Entrevistas

Pablo Batalla Cueto: «Si reduces la revolución al gesto, te puedes encontrar participando de algo reaccionario»

El historiador y periodista Pablo Batalla Cueto, autor de «La ira azul»

Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en Historia, pero sobre todo es un gran conocedor de esta, o de lo que se ha escrito sobre ella. Es —también o por tanto— un gran lector de ensayos y un brillante analista político. Acaba de publicar su cuarto libro, titulado La ira azul. El sueño milenario de la Revolución (Ediciones Trea, 2023), que recorre las revoluciones pasadas e imagina las futuras como lo que son, o serán: no un acontecimiento aislado, sino el producto de una época.

Colaborador en numerosos medios —Jot Down, CTXT, La Marea, Público…— a lo largo de su amplia trayectoria como periodista casual, y coordinador de la revista cultural El Cuaderno, el autor asturiano ha escrito un ensayo poco convencional, apasionante en lo teórico y lo formal, en su condición erudita y cercana. En sus páginas defiende una idea de revolución iconoclasta y promiscua con los referentes clásicos, como único modo de mirar hacia adelante: «Continuamos soñando el sueño de la revolución».

¿La idea de escribir La ira azul parte de una sensación anclada a este presente o de un interés general sobre el tema de las revoluciones?

El libro surgió de una manera muy fortuita. Tengo un amigo, Juan José de la Fuente, que ha escrito un libro (saldrá pronto en Trea) que es un monumento; una antología de textos de los primeros socialistas que en gran parte aún no habían sido traducidos al castellano. Los Fourier, Cabet, Owen y compañía, ¿no?, esa alineación de socialistas utópicos que nos aprendíamos de memoria cuando estudiábamos historia en el instituto. Una etiqueta peyorativa, puesta por Marx y Engels, y que esconde el hecho de que en ese cajón de sastre había gente muy diversa. Enzo Traverso habla de la corriente cálida y la corriente fría de los socialistas utópicos, y las aprecias bien en el libro de Juanjo: una más libertaria, que se recrea en describirte las flores que colgarán de todos los balcones de la ciudad ideal y las fiestas que se harán y cómo cada cual podrá ser lo que quiera cuando quiera y como quiera, y otra casi protofascista, que se esfuerza en imaginar falansterios en los que la vida está minuciosamente reglada y cada persona es como un engranaje de una gran máquina y ocupa un lugar muy concreto y muy tasado en una sociedad en la que el tiempo de trabajo, el de ocio, etcétera, están medidos con exactitud. Bueno. Juanjo me encargó un prólogo para ese libro, yo me puse a escribir, me vine arriba y al final me salieron treinta y pico páginas, y, con buen criterio, tanto él como mi editor me dijeron que eso no era un prólogo; que era el embrión de un libro. Si le metía veinte páginas más, era un librín. Así que eso hice. Y el hacerlo así determinó la forma del libro.

Pienso que una de las virtudes de este libro es su ritmo, que va conectando los diversos movimientos revolucionarios a lo largo de la historia y poniéndolos a dialogar. ¿Cómo te planteaste la estructura de este gran relato para evitar la sucesión plana de eventos históricos?

Hay gente, amigos, que me ha dicho que le ha gustado mucho, pero que le hubiera gustado una estructura menos caótica, más cronológica o con capitulitos temáticos bien expresados en el índice. Pero es que esto es un prólogo extendido, y un prólogo no es una tesis doctoral, sino un aperitivo. El libro-libro era lo de Juanjo. Yo escribí ese prólogo como una suerte de pieza de jazz, como una improvisación, un fluir de conciencia de ideas mías sobre el socialismo, la revolución y los umbrales de época, que es un tema que me interesa mucho desde siempre. Esos momentos de la historia en los que un orden se cae y otro emerge, momentos confusos, de idas y venidas, de una coexistencia tensionada del pasado y el futuro, me interesan desde siempre mucho más que los momentos de plenitud y claridad de una determinada era, si es que tal cosa existe y las cosas no son confusas siempre. Pues bien, escribí así y luego el libro también pasó a ser así, pero me gusta cómo ha quedado porque al final su carácter caótico también transmite, también es un reflejo del caos que una revolución, cualquier revolución, es. Una revolución no es un acontecimiento: es una época, y es una época caótica. Así que aquí he ido contando simplemente lo que se me ocurría o lo que recordaba en cada momento, sin preocuparme por seguir un orden cronológico. Siempre me ha gustado esa cosa del flâneur que pasea sin rumbo y va fijándose en lo que le sale al paso, sea lo que sea y sin planificarlo. Este libro es un poco eso.

La voluntad estética parece importante en este ensayo más allá de su andamiaje teórico. ¿Tenías algunos otros ensayos en mente al abordar la escritura de La ira azul?

Para mí, como ensayista, hay un libro que es el patrón oro de cómo escribir un ensayo, que es España en su historia, de Américo Castro. Un libro de los años cincuenta que me deslumbró completamente cuando lo leí. Me deslumbró por su tesis, aunque ya estuviera algo desactualizada porque participaba —aunque fuera una reivindicación de la pluralidad española y de la herencia islámica y judía— de una búsqueda de la psicología de los pueblos en la que hoy no podemos creer. Pero me deslumbró tanto o más por el estilo, tremendamente poético, tremendamente evocador. Eso cumple una misión; no es una hojarasca aparente pero inútil. La preciosidad del estilo capta la atención del lector y estimula su imaginación; ese carácter evocador lo sumerge mejor en la temática del libro, de un modo que lo invita a pensar él mismo en aquello de lo que se está hablando. Yo, en la medida de mis posibilidades, procuro conseguir también esa fuerza literaria; no veo por qué habría de renunciar a ella. Lo bueno, si bello, dos veces bueno.

¿Afrontas de manera distinta la escritura de tus ensayos respecto de los textos periodísticos, o tratas de imprimir a todo lo que escribes un sello común?

No lo he pensado mucho… Escribo como me sale, escribo los libros que me gustaría leer. Si trato de racionalizar lo que hago, me doy cuenta de que busco una especie de ensayo total. Documentado, pero también poético; informativo, pero también combatiente, y sin renunciar nunca a un punto de humor. A veces hay un falso dilema sobre si, en un ensayo, o en una columna, es más importante lo que dices o cómo lo dices; el contenido o el estilo. Hay ensayistas y columnistas que militan a machamartillo en una escuela y en la otra; pienso por ejemplo en el Paco Umbral que realmente nunca decía nada, pero lo hacía con un virtuosismo estilístico sin parangón. Yo creo, ya digo, que es un falso dilema. Di cosas y dilas bien, cultiva el estilo. Las dos cosas son importantes. A mí me gusta mucho leer a Ortega, al citado Américo Castro, a esa gente que hace cien años escribía ensayos y, además de preocuparse por decir cosas interesantes, y de decirlas, cincelaba el estilo con un preciosismo absolutamente cautivador. Y eso era contenido, también. La forma es contenido, también: un poco aquello que decía Benjamin de esas bolas de calcetines que le fascinaban de pequeño cuando abría el cajón en el que las guardaban sus padres, porque era un objeto que era forma y contenido a la vez; que se contenía a sí mismo. No es lo mismo decir una cosa de manera sintética y ramplona que estilísticamente preciosista. Tampoco hay que pasarse, claro; no hay que llegar al punto aquel que decía Machado de escribir «los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa» en vez de «lo que pasa en la calle». Pero a mí me espanta más el exceso contrario; ese ascetismo literario de huir como de la peste de un adjetivo, de un adverbio que tal vez sean ante todo poéticos, pero no dejan de introducir un matiz, una precisión. A mí, a veces, me han llamado barroquista, pero es una etiqueta que me enorgullece. Soy más de plateresco que de Bauhaus.

¿Crees que hay una estética de la revolución y que la estética es una parte a tener en cuenta en los movimientos sociales o políticos?

Hay una plástica de la revolución, y hay que tener cuidado con ella. Enzo Traverso pone un ejemplo muy bueno en Revolución: una historia intelectual. En un momento dado se organizó en Madrid una exposición sobre la revolución, sobre el fenómeno revolucionario en la historia. Y su cartel era una foto de un chaval tirando una piedra, en una posición como muy, eso, plástica, como muy atlética. La gimnasia de la revolución, ¿no?, la revolución como un gesto bello. Pero resultaba que la foto no era de un revolucionario, sino de un contrarrevolucionario: un unionista del Ulster, tirándole la piedra a una manifestación de católicos. Si reduces la revolución al gesto, si no te importa nada más, te puedes encontrar participando de algo que sea emancipador o reaccionario, socialista o fascista. Hay eso que en inglés se llama riot porn, esa atracción casi sexual por los disturbios, por las barricadas, despreocupada de cuál sea su causa. Lo vemos a menudo en cosas que pasan hoy. Hay un ciclo de huelgas en tal o cual país, en Francia, por ejemplo; hay gente cortando las calles con barricadas y demás, hay fuego, hay enfrentamientos con la policía, y alguna gente corre a ensalzarlo antes siquiera de saber qué diablos están pidiendo. A lo mejor lo que están pidiendo es una fascistada, es una cosa del Frente Nacional, pero amigo, hay barricadas, y si hay barricadas es bueno. Con eso hay que tener cuidado.

De algún modo, tu libro sugiere que la palabra es también una forma de sublevarse, y en eso la poesía (como una de las expresiones más puras de la literatura) tiene mucho que decir. ¿Eres lector de poesía?

La verdad es que soy menos lector de poesía de lo que quisiera y de lo que debería. Me pasa también con la novela: leo poca; y leo poca, no porque no me guste leer novela, sino porque, cada vez que tengo que decir qué libro nuevo leer, hay diez ensayos que me apetecen más que la novela que más me apetece. Lo cual muchas veces es un error: de esos diez ensayos, de cinco o seis me suele parecer que han sido mucho ruido y pocas nueces, irregulares, aburridos, etcétera, y sin embargo he leído pocas novelas que no me cautivasen y se quedasen retumbando en mi cabeza durante mucho tiempo. Con la poesía me pasa también. He leído poca poesía, pero la que he leído me ha dejado mucha huella. Por otro lado, tengo un trabajo en el que vivo rodeado de poesía y de poetas: dirijo la revista El Cuaderno, donde publicamos mucha poesía, y trabajo para Trea, que es una editorial que tiene una de las dos o tres mejores colecciones de poesía de España. Mi editor es poeta él mismo y es uno de los grandes expertos en poesía del país, y he aprendido mucho sobre poesía, los poetas y lo poético hablando con él.

¿Es la poesía el género por excelencia de la resistencia o de la lucha?

Pues tal vez. La poesía es el género que revoluciona el lenguaje, que lo retuerce, para poder expresar lo inefable; describir indirectamente lo indescriptible. Los poetas no descienden de los trovadores, sino de los teólogos. No se trata de versificar: hay textos versificados que no son poesía, sino cancionines, como dice en asturiano mi editor (refiriéndose, por ejemplo, a Benedetti, de quien sostiene que lo que hacía no era poesía), y hay prosas muy poéticas. Se trata de iluminar aquello que el lenguaje corriente no es capaz; de hacerlo mediante la metáfora, la sugerencia, los recursos estilísticos. Hay algo ahí, ¿no? Y sin duda la revolución necesita poetas, pero poetas no quiere decir vates, no quiere decir aedos, sino un sentido poético en las masas que la hacen. La revolución se hace por el pan y se hace por las rosas; es un error pensar que la gente solo se revoluciona cuando aprieta el hambre y para que deje de apretar.

En La ira azul hay un canto a la revolución, pero a la vez no escondes sus fracasos y sus (des)engaños a lo largo de la Historia. ¿Esa voluntad de no ponerte excesivamente romántico fue un propósito expreso en la construcción del libro?

Siempre he sido poco mitómano y siempre he sido poco folclórico. Desconfío de los mitos y desconfío del folclore. Cuando alguien me viene envuelto en mucho folclore de izquierdas, desconfío, porque llevo toda la vida viendo que la gente más folclóricamente revolucionaria suele ser la menos revolucionaria en su vida cotidiana: la más timorata en el mejor de los casos, y en no pocas ocasiones la más mezquina. Estoy cansado de ver a intelectuales, artistas y figuras políticas de la izquierda que se dice transformadora o revolucionaria comportándose como unos auténticos miserables en su cotidianidad; gente a lo suyo y a nada más que lo suyo. Y sin embargo en otras ocasiones he visto a gente que sobre el papel forma parte de la izquierda moderada tomar decisiones y aportar cosas verdaderamente radicales, sin darse ningún aire. La izquierda también es un nicho de mercado y el folclore es un mecanismo de compensación, una manera de quedarte tranquilo. Llevar una camiseta del Che o tatuarte el Guernica es fácil y no transforma en nada la realidad, pero te hace sentir parte de una tribu, te hace sentir que haces algo, y te identifica con gente que en la historia lo hizo. Yo he visto toda la vida en Izquierda Unida, el partido en el que no milito pero con el que simpatizo y colaboro, que la gente menos ambiciosa, la más cómoda en la posición de muleta del PSOE, esa parte carrillista y luego llamazarista del PCE y luego IU, suele ser la más folclóricamente procubana y republicana. Es un mecanismo de compensación: la revolución que no haces aquí, la compensas ondeando las banderas de la revolución de otro espacio y de otro tiempo. Yo siempre procuro mirar qué hay detrás o debajo de las banderas. Y también me ha resultado siempre fácil desmitificar a los grandes mitos, perder el embrujo que pudiera haber sentido por ellos en cuanto descubría algún dato que comprometía la imagen mítica. Me ha pasado con Lenin, Fidel o el Che, que es lo fácil, pero también con un Salvador Allende, de quien una vez leí que solía encoger el brazo para sacarse el bíceps y decirle a la gente: «¡Toca esta carne: es bronce para la historia!». Quería ser un héroe, un mártir, una estatua del futuro, tenía esa vanidad; y a mí enterarme de ello me hizo bajarlo un poco del pedestal, sin por supuesto dejar de admirar todo lo admirable que hay en Allende. A lo mejor esa vanidad y esas ganas de ser un mártir del presidente Allende fueron letales para Chile; a lo mejor Allende prefirió pasar a la historia muriendo en un gesto bello y trágico que preparar un plan de resistencia y contraataque por el cual sobreviviese como un santo menos limpio, tras una guerra civil y alguna que otra masacre de pinochetistas, pero Chile no cayera en el infierno fascista. Me resulta fácil desmitificar, ya digo, pero eso no significa, al menos en mi caso, descreer o volverse nihilista. Significa humanizar, aterrizar las cosas al terreno de lo humano. La revolución es un asunto humano y los humanos somos falibles, perezosos, acomodaticios, autoindulgentes, capaces de lo heroico y lo mezquino, lo bueno y lo malo. La revolución se hace con ese material y sigue habiendo que hacerla. Gramsci decía aquello del pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad, y a mí me parecen muy importantes las dos cosas. El optimismo de la voluntad es importante, pero el pesimismo de la razón también; preservar siempre, aun en los momentos de mayor éxtasis, de mayor euforia, esa vocecita interior que te dice que no es oro todo lo que reluce. Un punto romántico es inevitable y no es malo en todo lo que tiene que ver con la revolución, pero con el romanticismo hay que tener cuidado. Romantizar es estetizar, y para el viaje de romantizar la política, de que lo que se le pida a la política sea ante todo una vida estetizada, una sociedad convertida en una formidable obra de arte, no hacen falta alforjas. La política, también la política revolucionaria, es negociar, es pactar, es hacer análisis concretos y desapasionados de la realidad concreta y conseguir el mejor arreglo posible en cada momento, no el cielo ni el paraíso.

Pablo Batalla Cueto: «Cuando alguien me viene envuelto en mucho folclore de izquierdas, desconfío»

Has vivido de cerca la lucha contra la brutal «revolución desindustrial» de Asturias, y hablaste con miembros de ese movimiento. ¿Por qué te parecía importante incluir en el libro esos testimonios e introducir tu mirada en primera persona?

En el libro digo y argumento que el neoliberalismo fue una revolución. Una revolución que, como todas, no fue un acontecimiento, sino una época. Duró años y tuvo momentos diversos, más violentos y más pacíficos: el asalto a La Moneda y el triunfo electoral de Thatcher, el anticomunismo cívico y sindical de Solidaridad y el fusilamiento de los Ceaușescu tras lo que fue más bien una intriga palaciega que una revuelta popular, etcétera. Su momento icónico, su Toma de la Bastilla, fue la caída del Muro de Berlín, que se cayó sobre sus dos lados: el soviético y el keynesiano. Pero fue una época. Como buena revolución, tuvo una máquina emblemática —el PC, Internet, las telecomunicaciones globalizadas— y fue una transformación, no solo de la economía, sino del alma; el alumbramiento de una nueva civilización, con una nueva forma hasta de subjetivarnos. Y tuvo sus contrarrevolucionarios. Gente que se resistió a esas transformaciones de maneras diversas. Una de ellas fueron las deslocalizaciones de empresas, ahora posibles gracias a esa revolución de las telecomunicaciones y el transporte, que hace que ya no necesites concentrar a treinta mil tíos en Detroit que se ocupen del proceso completo de la fabricación de un coche —y que, al ser treinta mil tíos juntos, tengan una fuerza sindical descomunal—, sino que puedas atomizar la producción y llevarla a mil rincones del mundo, cada uno de los cuales se encarga de una parte del proceso productivo. Eso para Asturias fue letal; nuestra reconversión industrial fue durísima: minas, astilleros, plantas siderúrgicas… La concatenación de cierres y deslocalizaciones fue tremebunda y generó grandes resistencias, claro. Hubo movilizaciones muy emblemáticas, como la de Duro Felguera o Naval Gijón; gente que luchaba por su puesto de trabajo, por que esas empresas no cerraran. Lo que yo hago en el libro, de una manera provocadora, pero no gratuitamente provocadora, es comparar ese rosario de luchas por la pervivencia de un mundo con los movimientos contrarrevolucionarios que sacudieron Europa entera en los albores de la edad contemporánea: el carlismo, el legitimismo francés, el miguelismo portugués, el brigantaggio napolitano, etcétera. Todos los países tuvieron el suyo; una contrarrevolución antiliberal en la que había élite —la vieja aristocracia, el clero, etcétera—, pero también había pueblo, porque en la contrarrevolución siempre hay también pueblo. En el libro procuro deshacer una serie de tópicos, de lugares comunes sobre la revolución, y uno de ellos es este: la idea de que la revolución es algo que hace el pueblo y la contrarrevolución es algo que hace la élite. Hay pueblo y hay élite en los dos lados. En la Revolución francesa, en las liberales, hubo pueblo, pero también lo hubo en frente: gente que, por ejemplo, no quería que le privatizaran los pastos comunales, y ante la revolución realmente existente que venía con esa amenaza, decía «virgencita, virgencita, que me quede como estoy» y se alineaba con el bando contrarrevolucionario sin necesariamente idealizarlo, y con sectores sociales con los que a lo mejor llevaba toda la vida peleándose: esa aristocracia de la tierra que decaía y a la que la burguesía emergente se quería cargar. Una revolución, y también una contrarrevolución, siempre es una alianza tensa entre sectores diversos con un enemigo común. Con la reconversión industrial pasó eso. Los currantes de Naval Gijón, de Duro Felguera, etcétera, eran gente que luchaba por conservar unas empresas y un modo de vida vinculado a ellas que no idealizaba; empresas en las que llevaba toda la vida haciendo huelgas; pero que decía «virgencita, que me quede como estoy» contra una revolución desindustrial y neoliberal que venía a desamortizarlas; a llevárselas a Corea del Sur y a Bangladesh. Y como la de hace dos siglos, perdió la batalla.

No toda revolución pasada fue mejor, pero supongo que cuesta no mirar con nostalgia aquellos movimientos. Por otro lado, pueden ser la gran inspiración para los movimientos actuales, pero ¿sirven esos modelos o referentes hoy?

Sirven en la medida en que no los tomemos como un recetario muy preciso de lo que hay que hacer. Como alguna vez dijo alguien, no se trata de hacer lo mismo que nuestros antepasados, sino lo que ellos hubieran hecho en nuestro lugar. Los grandes revolucionarios de la historia lo fueron siendo tremendamente creativos e iconoclastas con respecto a la tradición revolucionaria de la que se sentían herederos. Hay una anécdota que me gusta mucho contar. Inmediatamente después de la Revolución de Octubre, los bolcheviques rasparon un obelisco zarista de Moscú, en el que había grabada una serie de nombres de zares, para grabar una lista de nombres nuevos. En esa lista nueva estaban Marx y Engels, pero también Voltaire, Bakunin, Chernishevski, el teólogo Campanella o el reformador protestante Winstanley. Un imaginario tremendamente ecuménico, no vinculado a una tradición estrecha y cofrade, sino a todos los que alguna vez soñaron un mundo distinto, fuera el que fuera. Era la lista de los intelectuales preferidos de Lenin. Lenin no hizo lo que esos marxistas ortodoxos con los que uno discute a veces en Twitter y cuya manera de intervenir en una discusión es poner una captura de pantalla de algún pasaje subrayado de Marx, Engels, Lenin o Stalin, en plan capítulo tal, versículo cual. Esta cosa de citar la Torá, el recurso de autoridad. Lenin fue iconoclasta y leyó la tradición revolucionaria picoteando lo que le interesaba y aportando sus propias cosas, no tomándola como un guion que seguir con precisión. Nosotros nos tenemos que conducir así también. En el pasado hay muchas lecciones, pero esas lecciones no son la tabla de multiplicar.

«Los nuevos proletarios son un rider de Glovo, una telefonista de Jazztel, un repartidor de Telepizza», escribes, pero lo que más se echa en falta hoy es la conciencia de clase. En esta era capitalista donde prima el individualismo y el descreimiento, ¿cómo combatir ese cinismo posmoderno tan extendido?

La conciencia de clase surgirá como tenga que surgir, y surgirá como ha surgido siempre en la historia: teniendo menos claro lo que no es que lo que sí es. Todas las clases revolucionarias de la historia han sido calderillas muy diversas de fuerzas distintas e incluso rivales, y han tenido menos claro lo que querían que lo que no querían; quién era su enemigo más que quiénes eran ellos. Por más individualista y descreída que nos parezca esta o cualquier sociedad, por más ingobernable que nos parezca una pluralidad de fuerzas que están obligadas a colaborar si quieren conseguir algo, cuando el hambre aprieta, cuando se dan las condiciones para que una revolución estalle, nos volvemos colectivos y creyentes cagando hostias. La esposa de Lenin contaba que nunca lo había visto tan deprimido y tan descreído como en el invierno de 1916; andaba el hombre como alma en pena diciendo que la revolución era imposible, que no la verían sus ojos, que no había manera. Menos de un año después estaba instalado en el Kremlin.

¿Cómo valoras la experiencia del 15-M, qué enseñanzas nos trajo y en qué medida podría ser indicativa del posible éxito/fracaso de una revolución en nuestro país?

Fue un momento complejo con grandes virtudes y grandes problemas que, si uno era perspicaz, veía ya en aquel momento. Una cosa que a mí me tocaba bastante las narices era el discurso ese de los preparaos que se quejaban de estar currando en un McDonald’s: ¡Con lo que yo he estudiado, con la de másteres que he hecho! No dejabas de ver ahí una élite aspiracional que lo que quería no era un cambio radical del sistema, sino que el sistema les abriera la puerta de su Olimpo; no cambiar el juego, sino ser admitida como jugador. En cuanto lo fueron, abandonaron las veleidades revolucionarias cagando hostias. Por otra parte, con estos mimbres hay que hacer el cesto; la historia, la sociedad, son así, y la revolución también es ser capaces de mancomunar demandas egoístas y convertirlas en un ariete contra ese orden existente del que Bertolt Brecht decía que no era ningún orden; que era el desorden existente.

¿Es la emergencia climática un asunto que hoy debería estar en el centro de cualquier movimiento revolucionario?

Debería estarlo y lo está, porque no puede no estarlo. Yayo Herrero, maravillosa intelectual ecofeminista, dice que el decrecimiento no es una opción: es sí o sí. Decreceremos sí o sí y la elección es entre hacerlo de forma ecosocialista o ecofascista; un reparto equitativo de un número menguante de recursos o que cierta élite los acapare y condene al exterminio a los demás. El cambio climático ya ha estado detrás de otros momentos revolucionarios de la historia. Las revoluciones atlánticas que fundan nuestra era coinciden con un mínimo de la llamada pequeña edad del hielo, un momento excepcionalmente frío de la historia geológica de la tierra, en el que las temperaturas bajaron drásticamente y eso provocó ruina de cosechas, hambre, enfermedad, muerte, y también subidas de impuestos que indignaban a los campesinos que veían que la harina de la que había subido el precio y que no podían permitirse estaba siendo utilizada por los aristócratas para empolvarse las pelucas. En el caso de Francia hay que hablar también de un Estado ineficiente, que no ha sabido adaptarse a la nueva realidad como sí han hecho otros: en Prusia, por ejemplo, ha habido un rey que ha promovido el consumo de la patata, que hasta entonces solo se daba de comer a los cerdos, y eso ha evitado muchas hambrunas. Hoy vemos ya que el cambio climático empieza a provocar convulsiones; revoluciones y guerras civiles. La de Siria, por ejemplo, sucede a unas sequías muy graves, que el ineficiente Estado sirio no ha sabido gestionar, y que están en parte detrás del impacto particularmente grande allá del ciclo de las primaveras árabes. La guerra de Ucrania tiene algo que ver con las tierras negras, una franja de terreno excepcionalmente fértil que se vuelve estratégica en un tiempo en el que empiezan a escasear los recursos. Todo esto va a ir a más y yo lanzo en el libro la boutade de que, en el futuro, tendremos que elegir entre ecosocialismo y ecofascismo; y o bien la Cuba del Período Especial, o bien la España del primer franquismo: dos sociedades en las que hay recursos escasos y hambre, pero donde, en un caso, se reparte equitativamente la escasez, y en otro hay una gente repartiéndose el botín del 39 y otra siendo fusilada al alba o puesta a construir grandes obras públicas como esclavos. Repartir la escasez o que una minoría se apropie los menguantes recursos y condene al hambre y el exterminio al resto de la población. Ese es el mundo al que vamos y sí, claro: el cambio climático va a estar absolutamente en el centro de lo que pase.

Intuyes que «se viene un gran terremoto», pero hecho de microrrevoluciones, que tendrán que ver en buena medida con la lucha por reconquistar el tiempo que el sistema nos ha hurtado. ¿Crees que se trata de una reivindicación que podría unir a estratos sociales diversos?

Sí, puede ser. La lucha obrera siempre es una lucha por el tiempo. En 1830, cuenta Benjamin, los revolucionarios de París disparaban a los relojes. También hubo una resistencia, en aquellos años, contra la numeración de las casas en las ciudades. Hasta entonces, cada casa no tenía un número, sino un nombre. La lucha obrera es, en general, una lucha humanista contra la numerización; contra el convertirnos en máquinas. Juan Ponte explica en El capitalismo no existe: necroteología del mercado que el capitalismo no es individualista: es dividualista. Nos divide, nos trocea, nos impide ser individuos verdaderos, que sean lo que quieran ser; nos reduce a la condición de brazos o de piernas o de frentes que sudan. Solo en la sociedad socialista ideal seríamos individuos verdaderos.

Las redes virtuales son hoy uno de los escenarios para el debate y la organización colectiva, aunque al mismo tiempo parecen contribuir a esa desposesión del tiempo a la que nos somete el hipercapitalismo. ¿Hay que volver a lo presencial para que la revolución cuaje?

Las revoluciones que cuajan hoy cuajan en lo no presencial. Las propias primaveras árabes, que citaba antes, deben mucho a Facebook y a Twitter. Las calles de hoy son digitales; son esas redes sociales y esas apps de mensajería (WhatsApp, Telegram) en las que gente que ya es de todas las edades pasa horas y horas diarias metida. No hay sesgo de edad, ya: gente de setenta años está tan enganchada al smartphone como adolescentes, y a lo mejor sin la picardía de los nativos digitales para detectar bulos, no fiarse de todo lo que les llegue, tomar distancia irónica, etcétera. La ultraderecha se mueve muy bien ahí mientras en la izquierda tenemos esa tendencia a clamar que «¡hay que tomar las calles!». Ellos hacen su revolución tomando las calles digitales y en ellas lanzan octavillas cuyas vietnamitas también lo son: bulos, memes, vídeos manipulados, cosas de esas.

Te licenciaste en historia, pero profesionalmente te decantaste hacia el periodismo. Es una conexión no tan frecuente, aunque sin duda interesante y necesaria. ¿Cómo surgió esa otra vocación en relación con los medios de comunicación?

Bueno, soy periodista de aquella manera. Hago algún reportaje, hago entrevistas, pero no son entrevistas breves y rápidas de coyuntura, sino conversaciones muy largas; repasos completos de una biografía y una trayectoria, o sobre un libro que ha salido. Entrevistas hasta de treinta páginas, en un tono coloquial, y casi siempre a gente con la que simpatizo de un modo u otro. Cuando he tenido que hacer una entrevista más puramente periodística, a, por ejemplo, un político en activo, ante el que tienes que marcar una distancia profesional y buscarle las cosquillas, no se me ha dado bien. También soy columnista, pero bueno, eso tampoco es periodismo propiamente dicho. En realidad no sé muy bien lo que soy. Hago varias cosas; las colaboraciones en prensa, pero también corregir originales para una editorial, cosas que van saliendo por ahí, como llevar las bases de datos de un proyecto de investigación de historia de la Universidad de Oviedo… Soy muchas cosas y no soy ninguna. Y todas fueron saliendo de una manera no demasiado buscada, no demasiado pensada. Mi enfoque no ha sido otro que hacer las cosas con honestidad y pasión.

Diriges la revista digital El Cuaderno, que edita Trea. ¿Cuál es el papel del periodismo cultural en las revoluciones del futuro? ¿Crees que estos medios pueden representar un espacio de resistencia y sublevación?

Bueno, sí, como cualquier otro. Puede uno resistir y sublevarse en un bar, en un andamio, en un campo de fútbol o también en una revista. Nosotros nos hemos preocupado mucho por publicar textos de calidad sobre el posmofascismo, tanto originales como traducciones; que entren a fondo en la cuestión, sin lugares comunes, ni frases hechas, ni esa obsesión por ser escuetos e «ir al grano» que a mí me fastidia mucho cuando me la exigen en alguno de los medios digitales con los que colaboro, porque no entiendo esa obsesión, heredada del papel, de autoimponerse límites cuando la herramienta no te los pide. Hemos publicado entrevistas de 30 páginas y sesudos artículos de 10, de los que se tarda media hora en leer, y han tenido decenas de miles de visitas. Si ofreces calidad, el lector lo premia. La complejidad, la extensión, la calidad, también son instrumentos de combate.

Pablo Batalla Cueto: «La lucha obrera es una lucha humanista contra la numerización»

Más allá del análisis, ¿dirías que hay en el origen de este libro una voluntad de traer la revolución hacia planteamientos posibles, auspiciándola o sirviendo de soporte teórico para esa explosión social?

Algo de eso hay, sí. De todos los mensajes que yo lanzo a la izquierda a la que pertenezco en el libro, diría que el más importante es la petición de ser iconoclastas, promiscuos, con nuestro propio pasado, y abandonar etiquetas limitadoras y que ya no sirven. Me refiero a que a mí me parece que estamos en un momento similar a aquel sobre el que Hobsbawm, el historiador marxista británico, escribió uno de sus libros, Rebeldes primitivos. Va de movimientos que en los albores de la contemporaneidad ya se enfrentaban a las consecuencias de la revolución industrial, pero, como la modernidad todavía no había desarrollado etiquetas y banderas nuevas para nombrar sus nuevas cosas, tiraba de las que había, de las viejas: la cofradía, el gremio, la hermandad, esas sociabilidades del Antiguo Régimen que ya eran zombis, que ya no respondían a nada real, pero que mantuvieron una inercia mientras no se pensaron nuevas formas de confraternizar y de llamar a esa fraternidad. Nosotros, hoy, nos decimos comunistas, anarquistas, socialistas o lo que sea y eso ya no significa gran cosa en un mundo que ha cambiado; ese mundo en el que el decrecimiento no es una opción. El comunismo, el anarquismo, el socialismo, el liberalismo, eran ideologías del desarrollo. Ahora hay que ir a las ideologías del decrecimiento, y a que la pugna sea por definir, no quién desarrolla y cómo, sino quién decrece y cómo. Pero como aún no tenemos etiquetas nuevas, banderas nuevas, tiramos de las viejas y se dan situaciones paradójicas, como que veamos los mismos símbolos a un lado y al otro de esa contienda. Hoces y martillos ondeados por el decrecimiento y contra él, incluso con negacionismo del cambio climático. A mí me resulta curioso cuando ves negar el cambio climático a gente de la que, en principio, podrías pensar que nunca la vieron tan gorda con arreglo a su ideología, a la literalidad de la misma. Reaccionarios ultracatólicos que niegan el cambio climático, por ejemplo. ¿No sería muy fácil, desde esa perspectiva, ver el cambio climático como un castigo formidable de Dios por los pecados de la modernidad; el Diluvio o el gran incendio que nos condene por esos pecados? O esos comunistas negacionistas o industrialistas que niegan la prueba definitiva de la maldad ontológica del capital. Esteban Hernández, que no es santo de mi devoción, dice algo que me parece muy pertinente: debemos juzgar las ideologías, no por su teoría, sino por su práctica. Debemos no quedarnos con las etiquetas que le ponga la gente a lo que es, a cómo se posiciona en las contiendas del día, sino fijarnos en sus actos; leer por debajo de esas etiquetas que ya digo que, por otra parte, son los zombis de un mundo fenecido. Y empezar a desarrollar lenguajes, banderas, etiquetas nuevos que miren al pasado, porque siempre hay que mirar al pasado, pero no pretendiendo sujetarse a una tradición estrecha, angosta, sino siendo esos iconoclastas que, de la gran escombrera que son ya doscientos años de la izquierda, sepa seleccionar lo que sigue siendo hermoso y útil y dejar ahí tirado lo que no es malo que se vaya al cubo de basura de la historia. Ser devotos, a la vez, del mejor Lenin, el mejor Durruti y el mejor Olof Palme, y dejar tirado el gulag, el anarquismo más lunático y las peores cosas de la socialdemocracia, que no son solo Felipe González y Tony Blair, sino también la candidez de alguien tan admirable por lo demás como Salvador Allende; su confianza ciega en la fortaleza de la democracia chilena y sus instituciones y su negativa a preparar un plan B de reparto de armas entre sus partidarios para resistir el golpe que no era descabellado que se fuera a producir. Dejar tirado, ya digo, todo lo malo, y con lo bueno y lo nuevo que aportemos hoy hacer un recosido que sea la nueva ideología con la que encaremos ese futuro de luchas decrecentistas.

Creo que muchos ansiamos esa revuelta a la vez que no dejamos de temerla (es lo que tiene el capitalismo, supongo). «Los revolucionarios, hoy en día, son ellos», dices de la ultraderecha nacionalista por su inventiva y determinación.

Los revolucionarios son ellos, sí. Steve Bannon, el gurú de Trump, dijo en una ocasión que era leninista, en el sentido de querer acabar con el orden establecido; un leninista de derechas. La nouvelle droite francesa leía a Gramsci, y en sedes de Vox se han dado charlas sobre Gramsci y Trotski. No sobre sus ideas, sino sobre sus tácticas y estrategias (la hegemonía, la revolución permanente, etcétera), que pueden adaptarse a un ideario fascista. Ellos quieren hacer una revolución que demuela el Estado del bienestar y los derechos civiles conquistados con esfuerzo a lo largo del último par de siglos, y son buenos revolucionarios que saben dar un paso atrás y dos adelante, hacer análisis concretos de la realidad concreta, librar la guerra cultural, abandonar una táctica cuando se revela fallida, hacer sacrificios, hacer una buena agitprop en las calles de hoy, que como decía antes no son ya tanto físicas como digitales… Mientras nosotros nos aferramos a viejas formas de movilización y decimos cosas como «¡hay que volver a las calles!», ellos hacen todo eso, como buenos revolucionarios que son. Y no apelan a grandes principios morales como también solemos hacer nosotros, sino que mancomunan intereses privados y egoístas; saben modular el discurso y adaptarlo a cada público: uno para el agricultor, otro para el obrero, otro para el empresario, otro para el machista, otro para… Son una Internacional, por cierto. Se da esa paradoja también: ellos, los ultranacionalistas, son mucho más internacionalistas que nosotros. Hacen cumbres, están todo el rato viéndose, comparten experiencias, se copian las tácticas. Surge un bulo sobre la transexualidad de Michelle Obama y no mucho tiempo después está propagándose en Francia contra Brigitte Macron y en España contra Begoña Gómez. Tienen esa conciencia de «hijos de puta de todos los países, uníos». Nosotros no tenemos un equivalente de VIVA24, ese sarao reciente de Vox al que fueron Marine Le Pen, Javier Milei, André Ventura… No hay un algo al que vengan Sanders, Lula, Mélenchon… Cada izquierda nacional va un poco a su bola.

Sobre el neoliberalismo sostienes que «no todo su paisaje es un infierno», y que si no entendemos eso, quizá no lleguemos a entender nada. Pero lo asombroso y pavoroso del capitalismo, como bien explicas, es cómo se regenera y cómo lo fagocita todo.

Como te decía, sostengo que el neoliberalismo fue una revolución; una época revolucionaria con muchos y distintos momentos, tanto bélicos como pacíficos, que van del bombardeo de La Moneda al triunfo de Tony Blair, pasando por las revueltas anticomunistas del Este. Una revolución que no solo cambia el sistema económico, sino que trae un nuevo sujeto, una nueva manera de subjetivarse, un hombre nuevo. Y fue una revolución que tuvo élite, vaya si la tuvo, pero también tuvo pueblo y tenemos que hacernos cargo de ello. El fin del fordismo tuvo algunas consecuencias trágicas, pero había sido buscado por mucha gente proletaria por motivos muy legítimos. El modelo fordista era, en primer lugar, muy patriarcal: el breadwinner y la homemaker. Esa derecha que, después de la segunda guerra mundial, acepta un modelo económico socialdemócrata, lo acepta en parte porque la contrapartida es una moral conservadora. Las primeras mujeres que entraron a trabajar en la mina en Asturias, después de años de litigar para conseguirlo, sufrieron la tira: los hombres no las querían allí dentro, y las acosaban, las insultaban, les tocaban el culo y las tetas en la jaula, etcétera. La tercera ola feminista se alza contra eso, pero también hay un alzarse los hombres breadwinners contra los trabajos anodinos, alienantes, embrutecedores, etcétera. En Estados Unidos se produce en un momento dado lo que allí llaman un Woodstock industrial; una oleada de sabotajes, absentismo, etcétera, contra esa vida laboral alienante, en demanda de empleos más flexibles y creativos. El neoliberalismo va a cumplir después esos deseos como te los cumple una de esas manos de mono de las películas: convirtiéndolos en una putada. El capitalismo, sí, tiene esa capacidad de absorberlo todo y de decirnos «¿Quieres caldo? Toma dos tazas». Pero eso no invalida el deseo originario. Y lo que construyamos en el futuro, el intento que hagamos de tumbar el neoliberalismo, no debe consistir en el deseo reaccionario de volver a lo anterior idealizado, sino de construir algo nuevo haciéndonos cargo de esos deseos del sesenta y ocho.

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