Analógica

La balsa de la Medusa: una mirada desde la neurociencia

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

Gente mirando un cuadro. Mucha gente. Cientos de personas en una sala abarrotada. Al fondo del tumulto, una mujer anónima. Impasible. Inmutable ante la muchedumbre. Mirando impertérrita desde su altura. Congelada en el tiempo. Desde hace más de cinco siglos.

Mientras, en el piso de arriba, los vigilantes del museo bostezan aburridos, en su tediosa espera. Pendientes de la aparición de algún visitante despistado. O de algún explorador minucioso buscando su particular santo grial.

Dos mundos ajenos, separados por la sencilla altura que recorren unas angostas escaleras de caracol, de madera antigua, en un pozo profundo que conecta dos vivencias frente al arte. Y nadie entiende muy bien el porqué.

El tumulto se mueve lentamente, como caen los granos de un reloj de arena, abandonan el trofeo adquirido de la mujer inmutable, y caminan perezosos hacia la siguiente sala. A la salida, algunos reparan en los dos inmensos cuadros de su izquierda, uno el doble que el otro.

Y es que la grandeza nos cautiva como seres humanos. Las estructuras de grandes proporciones nos fascinan, lo hemos aprendido a lo largo del lento camino evolutivo; algo de gran tamaño puede ser peligroso, por eso nos sobrecoge. En el caso del arte, al racionalizar una obra de grandes dimensiones, nos damos cuenta de la enorme empresa que supone pintarlo y aún nos asombra más.

El cuadro más grande de los dos produce una terrible angustia, una asfixia incómoda, una claustrofobia incomprensible, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de una escena pintada en medio de la mar abierta. Aun así. Los cuerpos de los náufragos se amontonan sobre una balsa improvisada. Hecha deprisa y corriendo. Construida para escapar de la muerte y condenada a encontrar la muerte, pero una muerte más descarnada, más caníbal, más extrema. La muerte provocada por la naturaleza frente a la muerte a manos de nuestros propios congéneres.

«La balsa de la Medusa» (1818-19), de Jean-Louis Théodore Géricault. / Museo del Louvre

Un joven Jean-Louis André Théodore Géricault pinta deprisa, usa los colores terrosos que caracterizan la oscuridad de su pintura, pero aun así consigue impregnar a su obra de vivacidad, de movimiento, de un dinamismo que nos transporta momentáneamente al epicentro de la locura. Así se lo relata Jean Baptiste Henri Savigny, el cirujano de aquella expedición maldita. Así lo observa con sus propios ojos en el comportamiento de las locas del asilo de la Salpêtrière, o de los alienados de la cárcel-manicomio de Bicêtre. Así lo reflejará más tarde en la serie de las monomanías; en el tétrico decálogo de las locuras de fijación única.

Pero los náufragos nos gritan desesperados, mientras la mar bate brava y peligrosa. Los cuerpos se amontonan a lo ancho de la balsa, formando un fúnebre friso que eterniza el sufrimiento del momento captado por el pintor. Leemos el abanico de sentimientos que el artista encripta, y nuestro ojo recorre una línea en diagonal que se reproduce sin fin, como en un juego infinito: muerte, resignación, desesperación, esperanza; muerte, resignación, desesperación, esperanza; muerte, resignación, desesperación, esperanza… Y esa línea diagonal que nuestro ojo mira, pero que nuestro cerebro ve, es la consecuencia involuntaria de la lectura del cuadro, como si de un texto se tratase, de izquierda a derecha y de abajo a arriba, de las profundidades al cielo prometedor, recorriendo así la sucesión de cuerpos mediante esa mirada oblicua que se repite infinitamente.

El pintor sabe que nuestro cerebro ve primero las pinceladas de colores claros, por lo que las figuras bajo la sombra del mástil, en medio de la oscuridad, pasan inicialmente desapercibidas, hasta que realizamos una lectura más profunda. De nuevo la respuesta es evolutiva: nuestro sistema visual ha priorizado la sensibilidad de algunos colores, como el rojo, el verde y el azul, a través de células especializadas, los conos. También hemos aprendido que para esconderse de un depredador es mejor aprovechar la penumbra de las sombras. Por ello, al concentrar la mayor parte de los valores luminosos en la diagonal de la composición y la mayor parte de los valores oscuros apoyándose en esa línea, Géricault nos ofrece un camino prestablecido para la mirada, y ese trasiego continuo genera una sensación de movimiento, haciendo que el ojo se mueva de un sitio a otro en lugar de centrarse en una zona concreta. Y entonces la balsa se mueve. Las líneas diagonales producen la sensación de movimiento, atrayendo irremisiblemente al espectador al espacio pictórico y controlando su lectura de la composición. Y por eso conforma dos triángulos: mediante los cabos que sujetan el mástil y en la pirámide que forman los cuerpos amontonados.

Además, el pintor esconde con maestría las líneas que nos generan esa ansiedad creciente. No nos ofrece guías de escape. Quiere que suframos lo que sufrieron ellos. Desde la distancia del tiempo y del espacio. Las líneas de fuga permiten respirar; por eso aquí no existen. El pintor podría haber aprovechado las paralelas de la balsa para darnos una salida, pero decide crear esa sensación de asfixia: no hay escape alguno. La línea del horizonte también se parte varias veces, por la ola, por el mástil, por el vigía… Géricault no nos da un momento de tregua. Quiere que suframos con la experiencia, y fruto de estos efectos el ojo del espectador no puede abandonar el espacio pictórico. La ausencia de líneas se convierte en una forma muy poderosa de generar las sensaciones que se vivieron en la experiencia dramática del naufragio.

Y es en los cuerpos donde el maestro imparte una clase de anatomía de hace doscientos años. Los cadáveres, su carne en perpetua descomposición, la fisonomía congelada del horror, el reflejo del terror inmortalizado en sus caras moribundas y sufrientes. Théodore Géricault recorriendo las morgues de los hospitales parisinos, observando las cabezas de los ejecutados en la guillotina, pintando extremidades desmembradas, aplicando su particular método científico a la concepción de su gran obra, al servicio de su monomaníaca obsesión por retratar la locura.

También nos interpela a través de la paleta de colores. La pintura al óleo aplicada con la fuerza de sus pinceladas nos conduce a un estado de ánimo dramático, y los colores poco brillantes nos generan una sensación de tristeza y pesadumbre, por eso predominan los rojos, los ocres, los amarillos… El pintor escoge valores de color mayoritariamente oscuros, lo que hace que la obra sea lúgubre y sombría, y los contrasta con colores casi opuestos, atrayendo así nuestra mirada.

El Argus redentor aparece entonces lejano, minúsculo, improbable. Lo que de verdad ocurre está delante de nuestras narices; el drama humano de la balsa. El pintor desafía la física, transforma dos dimensiones en tres dimensiones, y así consigue la perspectiva de la profundidad, superponiendo los cuerpos, generándonos la sensación de lejanía, el barco al rescate perdido en lontananza: la ilusión óptica de la perspectiva menguante. Pero también nos engaña con la perspectiva de color, a mayor lejanía, colores más tenues, que ayuda disminuyendo los detalles del elemento distante, tal y como ocurre en la vida real, tal y como nuestro cerebro ve las distancias.

Acaba con el juego caprichoso de las franjas horizontales, y nosotros percibimos claramente cómo se separa el cielo del purgatorio, mediante la línea del horizonte marítimo. El infierno está más abajo, en la balsa, donde se adivinan groseramente los círculos dantescos, escondido bajo una línea horizontal casi imperceptible que separa la balsa del fondo marino. Arriba, en el cielo ocre y amarillo, la promesa celestial; el vigía oteando al posible salvador. El bricbarca Argus acude al rescate, no de los condenados a su suerte, sino del oro de la fragata, enviado por la inhumanidad de aquel capitán cobarde y envejecido, el vizconde Hugues Duroy de Chaumareys, quien mientras tanto descansa seguro en sus aposentos en Saint-Louis de Senegal. En medio la franja oceánica, amenazante, recordándonos continuamente la levedad del ser humano, la supremacía de la naturaleza. Y abajo del todo la franja marrón, la de los maderos cosidos de la balsa, la de los cadáveres, la de los gritos y lamentos, la del hedor de la descomposición de la carne; el puro infierno, húmedo y profundo.

Todo eso lo interpreta nuestro cerebro. Cuando miramos una obra de arte y percibimos la belleza, se activan las áreas relacionadas con la felicidad gracias a descargas del neurotransmisor dopamina, que también se activa con recompensas primarias como el sexo, la adicción, el amor romántico y, cómo no, el amor al arte. Este neurotransmisor, junto con otros como la oxitocina, la serotonina y la endorfina, es parte del sistema de recompensa de nuestro cerebro, que nos proporciona sensación de placer. Así que, frente a una obra de arte, nuestro cerebro sufre y goza, a través de una comunicación química íntima entre nuestras neuronas, y de esa forma interpreta que la obra nos maravilla o nos repugna, y todo ello en función de nuestra propia intrahistoria, que acaba por rellenar los intersticios de esa obra de arte con nuestra vivencia. Ver, mirar, no es solo un acto de fijar imágenes como una cámara, nuestro cerebro asimila estas imágenes y las integra con el resto de la información que contiene, con nuestros recuerdos, con nuestras sensaciones. Y, además, la observación del arte, como todo lo que vivimos en nuestra vida, favorece la plasticidad neuronal. Una relación continuada con el mundo del arte produce una reorganización plástica de nuestro córtex frontal, que resulta en una mejora en nuestra creatividad y que incrementa nuestra capacidad para pensar o sentir. Mirar una obra de arte es una experiencia creativa en todos los sentidos y la experiencia creativa es placentera por sí misma. La función principal de nuestro cerebro es adquirir conocimiento del mundo que nos rodea y el arte es una forma especial de conocimiento porque compromete a todos los sentidos, a todo nuestro cerebro, como una orquesta bien afinada.

Y es entonces cuando decidimos continuar. Y nuestra vista se aparta de la mirada del desastre. Y solo entonces volvemos a respirar, y seguimos deambulando por la pinacoteca, y entonces los visitantes de la planta de arriba y de abajo se cruzan, ensimismados. Nadie sabe muy bien por qué no intercambian sus mundos. Los de abajo deben justificar que han visto a la enigmática mujer. Para eso han entrado al museo; para nada más. Los de arriba caminan absortos y cavilantes, tal vez preguntándose por qué unas obras, y no otras, nos emocionan tan profundamente.

 


Javier S. Burgos es doctor en Biología Molecular, ha desarrollado su carrera en el campo de la neurodegeneración y ha sido docente e investigador en universidades y centros de referencia nacionales e internacionales. Es autor de los libros Geografía de la locura (West Indies, 2020) y Diseñando fármacos (Next Door Publishers, 2021).

Un comentario

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