Horas críticas

Maria Messina: muchachas sicilianas entre cuatro paredes

Maria Messina (Palermo, 1887 – Pistoia, 1944). / Imagen: Altamarea

«Maria era en aquella época, tal como la vuelvo a ver en mis recuerdos y tal como me la vuelvo a encontrar en las fotografías del álbum familiar, una joven menuda de carita pálida, con grandes ojos luminosos enmarcados por una masa de fino cabello castaño. Esa fragilidad escondía una fortaleza de ánimo inusual, que le había permitido a ella, señorita de buena familia que más bien debería haber ignorado ciertas vergüenzas, denunciar lo que se escondía tras la fachada de casas respetables, donde la mujer se mantenía en un estado de sometimiento cercano a la esclavitud». Así evocaba a la escritora Maria Messina (1887-1944) su sobrina favorita. Un esfuerzo de memoria que, durante décadas, su país se negó a hacer. Bien es cierto que su último libro databa de 1928; luego, una esclerosis múltiple la apartó de la escritura hasta su muerte. Y entonces, el limbo, la práctica desaparición de su obra literaria. Por suerte, su paisano Leonardo Sciascia la rescató en los 80 y la ensalzó como lo que es a día de hoy: una figura esencial en la la literatura italiana del siglo XX.

Mirada, eso sí, como una discípula del máximo exponente del verismo Giovanni Verga, con quien mantuvo una apasionante correspondencia cuando ella contaba apenas 22 años de vida. Fue admirada por este y otros autores, debido a la sencillez y naturalidad con que retrataba los ambientes cotidianos de su tierra. «La vida siciliana, tal como la presenta, carece de pompa paisajística o drama sangriento; todo está en clave menor», destacaba el escritor y crítico Giuseppe Antonio Borgese —otro coterráneo— en el prólogo a uno de sus libros. Toda su obra la hizo girar en torno a la cultura de la isla, pese a que vivió en ella solo durante sus años de juventud. O quizá no es pese a ello, sino por eso mismo. Sus protagonistas solían ser mujeres jóvenes, como ella misma cuando las escribía, y justamente con ese acotamiento temporal y geográfico tituló la colección de relatos Muchachas sicilianas (1921) que, poco más de un siglo después de su publicación, vierte al español la editorial Altamarea, gracias a la traducción de Raquel Olcoz.

Muchachas, aunque quizá «deberíamos decir damas sicilianas», comentaba la propia autora sobre esta compilación. Sus personajes principales son, de hecho, señoritas como lo ella era misma en el recuerdo de su sobrina, si bien con escasos derechos e identidad social, bajo el ala de sus madres, al menos mientras que no pasen a ser señoras de; en tal caso, vivirán otra clase de asfixia basada en la prudencia y la contención. La Sicilia que nos presenta Messina (apellido puramente siciliano, por cierto) proyecta una sombra atávica sobre los usos y costumbres populares de aquella porción de tierra apartada de la península, literalmente aislada, encerrada en su propio universo que es fuente, en sí mismo, de opresión. Sobre todo para ellas, las mujeres en general y las que tratan de poner un pie en la adultez, en particular.

Abre este libro el relato titulado Rosas rojas, en el que la protagonista se supedita sin aparente resistencia a la vida de «solterona» recluida que le han orquestado. Presa de un enclaustramiento que choca, sin embargo, con los recuerdos —de tonos verdosos— a los que se aferra, así como a la evocación mental de un amor/deseo jamás explorado y ni mucho menos consumado en manera alguna. Este pasaje inicial es particularmente esclarecedor al respecto: «Se metió en casa y cerró la ventana muy despacio para no hacer ruido. Cuando se dio la vuelta, la plateada luz del espejo la embistió. Entonces se miró, tímidamente. Sintió una especie de piedad por sí misma, como si nunca antes se hubiera mirado […]».

En el delicioso El pozo y el profesor, Messina evidencia el absurdo ritual del cortejo y sus convenciones; la transacción distante y mediada por la familia de la joven de veinte años, junto con el desinterés real de un profesor —bastante mayor que ella— por algo más que su anacoreta vida intelectual. Si bien a la chica «el hecho de quedarse para vestir santos no le preocupaba», la expresión ya denota el apremio de las expectativas sociales. Por su parte, al maestro le decepciona que ella no se interese por la cultura y el conocimiento, pero es justamente su educación la que se los ha negado: «Yo estaba acostumbrada a papá, que gritaba si en casa veía un trozo de papel impreso; a mamá, que me ha dicho siempre que una muchacha tiene que cortarse las manos antes que escribir lo que piensa». Una frase, esta última, reveladora del carácter subversivo que encerraba la escritura de la autora palermitana.

Sus relatos sugieren, sin subrayados, narrando los gestos leves del día a día, la carga psicológica de sus protagonistas y lo que esconden más allá de las apariencias, como en Camilla, con sentencias tan contundentes como esta: «La había dejado después de tres años de amor y de esclavitud. De esclavitud, sin duda». Hay en la relación de esas seis hermanas y el interés de la madre por buscarle un buen partido a la mayor algo que nos trae a la mente a Jane Austen, aunque en un entorno muy distinto. También aquí se hace insoportable el fingimiento ante el amor no correspondido («Empezaba el tormento de mostrarse sonriente y despreocupada») y la imposibilidad de rechazar una relación supuestamente ganadora; pero este relato se abre a la esperanza de una rebeldía («¡Pues no me caso!»), enalteciendo la soltería como el mejor partido posible.

Otras tres hermanas ocupan el centro del relato Almendras, en este caso huérfanas y luchando por mantener su independencia económica («A mí me parece que las dueñas de nuestras cosas somos nosotras») como único modo de conservar la independencia moral y espiritual. Sus vidas dependen de un negocio frágil que las sostiene a flote en un contexto de guerras y de miseria, y en esas la hermana más joven se ve dispuesta y preparada para recuperar su vocación de maestra, aunque con el miedo inevitable a cómo la juzgarán por ello en su entorno. La terrible presión social es mayor que la amenaza real del hambre, y en este punto Messina no se guarda nada ante el absurdo escénico: «Falso orgullo, pequeñas relaciones sociales entre gente nimia y vanidosa, mundo de cartón piedra, mundo de marionetas que mañana iba a ser arrollado por la guerra…».

Luciuzza empieza cercano al relato de terror gótico, con «el lúgubre griterío» de las plañideras en torno a un cadáver con expresión de placidez. Más allá de los tres días oficiales de luto, se prohíbe el dolor a la cría que ha quedado huérfana. Del negro se pasa a los colores más vivos de la naturaleza, a través de las vistas que le dispensa la casa de la tía rica adonde va a vivir; pero a continuación se las censuran: «Luciuzza pesaba en casa lo mismo que un pajarillo enjaulado». Quieren que sea hacendosa y fuerte, que trabaje y no sea niña. Pero es niña y es débil de cuerpo, y aunque su imaginación vuela y vibra, no evita la tragedia de un cuento amarguísimo, sobre todo en ese final que da cuenta de cómo por entonces se asumían las muertes pasando página.

De nuevo tenemos huérfanas («como dos niñas que se agarran de la mano en una habitación a oscuras») en El bastidor de Caterina, de nuevo reclusión y cárcel de penumbra. La lírica descripción de la posterior muerte de la hermana es hermosa y tremenda. La prosa de Messina nos adentra en casas habitadas por el luto, casas-museo donde todo se mantiene como si la muerta aún viviera y donde el confinamiento se aplica también a lo sentimental. Hay algo especialmente romántico, en un sentido melancólico, en este relato de muertas en vida que podría ser la contraparte a uno de Edgar Allan Poe. Brilla con especial intensidad un personaje de maravilloso nombre, Teta Picci: una mujer a contracorriente, enigmática, leída y viajada, fascinante, cuya vejez no le resta apasionamiento: «¡Tengo un cementerio en lo más profundo del corazón! ¡Pero no en todo el corazón!», llega a gritar. Espíritu libre sin miedo al juicio externo, relativiza el apego al gris de Caterina: «Bueno, bueno. Melancolía de chicas…».

Por cierto, es un rasgo distintivo en la escritura de Messina el frecuente uso de exclamaciones, como enfatizando las pasiones encerradas que emergen buscando aire, y de puntos suspensivos, que más que su vaguedad expresan la capacidad de sugerir del lenguaje, el pensamiento o la imaginación. Igualmente llama la atención en su estilo el empleo de frases cortas que le imprimen una cadencia muy marcada, muy moderna y que en ciertos pasajes recuerda al experimentalismo de Virginia Woolf.

La protagonista de El ideal roto no es ya una muchacha, sino la señora Cristina Sinighella, aunque son las jovencitas del pueblo («crecidas a la cálida sombra de cuatro paredes, frescas y puras como flores intactas») quienes se revolucionan por la llegada de su elegante y urbanita hijo, profesor de escuela. Se dibujan aquí la nostalgia por venir de la capital —Palermo— y encontrarse con un paisaje de «mujeres vestidas de colores oscuros», así como los tiránicos contornos de un ambiente rural viciado, en el que sus vecinos solo se interesan por ella en acercamientos interesados: bien porque tengan hijos en edad escolar, bien porque tengan hijas en edad casadera. Todas las relaciones están labradas en mármol por la convención social.

Finalmente, en La túnica color café, el amor se entrevera de fe y el milagro se mezcla peligrosamente con la mentira: «Hay palabras que queman cuando las pronuncias, esperanzas oscuras pero poderosas que hay que encerrar en el fondo del alma». Un mal de corazón aparece aquí como verdadera maldición —heredada— para un chico que querría alistarse para la guerra: «Los muertos jóvenes de la familia lo llamaban a su oscuro mundo sin fin, los muertos jóvenes con pálidos rostros, con grandes ojos velados por la nostalgia». Pero la más atormentada por la desdicha de él es su prometida, a la que el frustrado soldado echa en cara su destino (junto a ella): «Tú has hecho la promesa para pedir que yo volviera», la acusa hacia el final de este tenebroso relato sobre las consecuencias de desear demasiado algo.

En realidad, lo que en cierta manera distingue a Maria Messina de otros veristas, con los que su obra presenta obvios vínculos (el citado Verga, pero también Luigi Capuana), es que su realismo transitó de los considerados hasta entonces como perdedores a un tipo de personaje más reconocible en la sociedad pequeñoburguesa de su tiempo. Una realidad, siempre de puertas para dentro, donde quienes perdían eran, en su mayor parte, mujeres. Hay quienes han considerado que la visión —fatalista— de la escritora siciliana acerca de la opresión que experimentaban aquellas muchachas no es precisamente feminista, acaso por esa docilidad y resignación a un destino que parece inevitable. Pero las cosas eran como eran y, aunque hoy queramos personajes femeninos que sean algo más que víctimas, las semblanzas de Messina fueron todo un desafío hace cien años. Quizá no dio voz a aquellas mujeres silenciadas, pero contó sus silencios con audacia y maestría literaria. No parece poco para una joven crecida a la sombra de cuatro pareces.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*