Tempus fugit

Artistas del pincel y la política

Tempus fugit: XLIII septimana

26 de octubre de 1608 — Muere Pantoja de la Cruz

Retrato de Felipe III (1606), de Juan Pantoja de la Cruz. Museo del Prado.

Hace unos años se puso de moda incrustar los espejos en la pared del cuarto de baño y rodearlos de azulejos de colorines: siempre me he preguntado qué pasaba si se rompía el espejo, ¿había que romper la pared entera para sacar los trozos y colocar uno nuevo? Sería que sí, supongo.

Parecía una cosa muy moderna, pero no lo era, porque se trataba de una costumbre reinterpretada: el día 13 de marzo de 1604 se produjo un incendio en el Palacio de El Pardo de Madrid que arrasó con muchos objetos, y se llevó por delante una galería de retratos de los reyes de la casa de Austria que, pintados sobre lienzos, estaban incrustados en las paredes y fijados en su perímetro por una capa de estuco.

Los cuadros habían sido pintados por los retratistas reales: Tiziano, Antonio Moro, Sánchez Coello y Sofonisba Anguissola que, a lo largo del siglo XVI, se habían ido dando la vez, o sea, habían ido aprendiendo unos de otros, para retratar a Carlos V, Felipe II y sus respectivas familias, que sumaban un buen número de componentes.

La Sala de los Reyes de El Pardo había sido construida y decorada por mandato de Felipe II y fue su hijo, Felipe III, que era el rey que reinaba cuando ocurrió el incendio, quien encargó la reparación de dicha sala y de los lienzos socarrados a Juan Pantoja de la Cruz, el pintor de corte en aquellos momentos.

A principios del siglo XVII los retratos de corte se podían copiar de precedentes que hubieran pintado otros autores, no era necesario tener el modelo delante. Es más, en ocasiones esos retratos de corte se hacían por partes, quiero decir, se pintaba un traje lujosísimo con joyas y condecoraciones y después se le añadía una cara que podía ser pintada del natural o podía ser tomada de uno hecho por otro pintor y en otro lugar. Y eso hizo Pantoja de la Cruz para cumplir el mandato del rey.

El Museo del Prado tiene muchos recorridos. Además de las grandes obras merece la pena hacer una ruta por los retratos de los personajes de corte menos famosos. Sugiero especialmente el de Isabel Clara Eugenia (hija de Felipe II), que me parece tan bella como su abuela, la emperatriz Isabel de Portugal, y en el que se nota mucho que el vestido va por un lado y la cara por otro.

Muy cerca se encuentra el que Pantoja de la Cruz le hizo a Felipe III en 1606, un par de años antes de la muerte del pintor —ocurrida el 26 de octubre de 1608—, en el que casi todo es artificial: el paisaje, la postura, la vestimenta, etc.

Confiemos en que fuera pelirrojo de verdad y no se tiñera el pelo y el tan cuidado bigote. Se lo ve muy guapo.

26 de octubre de 1951 — Segundo mandato de Winston Churchill

Winston Churchill (1874-1965).

Los británicos se las apañan muy bien para estar siempre en el candelero: si no es porque se les muere la reina, es porque se les descontrolan los parlamentarios, caen los primeros ministros, se le sale la tinta a Charles o les crecen las protestas por haberse apartado de la Unión Europea, esas tierras overseas que les quedan mentalmente tan lejanas. Puede sorprender que un territorio de pequeño tamaño tenga tanto protagonismo en el mundo, pero he ahí el legado histórico que arrastran, tan interesante de conocer, y su firme confianza en que lo suyo tiene interés para el resto del mundo.

Mientras asistimos a la jura del nuevo gobierno italiano ante el que es presidente de la República desde 2015, Sergio Mattarella, del que muy pocas personas conocen su nombre y su existencia, sabemos al dedillo la vida y milagros de Boris Johnson que, regresado del Caribe, ha decidido no batallar con sus compañeros de partido y quizá esperar a las elecciones generales. No quiere dar un resbalón como el que dio su admirado Winston Churchill en su segundo mandato (1951-1955), aunque la situación no es la misma, pues Churchill fue vencedor en los comicios generales celebrados el 26 de octubre de 1951 y Johnson sería elegido solo por sus compañeros de partido para salvar lo que queda de legislatura.

La diferencia es clara: Churchill fue el primer ministro durante la II Guerra Mundial y el que negoció los acuerdos que pusieron fin al conflicto. Sus conciudadanos lo veían como un héroe capaz de vencer a Hitler, al que odiaba, no por conservador (él mismo lo era) sino por imperialista, algo por lo que no transigía porque los verdaderamente superiores eran los ingleses, capaces de crear un imperio global y decidir sobre el destino de pueblos menos evolucionados en su imaginario, faltaría más.

Segundas partes nunca fueron buenas y Churchill se planteó este mandato como una continuidad del anterior sin tener en cuenta que las circunstancias habían cambiado, que la descolonización era un proceso irreversible y que la Guerra Fría le había relegado a la segunda fila tras los EEUU y la URSS. En 1955 hubo de renunciar por problemas personales, socorrido eufemismo que echa una capa que todo lo tapa sobre la cruda realidad.

En el sistema electoral británico los partidos eligen al líder con el que concurrirán a las elecciones, como ocurre en todos los países democráticos, pero, a diferencia de otros, si cae en desgracia, no se convocan nuevas elecciones de inmediato, sino que tienen la oportunidad de continuar en el poder presentando al rey un nuevo candidato que debe tener los avales necesarios dentro de su propia formación. Johnson se reserva mientras los tories se han decantado por Rishi Sunak, de origen indio, que habrá hecho removerse en la tumba a sir Winston.

El parlamento inglés funciona más o menos tal cual desde el siglo XIV. Se reúne en la Sala de los Comunes del palacio de Westminster, en bancadas verdes (el color rojo se reserva para la Cámara de los Lores) a ambos lados del speaker; a la derecha de este se coloca el gobierno de turno y a su izquierda, la oposición. Los bancos corridos permiten la presencia de unos 450 diputados de los 650 que se eligen en estos tiempos, lo que hace que los veamos sentados, a veces apretados, y muchas de ellas de pie. No tienen escaño, ni mesita, ni ordenador, ni esas comodidades que vemos en nuestro Congreso. Si quieren pedir la palabra se ponen de pie y se sientan —parece que estén jugando— y, si el speaker quiere, se la da o no, sin obligación democrática de hacerlo. El primer ministro habla apoyado en una caja que ahora no contiene nada y se sienta como uno más entre los miembros de su gobierno.

Quizá por eso Boris Johnson se atusaba ese pelo imposible, para ser reconocido fácilmente. El nuevo no tendrá ese problema porque se ve a la larga que pertenece a otra casta.

27 de octubre de 1923 — Nacimiento de Roy Lichtenstein

«Oh, Jeff… I Love You, Too… But…» (1964), de Roy Lichtenstein. / Imagen: Gautier Poupeau (CC BY 2.0).

Dice Will Gompertz en su libro ¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno (Taurus, 2013) que para triunfar en el mundo actual solo es necesario tener una buena idea que nadie antes haya tenido. Lo dice en el capítulo que dedica al Pop Art y a los autores norteamericanos que promovieron este estilo totalmente contrario al llamado expresionismo abstracto, el que practicaban Pollock y sus amigos y en el que, muchas veces bajo el influjo de las drogas y el alcohol, expresaban sus quimeras, sentimientos, paranoias, etc., en un lenguaje muy sensorial que podemos calificar de personalísimo y, en ocasiones, ininteligible.

Lo contrario, es decir, lo superficial y despersonalizado, fue promovido por Andy Warhol y The Factory, aunque no sería el único que entrara en esas coordenadas. Roy Lichtenstein, un judío neoyorquino de familia riquísima, nacido el 27 de octubre de 1923, tuvo una idea, hoy considerada genial, para hacerse más rico, más conocido y quedarse con el mercado de un nuevo producto que tuvo mucho éxito en los años 60 del siglo pasado y del que hoy se vale tanto el mundo de la publicidad.

¿Cuál fue esa idea? Fácil: copiar de aquí y de allá, utilizar lo que más le interesaba de los métodos que había aprendido en la carrera de Bellas Artes que cursó, y crear un estilo propio. Algo similar a lo que hicieron los musulmanes cuando empezaron a invadir las tierras vecinas a la muerte del Profeta, es decir, copiar, tomar, recrear y elaborar el modelo particular que es tan reconocible y que les caracteriza.

En los años 60 estaban muy de moda los cómics, vulgo TBOs, que se imprimían con una técnica llamada Ben-Day consistente en aplicar muchos puntos de color puro sobre una superficie blanca, lo que abarataba la impresión, ya que no se empleaban planchas completas. La técnica se había copiado a su vez de Seurat, el puntillista francés que lo hacía con óleo y con la intención de que fuera el ojo el que compusiera la imagen. Como es sabido, los cuadros de Seurat, como los de Signac, solo pueden ser contemplados a una distancia prudencial.

También en esa época se había popularizado mucho el cine, y los carteles con los que se anunciaban las películas se pintaban proyectando una imagen sobre un hule o una tela. El resultado era barato y muy veraz porque solo había que seguir las líneas proyectadas, aunque no era necesario ser un artista para componerlos.

Lichtenstein recortaba, dibujaba y proyectaba las escenas de los tebeos y después las pintaba imitando la técnica de Ben-Day, lo que daba lugar a esos cuadros tan reconocibles que parecen escenas de cómics: planos, sin perspectiva, figurativos y de colores alegres. Solo le hizo falta un buen galerista, Leo Castelli, amigo de la familia, para ser lanzado al estrellato y hacer que otros pintores de su generación, que habían iniciado ese mismo camino, se apartaran inmediatamente, dejándole reinar en ese estilo. Roy se convirtió en el rey.

Sencillos de imitar y de copiar, ante sus cuadros siempre pensamos que cualquiera es capaz de hacer eso, pero el mérito está en haber tenido la idea, en haber sido el primero.

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