Gabi Dolff Bonekämper, en una sociedad democrática la dilatación sine die de la discusión en torno a un elemento conflictivo sobre el que no hay forma de alcanzar un consenso no tiene por qué interpretarse como un fracaso, más bien lo contrario. Lo apuntaba antes: la controversia es inseparable de la democracia, y los monumentos incómodos tienen lo que esta autora llama un «valor de discordia» que deberíamos aprender a apreciar. Como dice Ian Buruma en El precio de la culpa, «para captar la verdad es preciso que haya conflicto, debate, interpretación y reinterpretación; en pocas palabras, tiene que haber un discurso interminable».
¿Qué ventajas traería musealizar los monumentos franquistas?
A diferencia de un objeto encerrado en un museo, los monumentos se hallan por lo general en el espacio público y uno se los encuentra paseando por la calle. Debidamente contextualizados son una herramienta de oro para hacer lo que los norteamericanos llaman «historia pública», para divulgar la historia fuera de las aulas y las bibliotecas, de un modo informal y accesible a todo el mundo. La retirada del espacio público de un monumento que nos recuerda una injusticia puede ser un instrumento de concienciación muy eficaz, pero cortoplacista y efímero. Para mantener viva la memoria de la injusticia me parece más lógico conservarlo en el espacio público de manera crítica y aprovechar su potencial pedagógico.
¿Cuál es el papel de los monumentos en la construcción de la memoria democrática?
Si pensamos en los monumentos de nueva planta, creados exprofeso en el marco de una política de memoria contemporánea como la que fomenta la ley de 2022, monumentos como —por ejemplo— los que conforman el Parque de Memoria de Sartaguda, en Navarra, está claro que cumplen una función reparadora importante, sobre todo a nivel simbólico, y también una valiosa función política: rescatan del olvido una memoria pisoteada y expresan el compromiso de una comunidad (nacional, regional o del tipo que sea) con la defensa de los derechos humanos y la democracia. En mi libro no hablo de estos monumentos, que tienen un rol esencialmente conmemorativo y a los que, en cierta forma, se les rinde culto en el marco de una religión civil, que es lo que en el fondo es la memoria llamada histórica o democrática. Yo me centro en los monumentos históricos en sentido estricto, heredados de un pasado más o menos lejano con el que no queremos identificarnos, como entiendo que son todos los que enaltecen a Franco y el franquismo (excepto para un puñado de nostálgicos con escasa representación parlamentaria). El papel que deberíamos atribuir a estos monumentos no pertenece al universo de lo simbólico, sino más bien al pedagógico y cognitivo: su función es atestiguar públicamente lo que ha ocurrido en el pasado y obligarnos a encarar nuestra historia, a pensarla y, algo no menos importante, a explicar por qué vale la pena conservar sus vestigios materiales y transmitirlos a las generaciones futuras.
¿Cómo se encuentra el equilibrio entre el derecho a recordar versus el derecho a no ser ofendido?
Cada día tenemos la piel más fina. Baste recordar la expansión en Estados Unidos del concepto de «microagresión» o la proliferación de «espacios seguros» (safe spaces) y de «avisos de contenido sensible» (trigger warning), síntomas preocupantes de una hipersensibilización enfermiza de la sociedad que, para nuestro infortunio, empieza ya a calar en Europa. Los símbolos inofensivos no existen, y entiendo perfectamente que el nieto de republicanos que todavía tiene al abuelo desaparecido le moleste soberanamente que en su país siga habiendo símbolos con el yugo y las flechas en el espacio público e incluso alguna escultura o calle dedicada al general responsable de su muerte. Pero tampoco hay que exagerar. Actualmente España no está saturada, ni mucho menos, de monumentos franquistas, se ha quitado muchísimo (aunque es verdad que más en Cataluña que en Madrid o Castilla). Y yo en ningún momento he defendido que deba conservarse todo. Además, no se tiene en cuenta algo tan obvio como que los monumentos son objetos, cosas inertes, no actos, y que lo que debería afectarnos es lo que hacemos con ellos los seres humanos, no sus imágenes sin vida, y menos aún si esas imágenes se hicieron hace setenta años. ¿Es hoy una imagen de Santiago Matamoros ofensiva? Depende: no, a mi juicio, si se trata de una pieza del siglo XII esculpida en un rincón de la catedral de Santiago de Compostela, y menos aún si a sus pies se ha instalado un panel que explica su historia. Sí me ofendería, en cambio, si se tratase de una obra recién hecha por encargo de un ayuntamiento democrático gallego con el objeto de exponerla de forma permanente en la rotonda de bienvenida al municipio; y en tal caso debería parecernos aún más ofensiva a los espectadores de cultura cristiana que a los musulmanes. No se puede meter todo en el mismo saco: lo viejo y lo nuevo, lo vigente y lo extinto, lo central y lo marginal, los objetos y las personas… A mí me deja perplejo que nuestra Ley de Memoria Democrática, en el artículo 38, sujete indisolublemente la condena de los actos de apología del franquismo a que haya a su vez vejación («descrédito, menosprecio o humillación») de las víctimas, como por otra parte es normal en los países que defienden el derecho de expresión, mientras que para la retirada de los monumentos solo se exija el primer requisito, esto es, que haya enaltecimiento (art. 35). Un tema complejo debe abordarse en su complejidad, evitando mezclar churras con merinas. En 2009, el pueblo soriano de San Leonardo de Yagüe decidió acatar la Ley de Memoria Histórica y desmanteló un monumento escultórico hecho en 1958 en honor del general Yagüe (el «carnicero de Badajoz», recordemos), pero para erigir inmediatamente en su lugar un monolito de nueva factura con el escudo del municipio y un letrero que se limita a rendirle homenaje en calidad de oriundo del lugar («hijo de la villa», se sobrentiende que «ilustre»). A mí me parece más ofensivo levantar este nuevo monumento que conservar el de mediados de siglo debidamente contextualizado, insisto.
¿Qué opinas sobre la Ley de Memoria Democrática de 2022 en comparación con la Ley de Memoria Histórica de 2007?
La de 2007 era tímida, moderada, sobre todo respecto a algunas exigencias básicas, aunque la oposición llegó a tacharla de radical. La de 2022 suple las lagunas más importantes de la anterior, pero peca de omnicomprensiva, dogmatiza en exceso y simplifica la historia en un grado que espanta.
¿Cuáles consideras que son los principales logros y limitaciones de esta nueva ley?
Entre sus principales logros está, sin duda, la repudia y condena explícita del golpe militar y de la dictadura (declaración que no es solo un gesto simbólico, sino el reconocimiento colectivo de que existe una deuda moral para con las víctimas por las injusticias padecidas). También que el Estado asuma la búsqueda y exhumación de los cuerpos desaparecidos, creando entre otras cosas un mapa nacional de fosas y un banco de ADN para identificar a las víctimas. Su mayor limitación quizá sea la carencia de un sólido respaldo parlamentario (en el Senado la ley fue aprobada con 128 votos a favor, 113 en contra y 18 abstenciones). Y su mayor vicio, aparte del lenguaje (pastoso y desaliñado), es su sobrepeso ideológico indisimulado. En los temas que a mí me interesan, yo diría que la ley resuelve bien el problema de los huesos y mal el de las piedras.
¿A qué desafíos se enfrentan actualmente las iniciativas de memoria democrática?
En el mundo occidental empieza a sentirse en general un cansancio de memoria. La trivialización de su sentido reivindicativo original, provocada por lo que suele conocerse como la «industria» de la memoria, lo que Cercas llama memoria «kitsch», es el principal escollo que habría que superar, en España igual que en el resto del mundo, y está difícil, la verdad sea dicha. En Alemania, la memoria histórica se ha ido ritualizando y ensimismando de tal manera, que hoy parece una cosa hueca e inservible, cuando no puro fingimiento. Como explica Traverso es su último libro (Gaza ante la historia), lo que era una religión civil armada en defensa de la democracia empieza a identificarse cada vez más con la defensa de Israel y sus aliados, y la lucha contra el antisionismo entendida como una forma de antisemitismo. En cuanto al caso concreto de España, tenemos el problema añadido de una derecha deshonesta e intransigente que sigue negándose a reconocer lo mínimo, obstaculizando así el avance en cuestiones elementales (las fosas) y retrasando la posibilidad de abordar con seriedad y serenidad temas secundarios o ulteriores (los monumentos). En conjunto, creo que a la memoria democrática se le presenta un futuro más bien crudo. El ascenso generalizado del autoritarismo apunta a eso.
¿Qué significa para ti la justicia en el contexto de la memoria histórica?
En cierto sentido, como explica Reyes Mate siguiendo a Benjamin, memoria y justicia son sinónimos, como también lo son olvido e injusticia: una injusticia cometida en el pasado mantiene su vigencia como mínimo hasta que se le da algún tipo de respuesta, y la primera y más humana respuesta es, justamente, recordar y, por lo tanto, reconocer oficialmente que esa injusticia ha ido cometida.
¿De qué manera pueden las políticas públicas de memoria contribuir a la reparación de las víctimas de la dictadura?
De muchas maneras: mediante compensaciones económicas (reconocimiento de pensiones a mutilados y familiares de fallecidos a consecuencia de la guerra, indemnización de presos políticos, devolución de patrimonios incautados a partidos y sindicatos), reparaciones morales (anulación de sanciones políticas, reincorporación a sus puestos de trabajo de los funcionarios depurados), declaraciones institucionales de condena y desagravio, cambios sustanciales de orden simbólico y conmemorativo (revisión del callejero y del calendario festivo, retirada del espacio público de los monumentos más agresivos de la dictadura —y esto no entra en contradicción con la tesis principal de mi libro—, creación de lugares de memoria), etcétera etcétera. En España se vienen aplicando medidas reparadoras de distinto calado desde el inicio de la Transición (cierto que de forma incompleta y asistemática), aunque la imagen negativa que en los últimos años nos hemos forjado de esta etapa y la necesidad urgente de romper con el eterno aplazamiento de asuntos tan graves como el de las exhumaciones nos lo hayan hecho olvidar. Por resumir en pocas líneas un tema muy complejo y que escapa por entero a mis competencias, digamos que hay dos formas de reparación: las materiales y las simbólicas, y que en España, como observa Álvarez Junco en su clarificador libro Qué hacer con un pasado sucio, en líneas generales nos ha sido más fácil avanzar en las primeras que en las segundas (entre otras cosas porque estas tienen mayor resonancia pública y acaban malbaratándose como armas de confrontación política). Lo que no ha habido en nuestro país es una justicia punitiva, porque así se pactó en la Transición, y mucho me temo que en esta materia ya no hay nada que hacer.
¿Está España lejos de lo conseguido por otros países europeos en la restitución de la memoria?
La situación de cada país es diferente. En términos relativos, España no ha llegado más tarde a la memoria que Alemania, por citar el país europeo cuyo trabajo en este sentido (lo que allí se conoce con la endiablada palabra Vergangenheitsbewältigung) suele considerarse ejemplar y, por lo tanto, susceptible de imitación. Los alemanes no se enfrentaron oficialmente a los crímenes nazis prácticamente hasta los años 70, cuando ya habían trascurrido tres decenios desde la II Guerra Mundial, un tiempo similar al que ha tardado España en embarcarse en el memorialismo desde la muerte de Franco. Si hay algo que deja a España muy por detrás de otros países es, en mi opinión, la incapacidad de las fuerzas políticas de signos opuestos para alcanzar un consenso de mínimos, y me atrevo a vaticinar que tal y como están las cosas, con la constante intensificación de la polarización política, en esto vamos a seguir estancados mucho tiempo.
¿Qué papel crees que debe jugar la educación en la transmisión de la memoria democrática?
El justo. La ley de 2022 dedica un artículo a este asunto (el 44), pero es muy genérico. El problema es que hay dos maneras de hacer memoria «democrática»: una más religiosa, que gravita en torno a los rituales conmemorativos, y otra más secular, centrada en el conocimiento y la concienciación. La primera no debería entrar en la escuela, dado que suele dejarse llevar por las emociones y el maniqueísmo identitario, en detrimento de la razón y el civismo. Solo la segunda me parece útil para transmitir al alumnado una idea correcta de los derechos de verdad, justicia y reparación que la memoria reivindica. Me atrevería a proponer que la memoria democrática se estudie en las escuelas principalmente como un hecho o fenómeno histórico, que en el fondo es lo que es, que se explique a los estudiantes por qué en el último cuarto del siglo XX se produjo el llamado «giro a la memoria» y cuáles son las razones e implicaciones de que la memoria sea hoy la forma hegemónica de relacionarnos con el pasado. A partir de este conocimiento básico de carácter histórico seguro que cada estudiante será capaz de hacerse su propia composición de lugar.
¿Consideras que el sistema educativo español refleja adecuadamente la historia de la Guerra Civil y la Dictadura?
No lo conozco bien. Por lo poco que he leído al respecto, hay un contraste entre lo que prescriben los planes de estudio (la inclusión de la Segunda República, la Guerra Civil, la Dictadura y la Transición en los cursos de historia) y lo que dicen del alumnado las encuestas publicadas por la prensa, según las cuales hay chavales a los que ni siquiera les suena el nombre de Franco. Supongo que la explicación es bien sencilla: el lugar que la historia ocupa en el currículum es ínfimo y la materia a abordar muy vasta. Otra cosa es cómo se enseña esa parte de la historia. La cuestión es sumamente compleja y, por mucho que se analice y discuta hasta el aburrimiento, muy esquiva a las generalizaciones y propuestas normativas. Seguramente, en la explicación —pongamos— de la Guerra Civil las diferencias que existen entre los libros de texto de una u otra editorial o comunidad autónoma son menores que las que están determinadas por las competencias de los profesores o por su orientación política (o la de los centros). Enseñar historia es más complicado aún que hacerla. Por mucho que busquemos la objetividad, la imparcialidad, etc., el pasado está lleno de zonas grises, de matices y ambigüedades, y esta complejidad es difícil de transmitir, sobre todo en el ámbito de la secundaria y el bachillerato, donde las simplificaciones son necesarias o inevitables. Lo ideal sería enseñar a los estudiantes a distanciarse de los hechos estudiados, que es un ejercicio indispensable cuando lo que queremos es comprender de verdad el pasado, sin que eso signifique, no obstante, renunciar por entero a la valoración moral o incluso política de determinados acontecimientos. Creo asimismo que la existencia de una «historia pública» al alcance de los estudiantes a través del cine, la literatura, los museos o los monumentos históricos es un complemento necesario a la enseñanza formal de la historia, que puede suplir sus deficiencias y ayudar a los jóvenes a emanciparse de ese nudo ideológico que a menudo encadena la Escuela al Hogar.
¿Cómo ves el futuro de la memoria democrática en España?
Convaleciente, sin un miserable pedestal en el que apoyarse.
Estupenda entrevista y muy esclarecedora.