Crónicas desorbitadas

Autoficciones de Rocío Huertas: elogio del proceso

La cineasta Rocío Huertas en una escena de su nuevo proyecto fílmico, «Mi temido terror». / Foto: Carmen Hinojosa

«Recuerdo las tardes de mi infancia en la cocina, junto a la tetera humeante de mi madre, escuchando sus relatos. Sus palabras atraían a mis sentidos como la flauta a la serpiente de la cesta. Las historias eran innumerables: cuando su padre se fue a la guerra en un camión que iba por los pueblos reclutando a hombres, muchas veces casi niños —como era el caso de mi abuelo Antonio— que no sabían ni de qué bando lucharían; o cómo el novio de mi tía abuela Rosalía murió y ella pasó el resto de su vida liándole los cigarrillos del día siguiente, como solía hacer cuando pelaba la pava con él». Son fragmentos de un emotivo cuento que la cineasta Rocío Huertas (Sevilla, 1973) escribió en el año 2014. Un momento crítico dentro de su amplia trayectoria, en el que se unieron el hermoso nacimiento de su hija Daniela y el infortunio de perder la financiación para la película que llevaba años preparando, un largometraje de ficción experimental respaldado por una productora que la crisis económica se había llevado por delante. Un impasse donde afloraban el vértigo y la zozobra, sus miedos personales, en los que de pronto entrevió una filiación. Pero antes de entrar en esa otra historia, permita el lector que realicemos un largo flashback de una década.

Es 2004 y vemos a Huertas sentada, escribiendo una sinopsis de El cuento de las cosas importantes. Va a ser su primer proyecto de larga duración tras firmar varios cortometrajes muy premiados, proyectados en importantes festivales como Sitges, Texas, San Petersburgo, La Habana o Amsterdam, y donde ha colaborado con destacados creadores coetáneos como el cineasta Alberto Rodríguez o el músico Julio de la Rosa. Del mismo modo, para trabajar en el guion de su largo la directora sevillana se ha apoyado en grandes del cine como el húngaro Jiří Menzel —Oscar por Trenes rigurosamente vigilados—, la británica Clare Downs —analista de libretos como Blade Runner o Érase una vez en América— y el ganador de dos goyas Rafael Cobos. Tras un largo periplo de reescritura, talleres, presencia en mercados audiovisuales y pitchings (sesiones exprés de venta del proyecto), llega a una séptima versión del guion que le convence. A partir del interés de una productora alemana, el Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales le concede una ayuda en régimen de coproducción internacional. Poco después, la compañía abandona por falta de fondos y la película se cancela. Fin de la historia. O no.

La actriz Ingrid García-Jonsson, en el espectáculo «Mamá, ¿cómo se quita el miedo?». / Foto: Carmen Hinojosa

Corte a 2021. En estos días, Huertas prepara su nuevo proyecto de largometraje documental, que se titulará Mi temido terror. Como si se tratara de un fascinante grand guignol, aspira a reunir los miedos de madres, abuelas y hermanas de sus colegas artistas con quienes ha trabajado a lo largo de los años, exhibiéndolos en un singular teatro de objetos a través de primitivos recursos visuales y plásticos que incluyen animación tradicional —su gran especialidad—, maquetas, proyecciones, esculturas, bordados, siluetas, plastilina, discos de vinilo y cintas de casete… La artista plástica sueca Anna Jonsson, así como las creadoras húngaras Reka David (guionista) y Csilla Szabó (fotógrafa), ya se han incorporado a este work in progress que parte de historias familiares para sacar a la luz el relato político de cierto temor compartido: miedo a que las sociedades involucionen hacia modos cada vez más antidemocráticos, donde no hay sitio para las disidencias de ningún tipo; tampoco artísticas. «Sentía la necesidad de generar estrategias para combatir el miedo», explica Huertas. Como otros proyectos suyos, este contiene una reflexión sobre la amenaza del poder, abarca varias disciplinas y está muy vivo. No en vano, hace solo unas semanas se ofreció un adelanto de su primera fase: la producción del espectáculo escénico de objetos y artes vivas Mamá, ¿cómo se quita el miedo?, que la cineasta sevillana emprendió junto a la citada Jonsson. Una pieza que nace en el cuento que escribió en 2014.

Poco después de aquello empezó a grabar a su madre, Lola Segovia, y a hacer animaciones sobre esos relatos; clips de vídeo recuperados para este montaje que decidió abordar durante el confinamiento: «Un día le dije a Anna que por qué no juntábamos los miedos de nuestras familias y los contábamos». Como ella, la mayor de las Jonsson lleva décadas dedicada a las artes plásticas, escénicas y audiovisuales. Su hija Greta, bailarina del dúo Hermanas Gestring y versátil performer, entró a participar en el proyecto, escribiendo el guion y actuando. También se sumaron su hermana —real—, la actriz Ingrid García-Jonsson, y la pequeña Daniela Huertas. Todo quedaba en familia. «Veíamos que había una especie de herencia en esos miedos, algo que se transmitía y que queríamos investigar». Atención a ese último verbo; es clave en la carrera reciente de Huertas y en este proyecto. El avance que difundieron es el relato en streaming de lo que ocurrió en su preestreno para un público reducido («fue conmovedor, mucha gente salió llorando a mares»), y que quisieron abrir al público virtual casi como una consulta ciudadana para probar la dramaturgia. Y aunque ya hay una meta clara en el horizonte, su estreno teatral en 2022, este proceso le ha otorgado inspiración para el futuro documental: Mi temido terror. Junto a la ya comentada etapa de conversaciones con otras creadoras, el proyecto contempla una tercera fase que implica a un artista con el que Huertas coincidió, hace más de dos décadas, en la legendaria academia de artes escénicas DAMU de Praga. «Uno de los motivos por los que quería que el proyecto fuese colectivo, después del aislamiento que nos trajo la pandemia, era el de retomar y hasta forzar la conexión y las alianzas con otros artistas».

Teatro de objetos y artes vivas, mimbres de los que parte el montaje «Mamá, ¿cómo se quita el miedo?». / Foto: Carmen Hinojosa

Las cosas para ella han virado de la frustración de no poder llevar a cabo su largometraje a un cuento bien distinto. Solo hace falta ver —fundamental— si esta nueva aventura es viable económicamente. «Gracias a la covid, me lo he montado de una manera en la que puedo estar trabajando más tiempo en el proyecto», dice la directora. En 2020 obtuvo una ayuda de la Junta de Andalucía (de hecho, fue el proyecto con mayor puntuación de todos los presentados) que le está permitiendo el desarrollo de la primera fase y hará posible su estreno teatral durante el año que viene. «La realidad es que yo llevaba años produciendo material que podré usar en el proyecto. Es decir que, sin todo ese periodo tan largo de reflexión y de trabajo, no hubiese sido posible hacerlo de la manera en que está resultando, tan currado». Pero la financiación pública que ha logrado no deja de ser un condicionante: «Las ayudas a artes escénicas, como las del cine, se centran en crear industria cultural y empleo, pero el espectáculo debe estar resuelto en un año. Claro, según esta lógica de mercado tendríamos que estar ya vendiéndolo, pero nosotras nos lo queremos tomar con calma». A fin de cuentas cómo se trabaja es, bien lo sabe ella, cómo se vive; de qué manera se posiciona la artista ante las demandas de la sociedad y frente a las exigencias de un mercado implacable.

Prisa mata la no ficción

«Incluso con los escasos medios que hay, sigo haciendo mis estratagemas para disponer de más tiempo en el proceso creativo, pero ¿qué pasa? Pues que esto no es muy rentable, tienes que buscarte otras cosas para sobrevivir mientras, porque así es imposible generar industria o empleo real. Pero es que no hay otra manera de hacer este tipo de trabajos, y eso es lo que reivindicamos en la Mesa». Rocío Huertas hace referencia a la Mesa del Documental Andaluz, plataforma de reciente creación formada por un grupo de cineastas de esta región especializados en eso que se ha dado en llamar no ficción. Su fin básico es mejorar las condiciones de producción para este gremio, a partir de un exhaustivo análisis crítico (resumido en un documento de diez puntos que han hecho público) y de la declaración del estado de «especial vulnerabilidad» de este género, especialmente desde que se crearan las industrias culturales. Los documentales creativos no solo necesitan de procesos continuos de reflexión, sostienen; en gran medida son un proceso de reflexión, que por fuerza ha de evolucionar junto al material vivo del que emanan.

La Mesa del Documental Andaluz comenzó a reunirse, de forma virtual, en plena pandemia.

«Muchos de estos proyectos tienen diez años de antigüedad, son investigaciones muy concienzudas», comenta Huertas. «Y este, pues igual. No sé cuánto va a durar, pero ya lleva unos cuantos en marcha. Existe esa necesidad de tiempos más amplios para construir un lenguaje propio y personal, y para llegar a ciertas conclusiones, tanto estéticas como de contenido o pensamiento». La Mesa del Documental Andaluz no pretende constituirse como un foro excluyente, sino todo lo contrario. Desde su origen, se han adherido profesionales de todos los géneros y campos del audiovisual, ya que la diversidad de contenidos y de miradas es una de las premisas de la Mesa: «Parece que solo se valoren los proyectos que tratan sobre la identidad andaluza. Es una cuestión importante, pero hay muchos otros temas que se dejan de lado y que también hablan de nuestra cultura, aunque no sea desde el punto de vista exclusivo de la divulgación. Como lo que hace Alejandro Salgado en Barzaj; también eso es una reflexión sobre la cultura andaluza».

Se refiere Huertas esta vez a un documental —ganador del Festival Alcances 2020— sobre un grupo de niños que huye de Marruecos y se refugia en las calles de Melilla para alcanzar Europa. Estrenado en 2019, su temática no hace sino ganar actualidad con el tiempo. Y tiempo es lo que requieren este tipo de historias. «Son proyectos que te obligan a una implicación casi vital y que, a la vez, te exigen sumergirte en mundos desconocidos», explica Salgado. Sobre todo cuando abordan temas que se escapan de nuestro día día a día, o lo hacen desde un punto de vista diferente: «Necesitas a alguien que te lleve de la mano, necesitas vivir esa otra realidad, compartirla con sus protagonistas… Creo que para hacer algo relativamente honesto, se requiere tiempo. Estos proyectos se cuecen a fuego lento, las relaciones humanas se van afianzando con el paso de los días y con la implicación que el otro observa en ti». Es ahí donde se sitúa una reivindicación esencial de la Mesa del Documental Andaluz: las ayudas al desarrollo de proyectos. «Si no cuentas con ese apoyo, tienes que trabajar desde la nada, convivir con otro tipo de trabajos y sacar tiempo de donde no lo hay para plantear tu investigación o tu tesis, los mimbres con los que quieres construir tu historia. No parece un modo profesional de encararlo, la verdad, y más si vemos la repercusión sociocultural de estas obras».

Alejandro Salgado y Rocío Huertas, en una visita reciente al programa «El séptimo vicio» para hablar de la Mesa del Documental Andaluz.

Salgado evoca dos momentos que fueron decisivos en la formación de este colectivo. Uno de ellos, a priori más personal, está conectado a su asistencia en 2019 a una charla que organizaba DOCMA (Asociación de cine documental en España) sobre la prestigiosa productora de no ficción El Viaje Films: «Me motivó mucho oír de boca de Jose Alayón que en Canarias hace unos años era muy difícil levantar una película en estas condiciones, pero que ellos se habían organizado, peleando y dialogando con la administración para conseguir unos mínimos. Pensé que aquí teníamos que hacer algo parecido, porque si no nadie lo iba a hacer por nosotros». Un año más tarde, el pasado mes de octubre, el Festival de Nuevo Cine Andaluz de Casares encargó al cineasta y fotógrafo Manu Trillo que organizara una mesa —online, como todo por aquel entonces— sobre documental en la región: llamó a Mariano Agudo, Mercedes Moncada y Alejandro Salgado. En ese momento surge un grupo estable para «charlar y unirse en torno a las dificultades de este tipo de producción, que es bastante peculiar o al menos no encaja en el traje del cine industrial».

A ellos se sumarían otra decena de profesionales del cine (Alejandro Alvarado, Jesús Armesto, Concha Barquero, Lorenzo Benítez, Mer Cantero, Nócem Collado, Irene Hens, Antonio Lobo, Miguel Paredes y Miguel Ángel Rosales) que han consolidado el equipo motor de la Mesa del Documental Andaluz. Además de servir de espacio de encuentro para un área de la creación audiovisual a menudo aislada, han concretado sus aspiraciones en una serie de propuestas de modificación en las bases de las ayudas que publica la Junta de Andalucía para el sector cinematográfico. De momento la respuesta a su presentación de estas medidas bien argumentadas, específicas y viables, no ha sido la más esperanzadora. La Agencia Andaluza de Instituciones Culturales publicaba hace unos días la nueva convocatoria y prácticamente nada ha cambiado, «e incluso ha podido ir a peor», nos dicen desde la Mesa, al introducir un formulario con preguntas muy poco relevantes. Lo que demuestra, por encima de cualquier otra cosa, que hay mucho trabajo por hacer y mucho por cambiar, empezando por una interlocución y una transparencia que no existen a día de hoy. Pero es algo, nos dicen, que no solo afecta al documental, sino al conjunto del cine no industrial en Andalucía. «Para entrar en ese circuito necesitas un plan de negocio con una serie de productos cuantificados y finiquitados en un año, metidos en una vía de distribución cerrada y empaquetada. Muchas veces ni siquiera queremos hacerlo en ese tiempo, porque no llegaríamos a ninguna conclusión digna sobre los temas que nos interesan».

Hacer pedagogía sobre la no ficción es uno de los objetivos de la Mesa del Documental Andaluz.

En realidad, la Mesa del Documental Andaluz no pretende ir contra ningún tipo de cine, sino que todos quepan. Por eso se está conversando con espacios y eventos para llevar a cabo una labor de pedagogía, desde festivales de cine a las propias aulas. «Creo que el público no tiene una idea clara de todo lo que cabe en el saco de la etiqueta documental, que es gigantesco. Al final solo se trata de nutrirte de la realidad para contar una historia», comenta Salgado. Un ejemplo paradigmático para los miembros de este colectivo es la película Lo que arde, de Oliver Laxe, que se mueve en el límite entre la ficción y el documental. «Hay que sugerir y hay que seducir al público, creando referentes potentes y que se salgan del bombardeo de contenidos al que estamos sometidos. Esas obras necesitan un espacio y un tiempo propios que van más allá también del consumo rápido, y tienen un poder, me atrevería a imaginar, transformador». Para Huertas, la posibilidad de desarrollar procesos amplios y reflexivos en la creación ha de ir de la mano de una forma distinta de aproximarse a la obra audiovisual como espectadores: «Este tipo de proyectos cinematográficos van a otro ritmo distinto al de Netflix y las actuales plataformas, donde se consume mucho audiovisual y muy rápido, y que de algún modo es el relato del poder. La nuestra es otra filosofía: la de dar voz a personas e historias poco visibilizadas y con una forma que no solo acompaña, sino suma, a la narración de aquello que se investiga».

Collages para recomponer mundos rotos

«2 años sin Agnès Varda», rezaba la primera publicación en redes sociales de la Mesa del Documental Andaluz, el pasado 29 de marzo. La mítica cineasta francesa fue pionera de la no ficción y de las intersecciones entre narración y tiempo, realidad social y subjetividad explícita; una mirada libérrima e inconformista de la que desciende el trabajo de Rocío Huertas. En el último film de la directora española, La Alameda 2018 (2020), se incluyen dos fragmentos muy pertinentes de una entrevista con Varda rodada por Ana Rosa Diego y Mercedes del Río —que cedieron el material a Huertas—, aprovechando una visita suya a Sevilla en el año 2012 y un encuentro con el público en las calles de este emblemático barrio. En uno de ellos, la responsable de películas eternas como Cleo de 5 a 7 (1961) o Los espigadores y la espigadora (2000), que estuvo haciendo cine hasta su muerte a los 90 años, se pregunta cómo es posible que siempre le haya costado tantos sacrificios conseguir dinero para financiar sus películas —incluso estando su carrera consolidada tras más de cuatro décadas— y por qué, ante esa situación, se vio obligada a convertirse en su propia productora. Lo cuenta, como en buena parte de su obra, con sencillez, naturalidad y humor.

La cineasta Agnès Varda (a la izquierda), en un momento del film «La Alameda 2018», de Rocío Huertas.

En el otro fragmento incluido en el documental explica, ante una pregunta de Huertas, por qué no le interesa ya realizar películas de ficción: «Me encanta hacer estos collages, porque encuentro que la vida contemporánea nos llega como en pequeñas piezas de un puzle: pones la tele, al poco te das cuenta de que se te han quemado las patatas, luego te pones a leer el periódico, luego llega tu marido y tus hijos gritando, poco después ya no tienes marido y lloras, luego llegan tus vecinos para que les ayudes con la mudanza, luego ves una película y vuelves a llorar… Pienso que nuestra vida está hecha así, de impresiones que se superponen a lo largo de todo el día. Y creo que este formato da mejor cuenta de cómo veo la vida ahora». Huertas rememora que, cuando su película se estrenó en el Festival de Sevilla el pasado mes de noviembre, su amigo Pablo Peña (músico del grupo Pony Bravo) le dijo: «Pero esto no es una película sobre la Alameda… ¡en un documental sobre la Alameda no sale Agnès Varda!». Y tenía razón. Porque en realidad La Alameda 2018, cuyas historias se tejen en torno a este barrio en el que Huertas creció y que es fuente de la cultura subterránea de la ciudad hispalense, de lo que acaba hablando es de exclusión social y de la memoria personal y colectiva. Más universal, imposible.

La historia de la Alameda de Hércules, marcada durante décadas por la prostitución y la droga, y luego por la especulación inmobiliaria, no es sino un pretexto para indagar en estos asuntos a través de los testimonios de característicos personajes asociados al barrio, que Huertas entreteje con sus recuerdos personales plasmados en collages animados. «Realmente era una excusa para hablar de todo lo que tiene que ver con la violencia económica ejercida sobre una parte de la población; y que puede deberse a las diferencias de clase, pero también a cuestiones culturales». Se trató, una vez más, de un largo y complejo proceso de producción que le llevaría años y que ha desembocado en esta obra de insólito enfoque entre la antropología, la sociología y el urbanismo emocional. Su acercamiento dista mucho del reportaje y se basa más bien en la curiosidad, el afecto y la total empatía hacia sus protagonistas: Huertas no pretende figurar, sino posicionarse en pantalla al lado de quienes resisten al estigma que les acompaña, reconstruyendo unas vivencias (piezas del puzle) que, como las suyas propias, cimentaron un cierto sentido de lo comunitario. Arropado, una vez más, por la sensible música de Jordi Gil, emerge aquí en plenitud su particular arte: el de conectar relatos y discursos, tirar de hilos varios para hallarnos al otro lado, conmovidos y alentados por esa presencia suya y de su cámara, que escucha como pocas lo hacen. De ahí obtiene una rara sabiduría sobre esta materia difícil de modelar que es la existencia en sociedad.

Una escena de la película de autoficción «La Alameda 2018».

Pese a las complicaciones que ha supuesto su estreno en plena pandemia, La Alameda 2018 ha continuado viajando en los últimos meses por festivales y certámenes internacionales, como la GBiennale de Melbourne (gran acontecimiento artístico y pluridisciplinar en Australia) o el Best Istanbul Film Festival, donde ha sido premiada como mejor documental. Y no obstante, cuando llegó a las salas, su esencia ya las rebosaba. Con el proyecto expositivo El otro cuento, Huertas quiso componer, en paralelo a la difusión de su película, un itinerario por la escenografía real de las historias narradas, de la mano directa de quienes las compartieron: vecinos-guías expertos de la zona como, entre otros, Luis Moisés Heredia Maya, autóctono y hoy desplazado por el proceso gentrificador; Deborah Santa Cruz de la Jara, transexual y dueña de uno de los escasos prostíbulos que quedan en el barrio; o la antropóloga Rosa María Martinez Moreno, testigo en primera línea de los estragos que la heroína causó hace unas décadas. Algo que también contó en su excepcional Canijo (El Rancho Editorial, 2013) el escritor Fernando Mansilla, quien también aparece en el film antes de dejar huérfana esa particular lírica alamedera de lo underground con su muerte en 2019.

Este paseo concebido como contenido extra del documental, suerte de exploración antihistórica o psicogeográfica —siguiendo la definición de Guy Debord— del terreno, tiene en su origen la propia naturaleza desbordada de los proyectos de Huertas, que además de cine ha hecho dibujo, artes escénicas y digitales, escenografía, docencia y música punk con la reputada banda local Las Janes (y ahora en el proyecto Las Tru). Su versatilidad parece responder a ese afán por abrazar y entender todo aquello que constituye nuestra experiencia, empezando por sus propias relaciones con el mundo que la rodea y sus descubrimientos más íntimos y sin embargo reveladores del engranaje social. En el arte cinematográfico, esa creatividad parece haber encontrado su horma en la autoficción que, más allá de ser una de esas etiquetas que proliferan hoy día entre tanto producto cultural, define su capacidad de identificarse con quien narra la historia, sin esconderse, y al mismo tiempo saberse parte de un relato que tiene mucho de construcción. Algo muy parecido a la memoria, al fin y al cabo. «Mi actividad diaria actual es consecuencia directa de estas tardes de tetera y cigarrillo», escribía en aquel cuento de 2014 con el que comenzaba este artículo.

Rocío Huertas (derecha) junto a Deborah Santa Cruz, en un paseo de «El otro cuento».

De ahí, de las narraciones de su madre, heredó Huertas los modos y saberes de la narración oral. «Esta habilidad adquirida en mi infancia me ha llevado a poner atención sobre otras historias y a la vez contarlas», explica. También reside en ellas el miedo a enfrentarse a según qué cuestiones, a según qué relatos, que es justamente el tema de su último proyecto, Mi temido terror. «Yo a Daniela [su hija] no le cuento ni el cuento de los siete cabritos, por no hablar de otros también terroríficos, además de sexistas, como Cenicienta o La bella durmiente, aunque no veo negativo haber pasado mi infancia escuchando estos cuentos reales de terror». Una dura infancia, cuenta la directora en aquel texto, le dio a su madre una excepcional resiliencia para afrontar situaciones límite, y quizá ese magnífico legado se halla detrás de su obsesión por registrar los recuerdos y por disponer del tiempo necesario para hacerlo, para contarse ella misma y contar a los demás: «Ese poder me fue transmitido a través de sus cuentos y me ha enseñado a no juzgar la vida, sino a esperar de los acontecimientos sus enseñanzas». La espera, casi siempre, merece la pena.

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