Ficción

Rojo Espanto

Relato inspirado en la canción «Bang Bang», de Nancy Sinatra

Apenas tengo recuerdos de mi primera infancia. Si acaso, el aroma del verano sobre mi piel —suave, pegajoso y con sabor a zumo de albaricoque—, o la música que las cigarras producían en lamentos, cuando la tarde comenzaba a morir, o el sabor de la sangre sobre mis tiernas rodillas… Ah, el sabor de la sangre.

Yo tenía cinco años. Él tenía seis.

Jugábamos a ser vaqueros de tiempos remotos en la ribera del río. Las ramas secas que encontrábamos abandonadas en la tierra, carcomidas por la saliva de los insectos, hacían las veces de nuestros caballos; las pequeñas piedras salpicadas de agua, nuestras balas; la risa de ambos, nuestro paraíso. Recuerdo la rudeza de nuestros juegos, las caricias asalvajadas en nuestros pequeños cuerpos y el raspar de la piel contra el suelo. Siempre era yo la que caía primero, la que teñía las flores de rojo húmedo y ferroso. Lo hacía aposta, en secreto, pues cuando tropezaba en una de nuestras innumerables carreras persecutorias, él siempre venía en mi auxilio. Llegaba trotando, negándose a abandonar su papel de vaquero, con la risa gamberra escapándosele por entre los azucarados dientes. Entonces, cuando me veía tendida en el suelo, tras dirigir los más exquisitos insultos hacia mi persona, se arrodillaba hasta quedar a mi altura. Yo lloraba desconsoladamente, lágrimas de cocodrilo aprendidas a muy corta edad. Creo que nunca he derramado lágrimas honestas. Siempre he fingido el llanto. Ya desde el momento en que agarraba el pezón amargo de mi madre, sin hambre y solo por el placer de que me sostuviera entre sus brazos, yo chupaba y chupaba y chupaba hasta que la piel se le agrietaba, enrojecida, tornándose vieja prematuramente. Fingía y él entonaba una cancioncilla infantil que rimaba con un sana, sana, culito de rana; si no sana hoy, sanará mañana. Luego besaba mis rodillas, salpicadas de rojo espanto. Aquellos besos cantados eran largos, como de animalillo hambriento o vampiro neófito y voraz, y siempre le teñían los labios de grana. Yo ansiaba bañar sus labios con los míos. Pintarme de rojo, de él, al igual que se pintaba mi madre con los hombres que le dedicaban una mirada sagaz en la panadería, o mi hermana mayor con el vecino cuando creía que nadie la veía, o todas aquellas actrices de Hollywood que, en la pantalla, dejaban ver las desdichas de un corazón torcido. Era una niña, pero sabía lo que era el amor.

Una vez exhausta, con las manos llenas de astillas y el cabello pegado a la frente por el dulce sudor del juego, regresaba a casa. El taconeo de mis zapatitos apenas alertaba a mi madre sobre mi llegada. Ella, que había dejado de reprenderme por embarrar los pasillos de casa o ensuciar el vestido blanco que con tanto esfuerzo había cosido, me recibía con los ojos medio adormilados y una botella de anís medio vacía, que pendía de su dedo índice. No me molestaba en despertarla. Porque, en realidad, no quería que despertara nunca. Simplemente, corría hacia el baño, con gran esfuerzo movía el cesto de la ropa sucia —siempre lleno— hasta que este chocaba contra la puerta, y me encerraba durante horas. Sentada sobre un suelo moteado de moscas muertas, contemplaba las heridas de mi rodilla, ya casi curadas. La costra que cubría mi dolor brillaba bajo la titilante bombilla del baño, como si fuera una piedra preciosa, o el glaseado de un pastel olvidado ya duro en el horno, o los restos de vidrio soplado, cortado y desechado sin colorear. Odiaba que mis rodillas se curaran tan rápido. Lo odiaba con toda mi alma. Con la rabia haciéndose dueña de mi ceño, arrancaba la costra con mis uñas, con mis dientes, hasta que la sangre brotaba de nuevo. Entonces, sin derramar una sola gota, colocaba mis labios sobre la herida y dejaba que el sabor a metal me impregnara la lengua. Así debía saber él, ¿verdad? Así, como un mineral sucio. Recuerdo un día en particular; un día en el que lloré muchísimo de dolor, de enfado y de agonía… Y decidí que, cuando volviera a jugar con él, le robaría un beso, uno pequeño, cortito, de sus propios labios.

A la mañana siguiente no hubo beso. Solo balas que me derrumbaron sobre la tierra. Jugamos a vaqueros, esta vez sin caballos, sin risas, sin cielo despejado con sabor a fruta caliente. Jugamos a vaqueros y él no hizo otra cosa más que arrojar pequeñas piedras contra mi cuerpo. Lloré por primera vez en la vida. Mi amor me había disparado.

Eso es todo lo que puedo recordar de mi infancia. Nada más, pues el dolor teje mi memoria, un dolor que yo atesoro como la más cara de las prendas. Lo vi una vez más, durante mi adolescencia, en esa edad donde una se vuelve funambulista entre la infancia y la adultez. Mi corazón se había podrido y el amor… oh, aquel amor… quedó confundido por el deseo. Aún poseyendo la voracidad propia de un niño que lo quiere todo, que lo necesita todo y que no acepta un NO por respuesta, lo abrasé en despiadado deseo de piel y fluidos. Aunque él tenía un anillo de compromiso en el dedo y sobre sus labios reposaba el nombre de una muchacha que no era yo, me acosté con él. No nos besamos. No hubo tiempo para eso. Solo para morder, arañar y suplicar rabiosamente que no se fuera nunca más.

Lo destrocé.

Aquel día, lo destrocé.

Hoy, la música suena. Un coro canta solemne mientras aguan la congoja que provoca el tañido de las campanas de la iglesia. Suenan para mí, solo para mí, recordándome todos los pecados que he cometido a lo largo de mi vida. O quizás todos los delirios placenteros a los que sucumbí e hice sucumbir a aquellos que se atrevieron a entregarme una parte de sí mismos. Una confesión dolorosa por todo lo que para mí fue un amor que, en realidad, nunca fue.

Él me espera en el altar.

Con los ojos cerrados duerme en un ataúd de madera añeja. Es la misma madera con la que nosotros jugábamos a montar caballos. Se ha ido, no sé por qué. Me acerco a él, volviéndome la sombra de un pasado compartido, y me arrodillo, poniéndome a su altura, inclinándome para darle un beso.

No sabe a metal, ni a sol, ni a ninguna de las cosas que yo creía que sabría. Sabe a carne de uña mordida y fría. Solo a carne y nada más.

Con aquel beso, me disparó.

Y yo deseé morir en ese instante.

 


Con la colaboración del Máster Universitario en Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla, que se imparte en la Facultad de Comunicación desde el curso 2010-2011 y que actualmente coordinan Mª Jesús Orozco Vera y Carlos Peinado Elliot. Más información aquí.

Este relato musical surgió de una actividad de la asignatura «Modelos narrativos», impartida por la profesora Clara Marías. A partir de la letra de una canción, los estudiantes tenían que escribir un relato en torno al personaje que —tan bien— retrata, manejar la intertextualidad (citando algún verso de la canción) e incluir algún elemento autoficcional.

Beatriz Requejo tiene 28 años y nació en Ávila. Tiene formación en varios ámbitos artísticos (cine, doblaje, moda…) pero, sin duda alguna, lo que más le apasiona es la escritura. Por ello es que, tras estudiar el Grado en Literatura General y Comparada en la Universidad Complutense de Madrid, se decidió a realizar el Máster en Escritura Creativa en la Universidad de Sevilla. Actualmente está trabajando en una novela que espera vea la luz en poco tiempo.

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