Nadie habla ya de la pandemia, nadie quiere recordar aquellos días aciagos. Muchos lo hicieron, hablar de ello, durante el confinamiento. Muchos se aburrieron y contaron su aburrimiento, o su sequía creativa, o su inspiración que desplegaron, como si fuese uno de esos absurdos retos virales, frente a las limitaciones de lo posible aquellos días; de lo viable (del vocablo francés derivado de vie, «vida»). Pero Coma (2022), de Bertrand Bonello, que también surgió en aquel contexto, no es solo el testimonio de la interrupción existencial a que nos condujo, de la vida como mera supervivencia. El cineasta francés alumbró esta película sorpresa con tácticas de guerrilla: rodando en su propia casa en apenas 12 días, con un exiguo equipo de colaboradores y mínimos medios de producción.
Su origen hay que buscarlo en dos fuentes. Por un lado, el cortometraje que, por encargo de la Fondazione Prada, Bonello había realizado durante el primer confinamiento en Francia, titulado Où en êtes-vous? (Numéro 2), en realidad la secuela de otra pieza breve de encargo —en aquella ocasión, del Centre Pompidou—, documental autobiográfico de 2014 concebido en forma de carta a su hija de 11 años y con el que trataba de dar respuesta a preguntas que ella le hacía sobre su forma de entender el cine; cuestiones como: «¿Por qué no haces películas como las de Peter Jackson?». Pues bien, aquel segundo ensayo visual, para un proyecto online que reunió obras de autores como Alexander Kluge o Brady Corbet, se ha convertido en el prólogo de Coma, un nuevo vídeo-mensaje destinado a su hija, que en ese momento había cumplido la mayoría de edad.
Una edad parecida a la de los protagonistas de su película Nocturama (2016), cuyos últimos minutos reinterpreta Bonello alterando las imágenes y con su voz en off acompañada de una nueva banda sonora. Confiesa el director a su hija, a quien dedicó aquella obra, que por entonces quería hacer una película breve y sencilla como un gesto, pero en cambio le salió larga y compleja: «Todos tenemos algo que decir pero ¿qué podemos hacer en realidad? Un gesto, ciertamente. El más fuerte, el más demencial, el más violento, el más hermoso. Por ejemplo, amar. Pero no siempre encontramos ese gesto. Entonces volvemos a soñar con películas», dice la voz de Bonello sobre los fotogramas ampliados y distorsionados de aquellos adolescentes que siembran de atentados terroristas la capital de su país (París es una fiesta, iba a llamarse, remedando a Hemingway). No obstante, él dice ver en su film, junto a la desesperación que desprenden sus imágenes, una cierta posibilidad de «renacer».
Su visión incendiaria se traslada a un proyecto de película que podía parecer menor, y que es la segunda de sus inspiraciones. Una idea que tuvo a partir de una reflexión de Gilles Deleuze sobre los peligros de soñar («Cuidado con los sueños de los demás, podrías encontrarte atrapado por ellos»), que según él provocan que incluso la mujer más dulce pueda convertirse en el arma más devastadora. Bonello pensó, contradiciendo al filósofo, qué ocurriría si le diese la vuelta a esa idea, si su protagonista se dejase atrapar por los sueños, y si enmarcara esa premisa en la psique de una joven; más o menos de la edad de su hija. Es curioso: algunas sinopsis afirman que la protagonista de Coma, a la que no se da nombre en la película, es de hecho su hija, pero la ficha de la productora solo habla de «una adolescente».
Una chica, en cualquier caso, encerrada en su dormitorio y cuya única relación con el mundo es virtual (hasta aquí, todo normal en el manicomio contemporáneo), que descubrirá el poder de los sueños —y su reverso siniestro—, o del libre albedrío, cuando se hace acólita de una extravagante, enigmática y perturbadora youtuber de nombre Patricia Coma. «De nada sirve suicidarse, pues siempre se hace demasiado tarde», cita a Cioran la influencer a las primeras de cambio, anunciando esa noche oscura del alma en la que sumirá a la joven protagonista, aunque con el efecto secundario de conducirla a la iluminación a través de una visión poética del mundo. Coma es una anticoach o una telepredicadora chunga que no duda en romper la cuarta pared si hace falta: «Actúa como si tus decisiones importaran. Da igual la realidad. Nuestra supervivencia depende de nuestra capacidad para mentirnos a nosotros mismos», dice en uno de sus más reveladores eslóganes.
Producida por Les Films du Bélier, compañía con la que, por cierto, Bonello ya hizo el cortometraje Donde están los niños (2009, Premio UniFrance en Cannes), sobre —ojo— cuatro chicas jóvenes en un apartamento que sueñan con un «hipotético» chico, Coma obtuvo el Premio FIPRESCI de la sección Encuentros en la Berlinale 2022, aunque ha sido a principios de este año cuando hemos podido acceder a ella a través del glorioso catálogo de Filmin. Una película que, como el limbo que retrata (enseguida iremos a ello), tiene difícil acceso y no menos difícil escapatoria; cuesta entrar en ella, pero sobre todo salir de ella. Complicado situarla en la tradición cinematográfica: por motivos más bien superficiales, nos vienen a la mente Las vírgenes suicidas de Sofia Coppola y El resplandor de Kubrick; y al inconsciente, el maestro David Lynch, quien sin duda la aprobaría. Lo más lynchiano que puede decirse de Coma es que muy pocos cineastas se atreverían a hacerla.
En primer lugar, por el orgulloso carácter «híbrido» y multiforme que Bonello ha defendido para su proyecto, donde confluyen: una telenovela con muñecas Barbie y diálogos desquiciados (además de risas enlatadas de sitcom); una distopía videovigilante a la que solo se escapa a través de sueños pesadillescos; un juguete hipnotizante, a lo Simon dice, que otorga superpoderes en forma de visiones más allá de lo que consideramos realidad; una peli de terror, entre lo puramente psicológico o clínico —a lo Haneke— y el slasher o el found footage más frívolo; una conversación imaginaria, y animada, con un psicópata salido de cualquier true crime de moda, y otra en forma virtual con amigas, sobre el asesino en serie favorito de cada una; un cuento de hadas macabro —como todos los clásicos—, con su típico bosque; una «Zona Libre» o lugar fuera del tiempo, un limbo que a ratos asemeja el purgatorio o el infierno, y al que no se puede entrar ni abandonar a conciencia.
En este sentido, podríamos extraer de Coma una visión del confinamiento como estado entre los vivos y los muertos (para tantos eso fue la pandemia): «Si atraviesas el infierno, no te detengas». O un estado de coma literal, que no sería solo el inducido por la pandemia, sino el de una entera sociedad, el legado de maldiciones que estamos dejando a esta juventud desesperadamente sola y perdida entre lo real y lo incorpóreo. No en vano, uno de los clips que precedieron al estreno se tituló Catatonia, otro estado —o más bien síndrome— que podría definir nuestros tiempos. Pero igualmente podemos interpretar ese limbo como el tránsito de la juventud a la madurez de su hija, a los 18 años. Sin duda, la película contiene una poderosa reflexión sobre el tiempo y su percepción, así como en torno a la libertad de elección que, se supone, nos vendría dada con la madurez: ganar siempre conlleva dejar de elegir, sentencia la mesmerizante youtuber; así pues, tampoco estará tan mal habituarse a perder.
Una idea que conecta con otra de las reflexiones en torno a la actividad artística, la creatividad o lo que aquí se denomina producción: «Karl Marx encuentra en ella su idea del hombre», nos recuerda Patricia Coma mientras observa con ironía la idea de inmortalidad de Jeff Bezos. (Hablando de magnates parodiables, también se inserta algún tuit de Trump en la película, lo que nos lleva a destacar el humor absurdo que exhibe Bonello, adoptando un tono ligero que sin duda agradecemos: se trata de una obra provocadora, excesiva, revientatabúes, sí, pero por suerte tampoco se toma demasiado en serio a sí misma.) También se expone la maravillosa hipótesis de que la descendencia humana procediese de la ficción, de esa fecundidad de la imaginación, e incluso la joven protagonista crea diálogos propios para sus muñecas, jugando con los roles de género y satirizándolos en escenas que encierran una tesis brillante: a veces no son las relaciones, sino la mirada de los demás, lo que resulta tóxico.
Brillan, igualmente y como uno de los principales alicientes para ver Coma, sus dos actrices principales: la joven Louise Labèque, quien ya encabezara el reparto de su anterior film Zombi Child, de 2019; y sobre todo Julia Faure, quien debutó en el cine a las órdenes de Philippe Garrel en la espléndida Salvaje inocencia (2001) y que aquí se revela gran acierto de casting como la cautivadora y majara influencer del título. Se suman emblemáticas voces (el director las quería muy reconocibles, según ha dicho, para que pronto adquirieran identidad para el espectador) como las de Laetitia Casta, Louis Garrel —algo más que el hijo— o Gaspard Ulliel, quien había dado vida a Yves Saint Laurent en el biopic que Bonello dirigió en 2014, y que murió en accidente de esquí poco después del rodaje de Coma, por lo que este fue su último trabajo interpretativo; aunque no deje de resultar paradójico que en esta obra póstuma encarne a un muñeco. Pero hasta esas escenas de stop motion, como las de animación, lucen gracias a la extrema precisión de la puesta en escena a cargo del cineasta francés, capaz de hacer brotar la emoción en un trozo de PVC o en un desapasionado material de archivo. Incluso en las escenas de acción real, la relación de aspecto 1:85 —con sus bandas negras laterales— deja claro que estamos contemplando cine, una ficción, una fantasía. Al mismo tiempo, la variedad de formatos recrea la volubilidad visual de nuestra sociedad multipantalla.
De ese modo, en Coma se suceden sin solución de continuidad los chats de Zoom, las videollamadas con pantallas partidas o las cámaras de videovigilancia (todo es, de algún modo, vigilancia en nuestra era), el difuminado retro de una peli de los 70, el grumo del found footage, la atmósfera kitsch de la teletienda, la textura de un videoclip ochentero de bajo presupuesto y con abundantes veleidades oníricas low cost; todo ello envuelto en una arrebatadora estética de aura pop, donde la luz y el color incorporan efectos sorprendentemente mágicos. En conjunto, el aspecto formal que da Bonello a su obra remite a una potente sensación de déjà vu, pero no porque recuerde a otras, sino porque nos deja pensando en sus imágenes como algo que no sabemos si hemos visto o hemos imaginado o recreado mentalmente. A todo ello se añade la magnífica música compuesta por el propio Bonello, un superdotado del audiovisual como ha venido demostrando desde la sublime Casa de tolerancia (2011).
Con Caos, y aunque no ha descartado una continuación que bajo ningún concepto nos perderíamos, parece haber completado una trilogía no planeada junto a las citadas Nocturama y Zombi Child: tres películas con la juventud en primer plano, y en las que lo político, lo existencial, lo terrorífico y lo metacinematográfico se dan la mano de una u otra forma. «El futuro da miedo», se dice en esta última obra suya, pero a ello contrapone Bertrand Bonello su visión radical de la esperanza a partir de la capacidad de soñar (y de amar) de la juventud, especialmente de las jóvenes, por peligroso que pudiera resultar ese verbo hace unos años a un viejo ontólogo. Da miedo, pero por fortuna no está ya en nuestras manos.