Cuenta la autora de este libro que nunca le habían interesado los bebés, ni tampoco el hecho de la maternidad. Es más, «puede que hasta me repelieran las madres y los bebés como temas de escritura», escribe en la página 19. Y el lector se esperaría después un pero, porque desde el primer momento la autora ha empezado a hablar sobre su propia experiencia como madre de un bebé; una bebé, para ser preciso. Pero si les dijera que este es un libro sobre la maternidad, estaría mintiendo. Porque lo que en todo caso aprovecha es la maternidad como activo literario, como forma de encontrar una voz propia, un estilo de pensamiento y de plasmarlo en palabras. Pequeñas labores (Tránsito, 2023) explora cómo la experiencia de tener descendencia la convierte en «algo más parecido a una escritora (o, como mínimo, cierta clase de escritora)». También, para el momento vital en que se sitúa esta crónica, en alguien que «no escribía nunca nada».
Es obvio que Rivka Galchen (Toronto, 1976) ha escrito mucho antes de este libro. Como periodista, ha colaborado en medios de prestigio literario como The New Yorker, en el que, por cierto, integró su lista de mejores autores menores de 40. Como escritora de ficción, ha publicado un libro de relatos y dos novelas (una de ellas, de próxima aparición en Tránsito), mientras que Pequeñas labores es lo primero que nos llega en español —traducido por Inga Pellisa— de su producción. Y se trata un libro difícilmente clasificable, acaso como una de sus principales fuentes de inspiración; porque también es obvio que Rivka Galchen ha leído mucho. El libro de la almohada de Sei Shōnagon, dama al servicio de la emperatriz Fujiwara no Teishi en el Japón del siglo X, «no es una novela ni es un diario ni son poemas ni son consejos», según Galchen, pero en sus 185 entradas tiene algo de todos esos formatos: anécdotas, reflexiones, enumeraciones, aforismos.
Podemos imaginar la vida en la corte imperial de la era Heian bastante diferente a la nuestra, pero su insólita estrategia de dar forma a lo cotidiano es lo que parece conectar aquella obra clásica con Pequeñas labores. Galchen extrae oro del extrañamiento que le supone percibir cómo ser madre ha cambiado su rutina. No ya en lo que cualquiera puede suponer (tiempo, fundamentalmente: de dormir, de trabajar, de divertirse, de estar sola), que también, sino en actividades que antes hacía sin apenas conciencia de ellas, tan simples e inanes como salir a la calle. Entre salir a la calle con bebé o sin bebé dista un mundo, empezando por la exposición a gestos y comentarios no solicitados, inesperados. Desconocidos que te sonríen a distancia, que te abordan o invaden tu espacio personal como si nada. La autora también es consciente de sus propios juicios y prejuicios, no los evita. En general, y a veces a su pesar, todo lo que no es su bebé le importa menos: «En aquel primer par de meses en casa con la puma, mi entorno se volvió borroso, como en esas fotos desenfocadas a propósito».
La puma es como Galchen llama a su bebé (y la polluela, cuando empieza a desplazarse). Cuenta que ya a las pocas horas de nacer se le asemejó a un animal desconocido con el que se podía «comunicar a un nivel profundo» y con el que poco a poco va estableciendo un lenguaje diferente, instintivo. «Mi vida con la jovencísima humana recuerda a esas comedias románticas en las que dos personas que no hablan el mismo idioma se enamoran aun así», bromea la autora. A menudo sus dilemas en estas páginas son de índole lingüística, se plantea el modo en que expresar lo que siente. También en relación a esa forma primaria de entenderse ambas —o de intuir que se entienden, pues no hay forma clara de saberlo— y sobre el hecho de pasar tantísimas horas junto a la la bebé, nos pregunta: «Si descubrieses que eres capaz de comunicarte con un chimpancé, ¿renunciarías a ello?». Yo no. Aunque he de admitir que a mí me encantan los monos. Y los bebés también.
Permitirán que, como en páginas anteriores, les hable un momentito de mí mismo (no de mi libro, por suerte para ustedes). A mí la experiencia reciente de ser padre me ha traído, entre otras cosas, la capacidad de eliminar ciertos filtros a la hora de comportarme. Llámenlo una pérdida del miedo a hacer el ridículo, lo cual no es necesariamente bueno para el mundo, claro. Yo lo comparo a una sensación que he tenido a veces en los días de resaca: no la de malestar general y dolor de cabeza, sino la de que el cerebro se ha ablandado y uno piensa o dice cosas un poco laxas, un poco tontas, pero que le divierten y hacen que lo demás —la bajona existencial— pase a un segundo plano. Pues bien, a veces ser padre se me parece a eso. Hay quienes hablan de «baby brain» en las madres, refiriéndose a cómo sus cerebritos se reducirían por el mismo hecho de haber parido y prestar todos sus sentidos al bebé; habría que ver el cerebro de quienes parieron el término. En todo caso, si la maternidad cambia la percepción, parece ser en una vertiente casi poética, en cierta agudeza o inspiración que tiene tanto de nueva sensibilidad como de nueva inteligencia. Al menos en el caso de Galchen: «El mundo parecía ridícula, sospechosa, adverbialmente cargado de significado». Sus pensamientos en espiral la llevan a descubrir su yo oculto y, a medida que explora sus contradicciones y su soledad como madre, casi ajena a la conversación con otros adultos, se libera hasta el punto de que no le preocupe descarrilar.
La escritora canadiense describe su flamante condición de ascendiente sin romantización ni magias ni clichés ni cursilerías ni tampoco la fácil desmitificación, sino con hondura y brillantez, como el salto experiencial (al vacío o hacia arriba, da igual) que supone, el terremoto psicológico y el cambio radical de dioptrías que hacen variar ostensiblemente el paisaje. Se pregunta qué ha ocurrido para haberle hecho pasar de golpe a otro estrato geológico en su día a día: «¿Se estrelló un meteorito, el clima cambió bruscamente, entró en erupción una serie de volcanes? Decido que la bebé es como una pequeña catástrofe climática o, con suerte, la redención», escribe Galchen en un pasaje que uno se siente tentado de reproducir en toda su grandiosidad.
Hablando de meteorología, a veces el estilo de este libro recuerda a la autora de Clima, Jenny Offill (a la que, no en vano, se cita en estas páginas), por su mirada irónica y el trasfondo existencialista y político de las encrucijadas que plantea. Galchen incide en el racismo, en la violencia y en sus paradojas. Con Offill comparte, además, la estructura en capítulos breves, algunos de ellos sin mayor desarrollo que una frase o un párrafo, pero contundentes o hilarantes, o ambas cosas. Pequeñas labores tiene mucho de esa acidez concluyente en frases como aquella en la que resume la tiranía de los recién nacidos y la consecuente esclavitud a la que somete a sus sufridos artífices: «La manera en que un bebé, en cochecito, recuerda fugazmente a un gordo potentado, odioso por un momento, tiene algo de premonición. Tanto que podemos llegar a sentir, viendo cómo alza un bebé su mano regordeta, que postrarnos ante ese emperador cualquiera es sin duda lo correcto».
También hay reflexión sobre las inequidades de género, por supuesto, muchas de ellas ni siquiera formuladas de forma explícita, pero evidentes al ojo sensible. Muy reveladores resultan los capítulos en que habla sobre la infancia distorsionada e infrarrepresentada en la literatura —en la que, asegura, hay más perros y abortos que bebés—, sobre escritoras que no tuvieron hijos —muchas de ellas, grandes referentes feministas y literarias— y sobre algunas que los tuvieron y a qué edad empezaron a publicar ellas, frente al mismo dato en escritores. Galchen no sobreexplica sus comentarios, sobre todo porque los hechos tienden a hablar por sí solos de la manera más descarnada. Y siempre los presenta con punzante sorna, como cuando expone: «Entre las madres escritoras de hoy en día, es posible que dos de las más aclamadas sean hombres: Karl Ove Knausgård y, a su estilo, Louis C. K.».
Cuenta Galchen que en su experiencia previa siempre se había relacionado más con hombres, en calidad de amigos o confidentes, y que la maternidad la ha acercado a las mujeres de su entorno, incluso a su madre, a la que tantas veces no había entendido (y a la que, en parte, sigue sin entender; pero, como se ha comentado, la autora no esconde sus incoherencias). Dice que nunca envidió nada de los hombres, no de forma consciente en cualquier caso, pero ahora sí hay algo que le provoca celos: la mera idea, solo en su forma teórica y no como sospecha real, de que su pareja —el padre de la criatura— podría tener una aventura amorosa sin que ella se enterase o siquiera se lo figurase, en el momento en que lo deseara; mientras que ella, no. Lo que pone en evidencia aquí la escritora canadiense es una marcada división por género en la jerarquía y los horarios de cuidado del bebé que no debería sorprender a nadie, pero sí hacernos pensar. Como todo lo que escribe Rivka Galchen en este portentoso libro que, podría decirse, me ha dado la vida.
PEQUEÑAS LABORES Rivka Galchen Traducción de Inga Pellisa CABARET VOLTAIRE (Madrid, 2023) 176 páginas 18€ |
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