Horas críticas

Libros de la semana #20

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

La radio ante el micrófono. Voz, erotismo y sociedad de masas, de Miguel Álvarez-Fernández (consonni)

La radiodifusión parece estar viviendo una segunda juventud o directamente un renacimiento con la oleada de pódcast que emergen por todas partes, aparte de la pervivencia de las emisoras clásicas y los locutores de ayer y hoy. «Cada vez estamos más cerca de la emisión final: todo el mundo emitiendo, nadie escuchando», escribía hace unos días al respecto el cómico Carlo Padial. En este contexto, la editorial consonni publica, en su colección de crítica cultural Paper, este ensayo surgido a partir de un Radio Show conducido por Miguel Álvarez-Fernández y producido en colaboración con el centro de cultura contemporánea Azkuna Zentroa (antiguo Alhóndiga Bilbao). De ahí surgieron una serie de reflexiones sobre la radio, el arte sonoro, el radio-arte y las emisoras de las instituciones artísticas, las radios libres y, claro está, los pódcast, que se desarrollan aquí. Un provocador estudio que, no sin cierto tono irónico, emparenta la evolución radiofónica con algunos elementos propios de los movimientos fascistas, «que rápidamente detectaron las posibilidades expresivas de este medio e hicieron un clarividente uso de ellas», y en un contexto en el que tanto se teme su resurgimiento. Director y presentador del programa Ars Sonora en Radio Nacional de España desde hace más de una década, Álvarez-Fernández halla el punto justo entre un evidente conocimiento de causa y un interesante anecdotario histórico con el que analiza una serie de obras concebidas ex profeso para el medio dentro del género conocido como radioperformance; en él han brillado a lo largo del último siglo creadores tan diversos y singulares como Walter Ruttmann, Charles Chaplin, Mauricio Kagel, María de Alvear o Anna Raimondo. Para el autor de este libro, es la radio la que habla por nosotros —y no al revés— a través de «su propio rito», erigida en una suerte de inconsciente colectivo que además está de moda, uniendo lo global con lo más personal (una idea muy propia de estos tiempos digitales): «Como una pupila —o cualquier otro tipo de lente— que contempla la vastedad del cosmos, el también convexo diafragma del micrófono capta las inmensidades del mundo exterior y las atenúa hasta hacerlas íntimamente plausibles para el espacio radiofónico». Al mismo tiempo que describe la capacidad de atracción casi física que la radio siempre ha ejercido sobre sus audiencias, hechizadas ante el fenómeno sonoro, Álvarez-Fernández se muestra desconfiado de estas «efímeras manifestaciones de la oralidad». También muy crítico con este medio de persuasión y de seducción nostálgica que tanto ha calado en el mundo contemporáneo: «Sus rituales, tan próximos a la devoción religiosa, nos pueden conducir, fácilmente, a la locura —a menudo bajo la forma del fanatismo—. Pero cuando adopta una apariencia de presunta racionalidad, las consecuencias pueden ser igualmente terribles: la manipulación es inherente al medio», concluye.

 

Berlanga. Vida y cine de un creador irreverente, de Miguel Ángel Villena (Tusquets)

Ganador del XXXIII Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias, este libro atestigua aquella idea de que, si unos extraterrestres de pronto desembarcaran en nuestro planeta y, por lo que sea, quisieran saber cómo o qué es España, la mejor opción sería ponerles una película de Luis García Berlanga (1921-2010). En este año consagrado a su figura por el centenario de su nacimiento, y en el que se acaba de descubrir la herencia de la cuarta entrega de la hasta ahora conocida como Trilogía Nacional, merece la pena acercarse a esta semblanza biográfica y artística dibujada por Miguel Ángel Villena quien, al admitir que nunca conoció al maestro, también deduce que quizá eso le haya permitido acercarse a su gigantesca figura «con más rigor y sin prejuicios». Periodista, historiador y biógrafo de reputada y amplia trayectoria, comparte con Berlanga el espíritu valenciano («entre la acidez y la ternura»), así como que sus abuelos eran de Utiel. Cuenta en el prólogo que allí fue alcalde un tal don Fidel, «mitad cacique y mitad benefactor», que resultaba ser abuelo del cineasta. La anécdota no es baladí, porque probablemente su agudeza se formó en esos ambientes y también allí tomó cuerpo la sensibilidad cinéfila de Villena, quien recuerda cómo le impresionó ver en su día El verdugo. Con bien heredado humor, Villena repasa de dónde surgió el genio, las influencias y los sueños ocultos de este «anarquista burgués y erotómano» de «insobornable independencia». No hay empero hagiografía en estas páginas, ni se esconde por ejemplo su condición de «misógino obsesionado con las mujeres», aunque tampoco otras más positivas como la de «lector voraz». Es este libro una especie de making of de esa gran sátira compasiva que compuso el cineasta, «uno de los mejores caricaturistas de la España del siglo XX», pero no solo, ya que al reflexionar sobre su vigencia el autor resuelve que «las nuevas generaciones tienen que acudir necesariamente a su cine si quieren comprender el país en el que viven». Un diccionario de aquello que encierra el adjetivo berlanguiano: lo crítico y lo humanista, lo grotesco y lo realista. Asistimos a la formación del talento del director que nos regaló a Plácido, a Don Pablo, a Amadeo, a Jaume Canivell o al brigada Castro, entre otros tantos desdichados y geniales personajes, desde su infancia asomada al mostrador del negocio familiar —una exitosa repostería de Valencia— hasta que la memoria —no la histórica ni la cinematográfica, sino la más prosaica— le empezó a fallar, y con ella todo lo demás: «Me jode el dolor, pero todavía me jode más morirme», decía por entonces. Así que hagamos como que nunca se marchó; celebremos su aterrizaje en el mundo (como el de los extraterrestres), un siglo después.

El país de los otros, de Leila Slimani (Cabaret Voltaire)

Se ha alcanzado ya la segunda edición de esta fascinante novela que comienza con una reveladora cita del autor y pensador francés —de origen antillano— Édouard Glissant, creador del concepto de criollización: «Maldición de esa palabra: mestizaje. Escribámosla en caracteres enormes en la página». Un tema de enorme vigencia en el mundo actual, aunque este relato está ambientado en los años que siguieron a la II Guerra Mundial. En aquel conflicto global se encuentran un soldado marroquí del ejército francés y una joven alsaciana, aunque la historia transcurre sobre todo en otra zona de enormes tensiones: la Marruecos de la década que precedió a su independencia en 1956 (han pasado ya 65 años, y ciertas heridas no parecen dispuestas a cerrarse). Ella, inconformista y de ideas progresistas, lo abandona todo para vivir en el país de él, hombre —machista— de su época, y en su medio, una granja rural. Ahí comienza esta crónica de la pobreza y el desamor, de la enfermedad y el miedo, del odio y la exclusión, pero también de la indignación por una miseria intolerable. «Unos seres que viven en paz no deberían sufrir así», piensa Mathilde, mientras de forma paralela la rabia va creciendo en las calles de la ciudad de Meknès. Los otros del título son aquí casi todos los que desfilan por sus páginas: los exiliados y los migrantes, los colonos, los extranjeros, los campesinos y, desde luego, las mujeres: «En ese instante comprendió que era una extranjera, una mujer, una esposa, un ser a merced de los otros». Va aflorando también en la protagonista la conciencia de los peligros de entregarse a un hombre: «Qué razón tienen de desconfiar y de ponernos en guardia, pues lo que escondemos allí, bajo nuestros velos y nuestras enaguas, lo que disimulamos, está lleno de un fuego por el cual podemos traicionar todo y a todos». Mathilde es, en realidad, la abuela de Leila Slimani (Rabat, 1981), quien entrega aquí la primera novela de una trilogía en la que pretende bucear en su historia familiar: primero sus abuelos, después sus padres y finalmente será ella misma. La autora francomarroquí, que tras ganar el Premio Goncourt se ha consolidado en el país galo como una de las voces literarias más potentes de su generación, emplea un estilo tan arrebatado como sutil para una narración perturbadora, social y psicológicamente, sobre esa frontera (geográfica, pero sobre todo de clase) que no puede ser traspasada en un régimen colonial. Su vigorosa escritura compone un impresionante fresco sobre la brutalidad del choque cultural y la búsqueda de la dignidad en medio de la desolación: «Temía que algún día, al envejecer en esta tierra extranjera, no poseyera nada, no hubiese realizado nada en la vida».

¡Qué bello será vivir sin cultura!, de César Antonio Molina (Destino)

Pese al sarcástico y desesperanzado título, este ensayo también tiene que ver con una mínima oportunidad a la que agarrarse, cifrada no mucho más lejos, en su subtítulo: La cultura como antídoto frente a los peligros de la idiotización. En él, aunque la acidez siga siendo la nota dominante, se hace referencia a la cultura que hace las veces de vacuna (una idea que Mercurio usó como eslógan en lo más negro de la pandemia), y en este caso contra un mal o una amenaza más o menos abstracta —la idiotización—, que en sus páginas se concreta en cuestiones como la esclavitud digital, el orgullo analfabeto, el arte como espectáculo, el periodismo sin periodistas, los populismos y la política ficción, las subvenciones, la mala educación o el pésimo ejemplo familiar donde la cultura se entiende como «algo desconocido y extravagante». El periodista, escritor, traductor, docente, gestor cultural y exministro zapaterista César Antonio Molina, que sabe de lo que habla, empieza con una declaración de intenciones: «Yo vivo en el laberinto de calles de mi biblioteca. Rollos, papiros, pergaminos, impresos, e-books, ordenadores, pendrives y cuanto la imaginación humana se invente, la lectura no dejará de crecer pues es la más pura esencia de la libertad». Así pues y en un mundo donde proliferan más aquellos que se consideran autores que quienes se sienten lectores, él se decanta sin dudarlo por lo segundo, siguiendo la actitud de Borges: «Que otros se jacten de las páginas que han escrito; / a mí me enorgullecen las que he leído». Con tono desenfadado y erudito, el libro se halla profusamente ilustrado con ejemplos históricos y notables citas que van de Adorno a Arendt, de Bataille a Bourdieu, de Calasso a Carson, de Durrell a Kristeva, de Lipovetsky a Morin, de Vattimo a Weil. Voces que resuenan como la mejor terapia contra la estulticia, el acomodamiento o el aborregamiento severo: «No todo está perdido, aunque sí hay peligro de perderlo todo. ¿Perder qué? La consolación, la cura, el alivio, el sentido de la existencia. Todo aquello que se inventó la cultura para aminorar y mejorar nuestras angustias (la filosofía, la religión, el amor, el arte, la familia, la comunidad, la arquitectura, etc.) está camino de la defunción, está agonizante». Y sin embargo, como decíamos, este es un libro que monta tanto como desmonta, que se posiciona «en contra de quienes piensan que hemos llegado al fin». Molina aboga, en cambio, por el ejercicio intelectual, la prescripción cultural, el periodismo especializado, el rol de los editores, el sentido común, la esperanza: «Si el siglo XX ha sido, en términos de extensión universal de la misma, el siglo de la alfabetización, el siglo XXI lo será de la lectura y los lectores». Ojalá así suceda, porque eso sí que será bello de ver, y de leer.

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