La actual crisis del papel no es exactamente la que teníamos en mente. No responde desde luego al síndrome del papel higiénico, como se denomina a esa forma enajenada de autoabastecimiento en tiempos de zozobra. Pero tampoco se vincula a esa creencia unánime de que lo impreso acabará cediendo ante el poder omnímodo de lo digital; bueno, un poquito sí.
Ha empezado siendo una crisis de suministro. «No hay papel. En teoría tenemos que recibir una remesa el lunes, pero no sabemos ni cuánto, ni de qué gramajes, ni a qué precio», esta es la respuesta que recibía a uno de sus pedidos la editorial Desperta Ferro, que a principios de mayo decidió compartir un artículo sobre este asunto en su web, contando con honestidad y detalle el problema que muchos empezábamos a padecer en este sector. Como se explica en ese texto, tras el Año Lector que nos deparó el confinamiento en 2020 y el boom de ventas en 2021, la supervivencia de la letra impresa se ha visto comprometida por la crisis del transporte, el cierre de las papeleras, las huelgas derivadas de la situación y otros factores contextuales. En este escenario, la contracción de la oferta de papel es un problema, pero no lo es menos el aumento exponencial de lo que se ha ido publicando, que demandaba al sistema más madera —literal—. En Mercurio ya abordamos en su día el debate de si se publicaba demasiado, pero esta vez no estoy aquí para recabar diagnósticos, sino para ofrecer una posible solución, ¡ja!
A ver cómo lo digo para que no se me malinterprete. Hay libros, puede que muchos títulos y en grandes cantidades, que jamás debieron imprimirse. Ahora que escasean los recursos para su difusión en formato tradicional, el que nos enamora aquí en Mercurio (aunque haya quien lo pueda considerar amor tóxico), planteo la hipótesis de qué hubiera pasado si hubieran sido desechados a tiempo. Permítanme que reproduzca aquí una parte no demasiado breve del prólogo del irónico ensayo Contra la lectura, de Mikita Brottman: «En este libro expongo dos argumentos básicos. El primero de ellos es que la lectura, en sí misma, no es necesariamente una actividad virtuosa; qué se lee y cómo se lee marcan la diferencia. El segundo es que leer demasiado es, de hecho, algo posible. Es una afección poco frecuente, y no es un problema ni mucho menos tan común como el de no leer nada de nada, la queja que ya estamos aburridos de oír. Del mismo modo que se aconseja a los corredores de fondo que beban mucha agua y se alerta sobre los casos en los que algún atleta ha podido desmayarse a consecuencia de una deshidratación o un sobrecalentamiento, son muy pocas las ocasiones en las que nos enteramos de que alguien, tras haberse tomado muy en serio este consejo, bebe demasiada agua, empieza a encontrarse mal y a vomitar a causa de una sobrehidratación. Pero pasa».
Como es de recibo en una sociedad en la que incluso las grandes empresas tratan de reinventar el capitalismo (emoji sonriente de sudar la gota gorda), en Mercurio estamos por la sostenibilidad y el decrecimiento. Por eso y siendo evidente que nos cuesta horrores escapar a esta rueda de hiperproducción, se entenderá que haya imaginado una utopía en la que ciertos libros no hubieran sido llevados a imprenta, por la salud de nuestro planeta y, de paso, la nuestra: la mental y la otra. Una prequema simbólica de ejemplares, si se quiere, antes de siquiera disponer los pliegos. Al ser de naturaleza intrínsecamente virtual, esta antehoguera se aplicaría también al formato electrónico, porque a buen seguro algún día nos empezará a dar mal olor tanta basura digital acumulada y la famosa nube acabará siendo un nubarrón. En definitiva, sería como si alguien, un editor sensato, le hubiese parado los pies al autor o autora de turno, quien pensaba que estaría aportando grandes beneficios al mundo con sus palabras *.
Brottman tiene más razón que una santa: no toda lectura es buena, ni digna de ser fomentada. No quiero sonar intolerante con la que está cayendo, pero hay libros difícilmente tolerables. Como en las cajetillas de tabaco, en muchos debería figurar la etiqueta Leer mata (tomo aquí prestado el título del reciente ensayo de Luna Miguel), acompañándose la faja de alguna imagen explícita para hacernos una idea de cómo queda el cerebro después de tragarse el veneno de esas páginas. Una recreación que también fuera puro gore, con los sesos ahí ennegrecidos, humeantes del contacto con ciertos párrafos. No crean, estoy familiarizado grosso modo con los riesgos de la censura, soy consciente de que llega un punto en que no se sabe dónde poner el límite. Pero, a diferencia de otros que, como dicen las lindas de Punzadas, andan todo el día denunciando que hoy no puede hablarse de nada, yo creo que hoy se habla demasiado y sobre demasiadas cosas. Hay excedente de mensajes y discursos, de altavoces y de púlpitos; demasiados profetas, como en La vida de Brian.
Quizá no sea tan pionero con mi propuesta. De hecho, ya hay quien ya promulga algo parecido y más efectista, porque la del papel ardiendo siempre es una imagen seductora. En Quemar despues de escribir, Sharon Jones insta a que sus lectores se deshagan de lo que expresen nada más plasmarlo, de forma privada, en el papel. Como antídoto a la sobreexposición narrativa en redes sociales, o como una vía de terapia personal que no salpique con su mierda al resto del mundo. Paradójicamente, este libro de autodescubrimiento se presenta como «el diario creativo que arrasa en TikTok», o sea, cinismo a la máxima potencia: un libro que lo peta recomendando que no publiques eso que tienes en la cabeza; ya lo harán otros por ti y alguien (Jones) se acabará lucrando. Es brillante, si lo piensan: un libro anticoaching que dice ser justo lo contrario.
Mientras expongo mi proyecto, habrá quienes piensen en que me ha alcanzado el efecto Vox y que no sería tan raro que se acabara volviendo al rollo pirómano nazi, aplicado a los libros de cabecera de lo que sus acólitos llaman «ideología de género». Isabel Díaz Ayuso también ha estado tentada de agarrar el lanzallamas pero, como señaló alguien en Twitter, ponerse a leer 180 libros de texto tenía su curro y seguramente le dio perecilla. Sin duda no es la única representante electa con escasas tragaderas para ideas distintas a las propias, pero ¿acaso no son un espejo de nuestra sociedad, de cada uno de nosotros? Hay tantas hogueras mentales posibles como prejuicios, y eso es lo bello de fantasear con una pira preventiva. Así pues, a continuación les ofrezco mi lista (y animo a que elaboren la suya propia) de evil books, libros tan perversos que deberían haberse quedado en la cabeza de quienes los concibieron, sin siquiera ocupar un cuaderno o un archivo .doc.
He obviado aquellos que ya han sido pasto de las llamas en diversos contextos. También los que se han censurado o prohibido por haber dado lugar a efectos sociales indeseados: nada de la Biblia, de Marx o de Hitler. Ni los que suelen aparecer en las listas de volúmenes siniestros o peligrosos: Malleus Maleficarum, El guardián entre el centeno, El coleccionista… la gente que se los tomó al pie de la letra, o mejor dicho, que supo extraer de ellos esa «lección de vida», muy bien no estaba. Claro que eso también podría decirse de los que yo he elegido. Tampoco han entrado en mi lista los libros considerados «malos», como los de Dan Brown o E. L. James, porque ahí entraríamos en una dictadura de la crítica literaria, y eso sí que daría miedo: periodistas a los que siempre se les diera la razón. La distopía que nos faltaba. Ni tampoco incluyo libros literalmente nocivos como Sombras de los muros de la muerte, de Robert M. Kedzie.
Ni que decir tiene que no he leído ni una sola página de estos libros que desrrecomiendo y que desearía nunca se hubieran titulado ni distribuido para su libre consumo. Pero allá van.
Libros que nadie debió engendrar
Resultaba tentador comenzar esta lista con algún ejemplar de literatura (¿?) de autoayuda, así que no he podido resistirme. Bajo el algo nauseabundo título de Cómo ganar amigos e influir en los demás, el norteamericano Dale Carnegie fue responsable en el año 1936 de uno de los primeros superventas de este degenerado género, donde supuestamente aplicó sus conocimientos sobre psicología y conducta humana al marketing; antes había sido comerciante de tocino, jabón y manteca, por lo que sin duda algo sabía sobre nuestra condición. Y un dato delicioso que justifica por sí solo su presencia aquí: Charles Manson dijo haber aprendido de este manual el modo de manipular a mujeres para que asesinaran en su nombre. Eso sí que es un buen entrecomillado para la faja.
Por seguir con la cuestión de las sectas, hay variados ejemplos de libros que han sido tratados como malignos de verdad. The Letter Killeth, de Jim Jones, responde a esa clase de malditismo: apenas 24 páginas sin fechar que emergieron más tarde como testimonio del Templo del Pueblo, y que en realidad son más que nada una reseña negativa de la Biblia, a la que él se refería como «vuestro libro negro». Si este panfleto contribuyó mucho o poco a abonar el terreno para la masacre de Jonestown, nunca lo sabremos, pero algo de razón llevaba el avieso reverendo cuando, citando el libro de los Corintios, aseguraba aquello de que «la letra mata». Si las dejas hacer, ciertas lecturas son mortales.
«Sectarismo» es un término aplicado con frecuencia a la política, y eso me hace pensar en el daño a la vista que hace casi cualquier libro firmado por los que viven de ella; de la política, no de la vista. Si me atengo a la portada más abominable, me quedo con el perrete-colega de Miguel Ángel Revilla en ¿Por qué no nos queremos?. Otro populista campechano con varios libros en el mercado es Donald Trump, claro, del que en España podemos leer Nunca tires la toalla (que en su país se tituló Trump never give up; mucho más fiel al estilo de su autor), con pasajes impagables como este: «Mis contables todavía recuerdan la noche en la que se encontraban en la sala de juntas hasta las tantas en plan somos unos desgraciados, y de repente entré a explicarles todos los nuevos proyectos que tenía en mente […] Estaba de un humor exuberante [sic], y mis descripciones fueron coloridas [!] y rebosantes de optimismo». Pido perdón: se supone que este artículo iba a señalar lo que nunca debió publicarse, y estoy romantizando el contenido de estos libros. Soy como cualquier tuitero diciendo no compartan esto.
También podríamos hablar de libros que leen los políticos, otro subgénero que se las trae. Ahí está Ayn Rand, la escritora fetiche de Trump y de buena parte del imperio startupero de Silicon Valley. De los magnates surgidos de esta cantera tecnoliberal podríamos quedarnos con Crea y divaga. Vida y reflexiones de Jeff Bezos, que ya manda y esclaviza desde su título. Es sabida la tendencia a presumir de lecturas de estos emprendedores metidos a filántropos, como cuando a Elon Musk le preguntan cómo aprendió a construir cohetes y él responde: «Leo libros». Ídolo. Entre los que cita como sus imprescindibles, hay mucha coartada para la inteligencia artificial y la abundancia de pensamiento en el multimillonario, pero ojo, también recomienda lecturas encomiables como Mercaderes de la duda, de Naomi Oreskes y Erik M. Conway.
Y es que el negacionismo del cambio climático, aunque cada vez parezca más pasado de moda, ha tenido sus defensores a ultranza hasta hace nada, empezando por el danés Bjørn Lomborg y su discurso estilo «no es para tanto, chavales», sobre todo en su libro Falsa alarma. Otros desconfiados habrán leído también Vacunas, mentiras y publicidad, de la francesa Sylvie Simon, porque —ya saben— todo es un gran complot de la industria farmacéutica; que ciertamente es deleznable, pero de ahí a señalar que sus tejemanejes provienen de una conspiración… Luego pasa lo que pasa y acaban deteniendo en Málaga a un señor septuagenario que realizaba pintadas con mensajes como «El virus está en la tele». Que igual era otra forma de decir que la apagáramos y leyéramos más. Pero lo dicho: a ver qué leen.
Sobre la salud y los beneficios de la pseudociencia hay muchísimo publicado y todo viene a ser susceptible de denunciarse, pero no nos vayamos a pensar que no tienen sus fieles extremistas, dispuestos a recibir las balas por sus gurúes, a pecho descubierto. Tenemos en este apartado, por ejemplo, el clásico de la homeopatía-mentirijilla Organon del arte de curar, de Samuel Hahnemann, y los ya también clásicos modernos del bulo Dieta Dukan, de Pierre Dukan, y Mis recetas anticáncer, de Odile Fernández, que tanto daño han hecho a quienes necesitan palabras de esperanza; lo único que sería deseable, en estos casos, es que no les saquen el dinero a cambio de desilusión, infelicidad y hasta muerte. Lecturas mortales, ya les digo, tanto o más que el Mein Kampf.
Podría no terminar nunca esta lista de libros que no debían haberse materializado. Pero, por darle un cierre digno, me remontaré a uno de las grandes afecciones del sector editorial en los últimos años: la autoedición. Mola citar a autores como Twain, Whitman, Austen o Sterne para hablar del origen de esta práctica, pero la burbuja actual parte de tiempos mucho más recientes, con el desarrollo de los programas informáticos y las impresoras que la extendieron, la democratizaron. Normal que algunos desconfiemos de la democracia a estas alturas. Pues bien, como culpables-pioneros de esta machacona tendencia pueden señalar a Dan Poynter, autor de The Self-Publishing Manual, o a Orna Ross, Dan Holloway y Debbie Young, quienes aunaron esfuerzos para escribir Opening Up To Indie Authors y convertir en publicable, con un matiz cuqui, cualquier basura.
Otro día, si les parece, hablamos de lo que quienes escribimos en medios de comunicación deberíamos guardarnos para monólogo interior o para nuestras parejas. Aunque ya se lo advierto: si no lo publicamos, se lo van a perder. Y tenemos tanto que decir.
* De ninguna manera, señor escritor: esa mierda suya no va a ser publicada. Entiendo que es la obra de toda una vida, pero ¿es su vida tan enjundiosa como para que influya en millones de personas? No creo que realmente merezca la pena desperdiciar todos los recursos y las fuerzas que una labor así implica, si además lo que luego va a leerse no va a traer nada medianamente positivo. Lo siento, pero no puedo decirle otra cosa. Tire de la tradición oral, transmita su historia de generación en generación. O cuéntela alrededor de una hoguera. Una hoguera que, podría ser, se forme quemando libros deleznables.
Pingback: La monarquía Kardashian - Jot Down Cultural Magazine
No hacían falta los 17 párrafos de este artículo para expresar una idea tan simple y tan falaz; incluso 17 frases habrían sido excesivas. Un buen lector detecta enseguida un mal libro apenas lee medio párrafo. Pero un buen lector se educa a sí mismo leyendo todo tipo de libros, buenos y malos; a discernir se aprende comparando. Por ejemplo, gracias a haber leído algunos artículos muy buenos y otros artículos muy malos, puedo apreciar en éste a un buen escritor que estropea un texto por extenderlo artificialmente más allá de su vida natural. La palabra, directa; los rodeos, para los cowboys… ¡yiiii haaa!