La poeta María Sánchez (Córdoba, 1989) es una rara avis no solo por su condición de veterinaria, sino también por el carácter de su obra literaria. Después de su primer libro de poemas, Cuaderno de campo (La Bella Varsovia, 2017), el ensayo Tierra de mujeres (Seix Barral, 2019) y el glosario Almáciga (Planeta, 2020), regresa a la poesía con Fuego la sed (La Bella Varsovia, 2024), un poemario donde la muerte, la vida y la memoria se funden con la naturaleza para no olvidar de dónde venimos y, sobre todo, para seguir preguntándonos a qué mundo nos dirigimos. Charlamos con ella sobre el valor de la literatura, la genealogía, el campo, las raíces o la necesidad de poesía.
Rompamos el hielo por la mitad. ¿Cómo o dónde nace Fuego la sed? ¿Cuánto tiempo llevas con él en la cabeza?
Muchos años. Muchos años pensándolo y también viviendo con él, porque es algo que no me he podido quitar de encima. Una no se puede olvidar de la escritura.
Ahora que la mencionas, ¿qué es para ti la escritura?
No me gusta concebirla solo como el momento en el que una está escribiendo, porque no es así. La escritura, en mi caso, lo abarca todo, desde que me levanto, estoy haciendo la comida o salgo a caminar. Absolutamente todo. Por eso tengo que agradecer a Felipe Santos, director del Instituto Cervantes de Múnich, que me diera la posibilidad de hacer una residencia. Entendió que yo necesitaba ese oasis para escribir, y ahí fue donde empecé a resetearme, estaba muy agotada. Y aunque el libro ya lo tenía trabajado, allí fue donde le di forma, supe qué libro quería, ultimé la documentación e hice el trabajo de campo. El año pasado pude terminar de armarlo y corregirlo.
Cuéntanos un poco más de esa residencia.
Es una historia bonita, porque el poemario tiene una parte muy alemana; yo pensé mucho desde ahí. Estaba a menos de una hora de la casa de Bertolt Brecht, que fue una de mis lecturas junto con Paul Celan, uno de mis poetas favoritos. Me invitaron a la casa natal de Brecht, en Augsburgo, y allí hice un recital. Fue maravilloso, porque mi traductora era ciega y leía en braille. Desde mi ventana se veía la Isla de las Rosas, que es donde Ludwig II iba a nadar con Sisí, y justo enfrente de donde lo encontraron muerto, estaba la casa donde nació Oskar Maria Graf, este escritor alemán que medía dos metros, que solía llevar el traje bávaro (las fotos me encantan) y que, al saber que su libro no estaba en la lista de aquellos que los nazis querían quemar en la hoguera, se indignó muchísimo y escribió un artículo solicitando que por favor lo quemaran (su libro). También estaba al lado de donde Thomas Mann escribió La montaña mágica, y el Lago Starnberg es el que aparece en La tierra baldía de T. S. Eliot. Es decir, para mí fue un regalo, y aunque me llevé trabajo que hacer como veterinaria, me levantaba muy temprano y en cuanto lo terminaba, salía a caminar. Además, el lago era inmenso, como un pequeño mar, y había muchísimos pájaros. Me iba con mis prismáticos y me dedicaba a caminar, y en ese caminar y ese descanso, que para mí fueron un privilegio, fue posible luego ponerme en marcha con este libro.
Ya lo has explicado en alguna entrevista, pero ahora que hablas de los paseos y el caminar, ¿cómo es tu proceso de escritura?
Como decía, estoy muy en contra del proceso de creación como algo solitario, porque en el mejor sentido de la palabra, estamos contaminadas por mil cosas. Ya no solo por lo que te atraviesa en el día a día, cosas que te pasan o que te cuentan, sino también por otras referencias, libros que lees, películas, conversaciones. En mi caso está muy presente ese estar y vivir en el campo. En esa primera residencia en Alemania caminé casi más que escribí; todos los días bordeaba el Lago Starnberg y recorría doce kilómetros.
Tu libro es un canto a la naturaleza, pero a veces deja un regusto reivindicativo, como un mordiente que desafía, que se resiste ante la inercia —«¿Existe de verdad algo que os conmueva?»— o una necesidad de dialogar con todo aquello que ha sido antes que tú, una voluntad de genealogía. ¿Qué valor tiene para ti el pasado? ¿El futuro existe, o es una mentira que nos repetimos para eludir el presente?
Justo anoche terminé Las tempestálidas de Gospodínov, que habla precisamente de esto. Para mí es muy importante no olvidar de dónde venimos; no hay hoy sin ayer ni mañana sin ahora. Soy de las que piensa que el futuro se está haciendo a cada rato, ahora mismo, mientras hablamos. Para mí es muy importante tener presente la memoria, porque sin memoria no somos nada. Y, ojo, no tengo problema con la nostalgia; hay un verso de Brines que dice: «Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde». No podemos olvidar que la memoria no deja de ser una ficción que construimos con el paso de los años. Para mí es muy peligrosa esa nostalgia que romantiza siempre el pasado y me dan bastante miedo esos discursos que romantizan la vida de nuestras abuelas y que, al final, están romantizando una dictadura.
¿Lo has vivido en tu familia?
Con mi abuela Carmen, por ejemplo. Solo fue dos días a la escuela y, sin saber leer, tenía el mejor huerto del pueblo, guardaba las semillas de un año para otro. Eran maravillosos todos esos saberes no reglados, fuera de la academia, que ella tenía. Siempre he dicho que si mi abuela hubiera tenido la mitad de oportunidades y privilegios que he tenido yo, a lo mejor la primera escritora de mi familia podría haber sido ella. Me da miedo esa romantización y esa nostalgia, y creo que hay que tener presente ese ayer, tanto para lo bueno como para lo malo, para saber precisamente adónde queremos ir mañana.
La importancia de las preguntas.
Antes hablabas tú de ellas, y recuerdo a una persona que me dijo un día que quizá yo me hacía demasiadas preguntas. Para mí son algo fundamental; el día en que deje de hacerme preguntas, malo. Y si aún me las hago, es porque me sigo asombrando de cómo el mundo funciona cada día: cuando el peral florece, cuando el cernícalo viene de cazar, cuando llegan los abejarucos…
Más que preguntas, diría asombro.
A mí todo eso me sigue emocionando, y creo que hemos perdido esa capacidad de emocionarnos y de asombrarnos. Ahí creo que está la clave para darnos cuenta del mundo en el que vivimos, sobre todo en relación a la emergencia climática: dónde está lo importante, qué es el éxito, qué se nos vende como tal, esa separación de la naturaleza (cuando formamos parte de ella), qué ponemos en el centro, qué dejamos fuera, y por eso hago que los animales pregunten y se cuestionen sobre los relatos que nos hemos dado como válidos, sobre cuáles priorizamos, qué narrativa, qué sistema.
Háblame de la voz de los animales en Fuego la sed.
Nace en los años en los que estuve trabajando de veterinaria con las cabras. Todos los meses iba a las mismas granjas y yo me preguntaba: Estas cabras que me ven todos los meses, ¿se acordarán de mí?, ¿qué pensarán?, ¿cómo entenderán ellas el afecto?, ¿cómo lo ven? Con estas preguntas empecé Cuaderno de campo, pero aquí quería que los animales tuvieran una voz más presente y que fueran ellos los que cuestionasen muchas cosas. «No queremos caminar sobre las cabezas de otros», dice uno de ellos en el libro. Es un pellizquito, la memoria, las heridas que tenemos aún por cerrar, y como en otras generaciones muchas personas no han podido hablar porque no les estaba permitido (ya bastante era estar vivo, seguir adelante y sacar a flote a la familia), también quise dársela a los animales, para que ellos nos hicieran preguntas sobre cómo estamos, cómo habitamos el mundo y, sobre todo, cómo convivimos los unos con los otros.
En el libro hay una intención de querer encontrar, de querer leer, o la necesidad de generar un vínculo con lo que aparentemente es inanimado o no se comunica con palabras.
Es que… ¿por qué solo admitimos como lenguaje esta conversación? Porque están sucediendo muchísimos lenguajes en el mundo, desde la química, la botánica o los pájaros a los árboles, el lenguaje químico de las hormonas o las abejas (que para comunicarle al resto que hay polen, bailan). Para mí era muy importante abrir esa mirada, abrir más ventanas para mirar desde otros lugares.
Hay unos versos que dicen: «Para qué sirve / una enciclopedia de todo lo vivo / y de todo lo muerto / ¿qué haremos con los fantasmas?». ¿Necesitamos a esos fantasmas? ¿Están presentes o mucha gente cree que no existen? ¿Vives con ellos?
Aquí quise contraponer la imagen del fantasma a la del ancestro. Un fantasma es algo que echa algo en falta; en un fantasma hay dolor, hay alguien que vaga, su cuerpo, su casa, hay en su interior algo sin resolver. Un ancestro es una persona que no está y que tenía un vínculo con el territorio, con los saberes, con la comunidad, y no se le recuerda como un fantasma que sufre, sino como un ancestro, que tiene un peso brutal. Yo pensaba en la generación de mis abuelos, que son ancestros, y en cómo nosotros somos fantasmas, porque estamos en un sistema que nos hace creer que no somos interdependientes, que no necesitamos a nadie, y me da miedo que solo seamos fantasmas y que no tengamos esa ligazón con la tierra. Esa imagen representa el ancestro contra el fantasma.
En otro poema: «Ya nadie escoge este mundo al cantar / antes vibrábamos con la voz / con la voz del fuego». ¿Crees que hemos perdido nuestro apego a la vida?
Este sistema nos ha hecho creer que somos invencibles y que no somos vulnerables, y el mundo está hecho de esas pequeñas cosas que sustentan el mundo y lo hacen posible cada día. No ponemos en el centro ni la vida ni los cuidados, tampoco el tiempo, y veo esa sensación generalizada de no llego, estoy cansada, estoy triste… No lo digo desde el reproche. Un día, un chef me dijo que los jóvenes preferíamos ver Netflix que cocinar, y le dije que se preguntara por qué a esa persona le apetece enterrarse en la cama a ver Netflix, porque a mí me ha pasado muchas veces. Está una cansada, agotada, pero ¿por qué? Creo que hay que preguntárselo, y para mí es muy importante, en estos tiempos en los que estamos (y no me gustan nada los discursos que riñen, que culpabilizan o que aleccionan, porque creo que paralizan y distancian), encontrar puntos que tú y yo tengamos en común sin conocernos, por ejemplo hablar de un frutal o de un queso que nos gusta, de cómo se hace, o de nuestros abuelos…
Te refieres a compartir cosas, entiendo.
Desde esas pequeñas cosas el mundo se puede cambiar. Hacer que la gente repare en ellas. Por ejemplo, a mí me encantan los pájaros, pero algunas amigas mías que vivían en Madrid no se detenían en ellos; sin embargo, a raíz del confinamiento, empezaron a darse cuenta de que en su ventana podían verlos, y nombrarlos las llevó a querer saber más sobre ellos, cómo eran sus costumbres, cómo criaban, de qué se alimentaban. Fíjate, todo es prestar atención.
Decía Simone Weil que «amar es estar atento».
¡Es tan actual! Y pienso también en Bernardo Atxaga, que un día me dijo: ¿Por qué me tengo que ir a Nueva York, si en mi aldea pasan las mismas cosas? En mi aldea también pasan las mismas cosas que puedan pasar en Nueva York. Esa capacidad de mirar y de estar en el mundo a mí me fascina, y creo que necesitamos más personas así.
¿Por qué no vivimos de forma atenta? ¿Por qué nos cuesta prestar atención? La tragedia es, creo, que la atención no puede enseñarse, sino solo compartirse.
Estoy totalmente de acuerdo, solo se puede compartir.
Estos versos: «Dónde está el mundo si no es aquí / aquí / siempre / rodeados de ríos / rodeados de muertos». De nuevo los muertos, pero presentes.
Podríamos hablar aquí, respecto a las grandes ciudades, de cómo escondemos la muerte y cómo siempre imaginamos el campo como una Arcadia sin conflictos. El conflicto y la muerte siempre están presentes. No existe la vida sin la muerte, y creo que esconder la muerte, como se hace mucho en las ciudades, es olvidar los rituales. Con este libro quería reivindicar los rituales, pero también el derecho a rehacerlos, porque un ritual es sinónimo de comunidad, y creo que los necesitamos. Tal vez rituales para hablar de las cosas que nos pasan hoy, o no sé, retomar otros antiguos. ¿De qué te sirve saber tantas cosas si no es para hacer el bien y para compartirlo?
El libro tiene muchas capas de lectura, pero hay una muy especial para mí que reconozco detrás de estas palabras: «Has de llevar una herida —aunque sea minúscula— / para que te puedan creer». ¿Qué es la necesidad?
Para mí la poesía es un pellizco que puede abrir ventanas, y hace preguntas, y hace que veamos el mundo de otra manera, que prestemos atención. Si no, ¿qué sentido tiene? Yo quería con este libro tirar un cable, tirar una piedra al pozo y oír el sonido. Este libro existe gracias a las ondas de otras piedras que cayeron al río.
Hay otro poema: «El hambre nos igualó / hizo de todos / las mismas bestias / pero con la abundancia / regresó la desmemoria». Esta hambre está presente en todo el libro y explica tu necesidad de hablar con el pasado…
Es algo tan esencial como saber que formamos parte de un todo y que las cosas tienen sus tiempos, su necesidad. Para mí está muy presente.
En el poema XXIV, el último de la sección “Los animales hablan”, terminas haciendo referencia a una sombra ambivalente: «Seguirá naciendo / una umbría / podréis compartir / el pan y el descanso / podréis también / en ella / esconderos».
Me gusta mucho el concepto de la buena sombra. La sombra que aparecía en Tierra de mujeres silenciaba, escondía o hacía que no viéramos, pero ahora, en los tiempos que vivimos, necesitamos esa buena sombra para resguardarnos del calor, para compartir, para hablar… También, con ese doble filo de los depredadores, las sombras, las umbrías, las manchas de monte sirven para esconderse. Tiene muchas capas ese poema.
Dices en un momento dado: «Aullar / eso es lo único / que nos queda». ¿Es Fuego la sed un aullido?
Tenemos que aprender a escuchar el lenguaje de los animales, la poesía puede ser lo que le dé la gana, pero creo que sí: un aullido que puede convertirse en canto, que puede convertirse en lluvia, que puede ser una grieta en la tierra.
He quedado maravillada con esta entrevista, soy amante de la poesía.
Tampoco conocía la revista Mercurio
Indagaré y seguiré