A priori, un libro dedicado a recopilar fotografías antiguas que han sido coloreadas no resultaría muy estimulante para muchos lectores, o al menos eso creo. Uno piensa, quizá de forma inevitable, en los efectos del color impuesto a algunos clásicos del cine desde que a mediados de los 80 Ted Turner, pez gordo de la comunicación, empezara a emplear una por entonces novedosa tecnología digital para venderlos en formato de vídeo y televisión. La cosa es que funcionó. Incluso en España, en 1989, un ciclo de películas coloreadas en Televisión Española fue bendecido por la audiencia. Por supuesto, la iconoclasta y probablemente hortera tendencia tuvo toneladas de detractores en todo el mundo, empezando por la meca del cine y por directores que iban de un viejo mito como Frank Capra a una joven estrella como George Lucas. Pero nada de ello tiene mucho que ver, en realidad, con el libro El color del tiempo. Una historia visual del mundo, 1850-1960 (Desperta Ferro Ediciones, 2021), que acaba de publicarse en nuestro país. Salvo que nos sirviera para ser conscientes de que en las artes visuales, paradójicamente, no todo es lo que parece. O quizá es justamente eso.
La decisión de aplicar un complejo y diestro proceso de coloreado y restauración a doscientas imágenes correspondientes a ese siglo y pico de historia contemporánea, coincidiendo con los orígenes del mundo moderno y unas décadas cruciales en la historia universal que han moldeado nuestro presente, ha de entenderse aquí como algo más que una frívola operación estética o un capricho superficial para hacerlas más digeribles a la mirada del siglo XXI. Una reseña de esta obra en el diario The Times señalaba que lo artificial, en realidad, bien podría ser el blanco y negro, dado que el mundo real en que fueron realizadas estas fotografías tenía todos los colores del de hoy (si no más). Señala uno de sus coautores —me reservaré citar sus nombres hasta más adelante— que, al observarlas hoy dotadas de esos tonos originales, «el efecto distanciador de una imagen histórica en blanco y negro se derrumba repentinamente; es como atravesar una pared de un puñetazo». Una imagen de lo más gráfica, valga la redundancia, para expresar la fuerza de este libro cuando se mira bien, con el suficiente detenimiento.
El subtítulo original, A new History of the world, da mejor cuenta quizá de este aspecto que de partida puede no resultar tan evidente: la que aquí se ha acometido es una reformulación o revisitación de la historia, pero no desde la interpretación de los hechos, algo mucho más habitual, sino desde la interpretación puramente visual de las imágenes. Aquellas fotos icónicas, aun cuando en algunos casos fueron «cuidadosamente orquestadas», ocurrieron de verdad y afectaron a personas de carne y hueso, en lugares preciosos u horribles, pero que no tienen que ver con una estampa inane ni para nada lejana o irreal. En este sentido, la iniciativa también ayuda a apreciar el arte fotográfico sin esa suerte de pátina de seriedad o calidad que se atribuye a la escala de grises, demostrando que el color puede ser igual de riguroso. En estas imágenes coloreadas cobran más fuerza los gestos, duelen más los muertos y las heridas, fascinan más los atuendos y los rasgos culturales propios de cada lugar o época, importan más las vidas de los negros sometidos porque se les ve el color de la piel en disputa, nos impactan más el contraste de los bandos en la guerra, las maravillas naturales, la palidez de los cadáveres, el ímpetu de las revoluciones y su represión, los rostros de los migrantes sin miedo a la muerte. Exactamente como hoy en día.
Pero ya es hora de hablar de la artífice primordial de este libro. La artista visual brasileña Marina Amaral (Belo Horizonte, 1994) empezó a colorear fotos antiguas en 2015. Mientras visitaba foros de historia en internet, se dio de bruces con unas fotos de la I Guerra Mundial a las que se les había aplicado este tratamiento. Aquel descubrimiento la dejó impresionada y empezó a dedicarse a ello jornadas completas, parando apenas para dormir. El proceso de dar vida a una imagen puede llevarle media hora o más de un mes (algo de él puede atisbarse en su canal de YouTube), pero siempre conlleva una exhaustiva investigación histórica a través de documentos, periódicos, manuales, testimonios de la época e incluso de expertos actuales que le dan consejo sobre cómo recrear y, por tanto, respetar la atmósfera en que fueron concebidas. A veces estudia también a los maestros de la luz en la pintura, para saber cómo reacciona aquella al verterse sobre ciertas superficies. En otras ocasiones ha de resolver en base a sus propias elucubraciones y a su infancia en la que, cosas de tener una madre historiadora, creció en un bosque de libros y documentales.
Su obra, que contempla desde sencillos retratos individuales a amplias composiciones con multitud de detalles y figuras en escena —las más difíciles, por la complejidad de alumbrar con equilibrio toda la diversidad de matices en un mismo encuadre— se basa en gran medida en su capacidad narrativa a la hora de abordar las imágenes (storytelling), pero además Amaral le añade la capacidad de confeccionar esos relatos, en el sentido de darles forma (storycrafting, que es como ella ha definido su trabajo). Al final su objetivo no es embellecer o enmascarar, sino justamente preservar las historias, mantener intacta su esencia pese al paso y el peso del tiempo. Un propósito casi inasible para una joven autodidacta de 27 años, que ya hace algunos abandonó sus estudios de Relaciones Internacionales en una de las universidades con más prestigio de todo Brasil para entregarse a su verdadera pasión. Hoy en día, su obra está presente en grandes medios de comunicación internacionales, así como en publicaciones editoriales —auténticos bestsellers— o egregios museos, además de en millones de posts o en plataformas como Pinterest.
Algo que no hallamos en la mayoría de las notas biográficas acerca de Marina Amaral, y que no es imprescindible para valorar su arte pero sí que ayuda a entender el meticuloso proceso que sigue a todos los niveles, es un aspecto de su vida que ella misma reveló en sus redes sociales en julio del año pasado: «Recientemente he descubierto que tengo trastorno del espectro autista. Esto me ofrece algunas explicaciones y muchas dudas. Explica muy claramente cómo y por qué desarrollé mi técnica de coloración, y por qué a menudo he escuchado que tengo “buen ojo para los detalles”. Solía considerarlo una obsesión, pero ahora sé que hay mucho más. Mi cerebro funciona de una manera que quizás me permite, cuando trabajo, distinguir los detalles y estar completamente involucrada en el proceso». Como el joven Dara McAnulty del que hablé en otra ocasión, Amaral no lo planteó públicamente como una desgracia, sino más bien como una reivindicación, y con el fin de introducir una nueva perspectiva en torno a la neurodiversidad: su trabajo concienzudo, su dedicación y perfeccionismo, efectos del autismo, son los que la han llevado a alumbrar proyectos tan emocionantes como el de este libro.
La otra pata de él, después de lo dicho, podría parecer poco relevante en el conjunto, pero nada más lejos de la realidad. El impacto de las imágenes tratadas con color está muy bien apoyado en unos pies de foto (que más bien se habrían de considerar miniensayos) nada planos, muy directos y vivos, concisos e intensos, construidos con gran inteligencia por el reputado historiador británico Dan Jones (Reading, 1981). Colaborador habitual y columnista en insignes periódicos y revistas anglosajones, así como presentador de programas de televisión tan populares como la aclamada serie de Channel 5 —distribuida por Netflix— Secrets of Great British Castles, sus amplios conocimientos y su capacidad divulgativa suponen el complemento perfecto para los dos centenares de fotografías que seleccionó junto a Marina Amaral para este álbum, entre unas 10.000, en una colaboración que les llevó dos años. Sin pretender ser exhaustivo y combinando las imágenes que son ya iconos culturales con otras tan insólitas como poco aireadas, el cautivador resultado (que podemos apreciar en la espléndida edición de Desperta Ferro) permite acceder, como señalan en su prólogo, a «una nueva forma de mirar el mundo durante una época de cambios trascendentales».
Un repaso que arranca con la historia de Robert Fenton, abogado inglés reciclado a fotógrafo que en 1855 llegó a Crimea dispuesto a documentar la guerra —o más bien hacer propaganda sobre ella— con cinco cámaras, setecientas placas de vidrio y todo lo necesario para sobrevivir metido en un carro (Photographic Van, leemos en su costado) que antes había estado destinado al comercio de vino. Fundador de la Sociedad Fotográfica, Fenton presentó así el hallazgo: «La cámara pondrá en sus manos [de los artistas] la transcripción más fiable de la naturaleza […], dejando que sean ellos quienes ejerzan su criterio, dejen volar su imaginación y potencien su inventiva». Es la primera de las semblanzas del libro, que incluye muchas otras en torno a algunas de las personalidades más destacadas, poderosas o influyentes de su época: del «zar indecoroso» Alejandro II a Faisal I de Irak y su proyecto panarabista, pasando por Cixí emperatriz (de China) y la última reina hawaiana Lili’uokalani, el escritor León Tolstói con sus nietos, el rey zulú Cetivayo, la fundadora de la Cruz Roja Clara Barton, la magnética actriz francesa Sarah Bernhardt, el forajido Butch Cassidy y su Grupo Salvaje (mucho antes de que los imagináramos con la violencia con que Peckinpah los plasmó en la gran pantalla), el archiduque Francisco Fernando de Habsburgo y su fijación por las antigüedades y la caza, o Il Duce Mussolini, al que Hemingway bautizó en las páginas del Toronto Star como «el mayor fantoche de Europa».
Pero no solo de retratos se componen las fotografías de El color del tiempo. Junto a ellas hay imágenes de paisajes o edificios, zonas de conflicto, inventos revolucionarios y numerosos temas o sucesos interesantes por diferentes motivos, entre otros la hipomanía que a mediados del siglo XIX dejaba al personal arrobado observando a ese animal exotiquísimo bostezar; las cantineras o vivanderas que vendían vino y tabaco en el frente militar; la paradójica construcción en Francia de los componentes que formarían la colosal Estatua de la Libertad norteamericana; la extraña historia de Mata Hari, bailarina ejecutada por —supuestamente— cometer espionaje a través de sus ardides sexuales; la pandemia más letal de la historia, nombrada gripe española (en un alarde de transparencia de la prensa nacional al informar del contagio del rey Alfonso XIII), que se cree pudo triplicar o hasta quintuplicar las muertes de la Gran Guerra; el espíritu liberal de las flappers en los locos años 20, que llevó a que las autoridades midieran los trajes de baño para que no se excedieran en la provocación; o la eterna Marilyn Monroe, acosada por la prensa que cubría la persecución macartista sobre el que ocho días después sería su marido.
Respecto a las fotografías más trágicamente reconocibles, conmociona ver con esa vividez algunas míticas instantáneas tomadas durante la batalla de Gettysburg (1863) —aunque fuera más una puesta en escena que otra cosa, los muertos eran muertos de esa lucha—, la Comuna de París (1871), la inundación de Johnstown (1889), el accidente ferroviario de Montparnasse (1895), el terremoto de San Francisco (1906), el crac de Wall Street (1929), la Guerra Civil española (1936), el desastre del dirigible Hindenburg (1937), la evacuación masiva de soldados en Dunkerque (1940) o la detonación de la bomba nuclear de prueba estadounidense sexistamente bautizada como Helen of Bikini (1946), por citar algunas. La labor de reconstrucción de Marina Amaral logra que las miremos no ya como algo desconectado de nuestra experiencia diaria, sino bastante más presente, cercano y, en definitiva, verdadero. Insuflándoles color y —se diría— dinamismo, la artista brasileña consigue que nos metamos en la piel de los protagonistas y contemplemos aquellos hechos con los ojos de entonces, que eran mucho más parecidos a los de hoy de lo que podamos pensar, aunque notablemente menos saturados y, por ende, insensibilizados.
En ese sentido viene bien citar a una de las autoras decisivas en la evolución del arte fotográfico, la inglesa Julia Margaret Cameron, precursora del pictorialismo —luego tan denostado— y que en este libro encabeza la década de 1870, nombrada aquí «la era de los problemas» (¿cómo se llamará a la de 2020 en los libros del futuro?). Vemos aquí la imagen de su sobrina May Prinsep caracterizada como Beatrice Cenci, joven aristócrata romana que sería decapitada en 1599 por participar del asesinato de su padre, quien abusaba de ella y de toda la familia. Esa hórrida historia que ha inspirado a multitud de artistas desde entonces es la que aquí se cuenta, en el rostro ensimismado, desgraciado y melancólico, próximo al fatalismo, de la bella Beatrice. Cameron, que no se inició en la fotografía hasta los 48 años (le quedaban 15 hasta morir), no pretendía, a diferencia de la corriente predominante en aquella época, documentar fielmente la realidad, sino emocionar como lo hicieron los maestros prerrafaelitas, llegar a captar «la grandeza del yo interior».
Fue muy criticada en vida por sus supuestas carencias técnicas, que en realidad tenían que ver con una dramatización de las imágenes y, especialmente, con sus juegos de desenfoque y efecto flou que generaban un aura casi mística u onírica en sus composiciones. Casi un siglo después, Roland Barthes se referiría al pictorialismo como «una exageración de lo que la fotografía piensa de sí misma», y es posible que tuviera razón. Pero, a ojos de hoy, lo que Julia Margaret Cameron conquistó, como ahora lo hace con su coloreado Marina Amaral, era devolvernos a una mirada sensible, una a la que le importaran las cualidades artísticas pero también el estado psicológico de sus retratados, así como el contexto de esas grandes historias en el que esos relatos íntimos se inscribían. Justo lo que se echa de menos en el mundo actual, donde lo que apreciamos estéticamente (como para darle un like, digamos) parece ya casi desligado de la historia que tiene detrás, aquello que nos dice sobre nosotros mismos, sobre la sociedad o sobre una determinada nación. «Anhelaba capturar toda la belleza que pasaba ante mis ojos, y al fin lo he conseguido», afirmó Cameron un día. Y aquella belleza, casi como sus ojos la entendieron, es la que alcanzamos a vislumbrar en este fascinante libro.
El color del tiempo. Una historia visual del mundo, 1850-1960 Marina Amaral y Dan Jones Traducción de Jorge García Cardiel DESPERTA FERRO EDICIONES (Madrid, 2021) 432 páginas 39,95 € |
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