Horas críticas

Entre fantasmas: «La ballena», de Darren Aronofsky

Brendan Fraser en un fotograma de «La ballena (The Whale)», de Darren Aronofsky. / © A24

Todos hemos visto la escena: se encienden las luces y el público de la première del Festival de Venecia 2022 irrumpe en aplausos mientras su protagonista, Brendan Fraser, que parece aún concentrado en las imágenes de la película, sigue sentado hasta que el aplauso se convierte en ovación; a su alrededor, este y aquel le piden que se levante, él lo hace —la pernera arrugada del pantalón de su traje tarda tanto como él en adquirir una compostura de noche de gala—. Con sonrisa de incredulidad, mira alrededor y agradece con aparente timidez el reconocimiento del público profesional, de sus compañeros de reparto y del director, Darren Aronofsky.

La prensa y los medios lo han repetido hasta la saciedad: ese papel protagonista de un profesor enfermo de obesidad mórbida supone el regreso por la puerta grande al cine de calidad de un actor que vivió dos descensos a los infiernos reservados a los actores hollywoodienses, el de las películas de serie menos que B y el descarte físico. Como Marlon Brando, pero sin una carrera a lo Marlon Brando, cuando dejó de ser el protagonista hot de comedias románticas y de aventuras donde sudaba la camiseta ceñida al torso musculado, buscando momias entre saltos y sonrisas, después de algunos percances con tanto brinco, Brendan Fraser protagonizó en sus carnes el estereotipado argumento de declive físico incontrolable, depresión profunda y mutis obligado. A Hollywood le gusta repetir el esquema del héroe rescatado del abismo cuando parecía irrecuperable, el mensaje falaz sobre el tipo maduro que resurge de sus cenizas fortalecido por las tinieblas del fracaso. Igual que hay obituarios, debería darse un nombre a esos artículos de resurrección donde el redactor rescata el elogio fúnebre que escribió para enterrar al artista de turno y, tras corregir el tono de ciertas frases, cambiar algunos tiempos verbales y adjetivos, anuncia que míster XX, al que tú, espectador frivolón o cinéfilo cínico, diste por muerto, aún tiene aire en los pulmones.

Es una estrategia de marketing rodada y ha funcionado. Brendan Fraser entra en la cincuentena con el paso firme de un hombre corpulento y una sonrisa blanda de tipo apaleado. El iris azul continúa dando juego en pantalla. Es increíble la expresividad que un excelente director de fotografía —Matthew Libatique— puede conseguir del rostro de un buen actor enterrado en grasa prostética; y sacar de una carita de muñeca, la de Sadie Sink, aún demasiado verde para modular de manera convincente la voz, primeros planos en los que vemos la batalla de emociones contrarias; en el caso de Ellie, las de los hijos abandonados en la primera niñez que reencuentran al progenitor transformado en un adulto solo y desvalido.

No es necesario estar informado de las desventuras del actor para apreciar su actuación en La ballena (The Whale); de todos es el que está mejor, tanto por la veteranía como porque su aspecto es en sí mismo un discurso. En Estados Unidos están corriendo ríos de tinta contra la supuesta gordofobia que se desprende de la película. Resulta extraño no encontrar noticias de ninguna protesta en 2012, cuando se estrenó la obra teatral de Samuel D. Hunter en la que se basa la película. Las fotografías de la obra accesibles en internet dejan ver al protagonista con un traje de obeso mucho menos natural que el que carga Fraser.

Vayamos al grano. Él es Charlie, un profesor de inglés que imparte clases vía Zoom sin mostrarse en pantalla, arguyendo problemas con la cámara del ordenador. Vive recluido en su apartamento, incapaz de superar el duelo por la trágica muerte de su novio, estudiante en sus cursos, y distanciado de mujer e hija, a las que abandonó por el chico. Su peso, que lo tiene con un pie en la tumba, es el resultado del autocastigo que se inflige engullendo comida basura; la llegada del repartidor que le trae cada día sus pizzas parece marcar el tiempo nocturno, mientras el diurno lo puntúan las regulares visitas de su amiga, la enfermera Liz. Como se trata de una película de Aronofsky, no extraña que Ellie (Sadie Sink) grite más que interprete, una lástima porque su papel es el más complejo. Es difícil encarnar a una chica de 17 años llena de rencor, que por un lado expresa resentimiento y por otro verbaliza la repulsión de la persona común ante la obesidad, capas de espesor psicológico a las que los guionistas añaden la pulsión destructiva, imprescindible para generar fricción con el entorno y mover la acción en direcciones intrigantes. Samantha Morton, aquí una envejecida cuarentona, es una elección muy sólida para levantar un papel corto que se sustenta en lo que se (mal) dice de ella como típica progenitora vengativa. Están bien los otros dos personajes principales, la enfermera Liz —la tailandesa Hong Chau—, que acude a cuidar y a envenenar a su amigo, midiendo sus constantes vitales y concediéndole acto seguido la comida hipercalórica que el otro engulle en su ya largo proyecto de inmolación, y el joven misionero, Ty Simpkins, en mi opinión mejor que Chau, también porque el desarrollo argumental del personaje es más profundo.

La actriz Sadie Sink, en un momento de la película. / © A24

La filmografía de Darren Aronofsky ayuda a poner en perspectiva su tratamiento de la pieza de teatro en que se inspira La ballena. El resultado ha provocado división de opiniones: hay quien la ha calificado de miserabilista, otros la elogian a partir de la actuación del protagonista y se dejan ganar por el mensaje happy together. En Norteamérica, la carita de bueno de Charlie con su algo de pepón caricaturesco ha irritado a algún crítico. A mí el conjunto me parece desequilibrado y el tramo final poco convincente. Es difícil saber si la colaboración con el dramaturgo Samuel D. Hunter ha servido para moderar la tendencia al histrionismo de Aronofsky; un histrionismo que, cuando se apoya en audacia visual, buena música y buenas interpretaciones, entra en la categoría de espectáculo bastante disfrutable. Es más fácil entender qué pudo atraerle de la pieza teatral multipremiada: temáticas afines en torno a la culpa y la expiación, la enfermedad mental, la soledad, la crueldad estructural de la sociedad americana y los paliativos a los que se aferran las personas cuando el declive se acelera. Conecta, pues, con Réquiem por un sueño, excelente película del 2000 protagonizada por la ya entonces veterana Ellen Burstyn junto a unos muy jóvenes y convincentes Jared Leto y Jennifer Connelly. El papel disolvente que en Réquiem tenían la televisión basura y las drogas tiene sus equivalentes en The Whale en la iglesia mormona y la comida basura.

Resulta muy hábil la introducción con la voz del profesor de inglés online que no se deja ver. Cierta autoridad intelectual se transmite a las nuevas generaciones a través de la literatura y la escritura creativa, entendida esta como recurrente instrumento de conexión genuina con el yo profundo. Este tópico ha dado y va a dar aún tantos libros, no todos buenos, que el espectador hará mejor en no detenerse en tan triste verdad. Porque ¿en qué queda el eros pedagógico que tanto hace, ha hecho y hará para que los jóvenes repriman las ganas de huir en cualquier dirección y se integren en la sociedad a través de uno de sus instrumentos de persuasión —de perversión, de sublimación— más logrados, la literatura, si quien analiza estos versos y aquellas metáforas es un obeso de más de 200 kilos, incapaz de moverse sin ayuda de un andador, que utiliza un sistema de poleas para meterse en la cama, un mastodonte que necesita un respirador y vive solo en una casa no del todo presentable, en Idaho, un estado del llamado Corredor Mormón? ¿Qué legitimidad le asiste para hablar de belleza?

Charlie, a punto de colapsar, se niega a ser hospitalizado, alegando no poder pagar la factura —aquí los europeos bufamos—; su medicamento milagroso es la lectura en voz alta de un texto breve, comentario escolar de cierta novela sobre una ballena; naturalmente, se trata de Moby Dick, novela icónica en la cultura estadounidense. El texto en cuestión es un comentario bastante primerizo sobre la soledad y las emociones escondidas, escrito por su hija y que, en una de las muchas escenas patéticas, él no es capaz de recoger del suelo hasta que, oportunamente, llaman a la puerta que, oportunamente abierta, da paso a un chico de apenas veinte años, un misionero de los de biblia en mano, que hace proselitismo de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, entidad y nombre que, por increíble que parezca, no ha inventado Thomas Pynchon.

Para comprender cabalmente a los personajes, si no la trama entera, importa saber que la acción —o falta de acción— tiene lugar en un estado del llamado Corredor Mormón, que comprende Idaho, Nevada y Utah, donde ejerce su influencia, desastrosa según dejan ver Aronofsky y Hunter, esta iglesia milenarista. La influencia del movimiento, integrado por varias iglesias cristianas, se ha extendido por Wyoming, California y Arizona, y contaría con dieciséis millones de miembros. Fundada en 1830, es decir hace casi doscientos años según el calendario gregoriano, su concepto de «últimos días» ha de entenderse desde la perspectiva de la física cuántica. Sarcasmos aparte, en La ballena se declinan diferentes enfoques de la búsqueda de redención.

A partir de la irrupción del chico mormón con su mensaje mesiánico, y de la bien calculada orquestación de entradas y salidas de personajes, de revelaciones dramáticas o catárticas, de silencios e imprecaciones, de lágrimas, abrazos y frases para el recuerdo, la estructura teatral de base proporciona la solidez que se echa en falta en otras decisiones de dirección, especialmente, ¡ay!, en la música. Unas palabras, pues, a favor de Samuel D. Hunter, joven talento nacido en Moscow, Idaho. Mientras la subtrama del impacto fatal de la iglesia mormona en las vidas de los protagonistas, especialmente sobre el romance de Charlie y su alumno, tiene su raíz en el marco geográfico, la concepción del espacio doméstico como tumba personal, como mausoleo del novio muerto, como teatro de revelaciones y sentimientos de desesperación y de vergüenza, parece herencia de Sam Shepard y de su rompedora Buried Child (Pulitzer en la categoría de drama de 1979 y enseguida un clásico americano). El niño enterrado era un gran símbolo de un secreto vergonzante que disuelve el mito de la familia americana. El mito que discute La ballena es el de la imagen de la masculinidad; cómo se construye y se destruye la imagen del hombre. Es una negociación entre uno mismo y un entorno social e histórico concreto.

Que los guionistas —Hunter y Aronofsky— opten por esa forma de realismo naturalista que renuncia a poner en boca de los personajes reflexiones de carácter político, dejando que el espectador interprete según su experiencia y cultura el sentido de lo que ve, explica que en la prensa se hable de gordofobia en lugar de hablar de trauma y de cómo la experiencia concreta vivida por Charlie causa uno de esos duelos a los que Freud llamaba melancolía. Charlie es, literalmente, un hombre deshecho, que integra en forma de odio a sí mismo la condena del grupo, ese poder de la iglesia milenarista. El hecho de que la enfermera sea familia del chico muerto procura la habitual concentración dramática que necesita una obra de espacio cerrado, pero carga de ambivalencia la relación que mantiene con su supuesto mejor amigo.

La ballena es una muy buena historia norteamericana, que Aronofsky lleva a su terreno, el del desgarro, el énfasis melodramático, la confrontación entre individuo y grupo. Consigue que esos excesos no derrumben el conjunto gracias a la buena elección del protagonista y a un material de base bien construido. Sorprende que no convierta algunos parlamentos narrativos en episodios filmados en exteriores, de modo que apenas deja respirar tan sofocante historia con las imágenes de un Charlie más joven a la orilla del mar. El dinero, gran fetiche del sistema capitalista, es el macguffin de la trama: ¿una cantidad significativa de dinero ahorrado restaura su dignidad ante las que abandonó? Cuando el yo íntimo se ha desintegrado, aún puede rescatarse entre las ruinas un último reflejo de hombre proveedor.

Es significativa la función de talismán y tabla de salvación que atribuye a la literatura como herramienta de autoconocimiento y de emancipación. A la vista de los resultados, esta fe en el poder de la literatura tiene mucho de superstición, no muy diferente a la que cultiva el chico mormón, y bien se ve que todo acto de autoafirmación tiene un coste.

La ballena es el tipo de película que el espectador debería ver con su capacidad de análisis alerta. Ante problemas de salud mental y física como los que padece Charlie, el calor humano es estupendo, pero no es más que un paliativo si falta la atención médica profesional.

Un comentario

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