A mi abuela no la dejaron estar triste en su propio entierro. Desconozco el momento exacto en el que se ocuparon de eso, porque yo no formé parte de todo el proceso, pero en algún hueco entre su muerte y la colocación de su cuerpo en el ataúd, arreglada como para ir a misa, le pegaron los labios con alguna sustancia y, en lugar de curvarlos en cualquier otra dirección, por ejemplo hacia abajo, porque era lícito que estuviera triste en su entierro, los dispusieron hacia arriba, simulando una sonrisa que solo hacía más cruda la situación para los que la miráramos al otro lado del cristal.
Fue un detalle que en la primera hora del velatorio pudo pasar desapercibido, mimetizarse con el entorno. Pero pasado un tiempo de estar allí, después de los pésames y las caras tristes —porque a todos nos apenaba en lo más profundo su pérdida—, uno se acostumbraba a la atmósfera y era capaz de ver las anomalías y los detalles que no tenían ningún tipo de sentido, que parecían continuar la naturaleza de los hechos que habían ido sucediéndose hasta ese momento, comenzando por la sorpresa de su muerte.
A todos, sin excepción, nos pareció que mi abuela se murió de golpe, sin preverlo. Pero la ceguera fue nuestra, que no fuimos capaces de ver la advertencia. Estoy rara, tengo raro el cuerpo, nos dijo por teléfono. Hoy no salgo, me quedo aquí, descansando. La muerte encuentra maneras de avisar que no son las que se esperan, igual que es imposible imaginar a un hijo que aún no ha nacido. Y en su caso el aviso fue la queja. Al día siguiente de hablar de los dolores y las molestias, se murió. Se murió, sin más.
De la misma forma, puedes imaginarte los preparativos más comunes cuando alguien muere: las flores, el ataúd, la hora de la misa. Pero hay otros ritos más prosaicos que no se piensan, que se los descubre por la lógica en la que continúan sucediéndose los acontecimientos y que nada tienen que ver con los escenarios que se generan en la cabeza.
Después del entierro, por la tarde, vaciamos su frigorífico y esa misma noche cenamos su comida. Había boquerones en vinagre, jamón cocido, yogures con aroma artificial. Eran productos que nunca teníamos en casa, pero que siempre había en la suya y que, al cenar esa noche, pese a ser la mayoría industriales, nos supieron como si ella misma los hubiera guisado, macerado o fermentado. Y los que no, los que de verdad eran caseros, al ir sirviendo los platos decía mi madre, como un cura que repartiera obleas consagradas: tened en cuenta que esta será la última vez que comamos los boquerones, la tortilla, las aceitunas de la abuela, y no fue tan triste pensar eso como que la vez anterior que comimos en su casa no sabíamos que de verdad sería la última. En ese momento, los platos nos supieron como todas las otras veces. Con el mismo punto de sal.
Antes, había pasado muchas tardes escuchando las campanas a lo lejos. Era un sonido que no paraba, que zumbaba a lo lejos como un moscardón que no logra encontrar la salida. Terminaba siendo un incordio, porque no era capaz de concentrarme. Cada vez que levantaba la vista del libro o del ordenador me daba cuenta de que la distracción venía por aquella repetición, y era al preguntarme por qué no cesaba de una vez cuando me daba cuenta de que se trataba de un entierro.
Por eso, cuando me tocó a mí velar un muerto por primera vez; cuando me tocó el papel de nieta huérfana caí en lo distinto que debíamos escuchar nosotros, los afectados, la misma campana, frente a los que se hacinaban en sus casas durante la tarde, que descansaban con la certeza de no tener que salir y se preguntaban quién habrá sido esta vez. Tan anómalo es para nosotros como monótono para el cura, para el enterrador; una faena de trabajo, indiferente, acostumbrarse a la muerte, cenar tranquilos por la noche la comida de los vivos. Porque es igual en todos los entierros, un calco del anterior, todos andan igual de lento, dificultan de la misma forma el tráfico con su procesión triste.
Con la muerte solo se dan situaciones de otro mundo, cuando no hay nada tan de este planeta como morirse. Fue de lo poco que saqué en claro ese día. Como que la familia que no se habla se reúna y se hable de nuevo, o lo de la sonrisa y los yogures. De tan extraño que es resulta absurdo, si es que verla allí, sin moverse, no fuese ya lo suficientemente raro.
La otra cosa de este tipo que trae consigo la muerte es que el cuerpo deja de estar donde debe estar. Donde ha estado toda la vida. Una cuestión que es, en la misma medida, tan lógica como trágica. Así mi abuela dejó de estar en su butaca para ocupar un nicho en el cementerio. La metieron en uno todavía sin nombre, como a todos los muertos que acaban de morirse. Porque pocas cosas distinguen una tumba de otra, si acaso las flores con las que se las adorna o la forma en que se las mira.
Es chocante pensar allí a los que mueren, en el cementerio, cuando mi abuela no se había movido casi nunca de casa, más allá de las tiendas donde compraba las verduras, el pescado y la carne, quizá también del podólogo o el hospital y la farmacia. Oscilaba todos los días entre esos puntos, como si estos lugares tuvieran una gravedad propia que solo percibieran los viejos y de esa manera orbitaran siempre entre ellos. Por eso dejar allí a mi abuela fue tan antinatural como sacar a un planeta de su órbita, como extinguir lo que ha sido siempre así: el oleaje, las nubes, el sol por la mañana.
No se le había perdido nada en el cementerio, porque a mi abuelo lo incineraron y lo dejaron escapar por el aire y porque de mis bisabuelos no se sabía dónde tenían los huesos; por eso yo pensé que mi abuela no pintaba nada en aquel lugar; que era extrañísimo saber que estaba en el ataúd, en el hueco de aquella pared y no en el sofá de su casa. Y no pude nunca, en ningún momento, despegarme de la sensación de que si llamara a su piso ella misma descolgaría, que su frigorífico estaría todavía lleno de víveres casi caducados que pretendía igualmente comerse, o de que si fuera a verla estaría allí viendo la televisión y al aparecer me sonreiría como lo hacen los vivos, sin los labios ensamblados, y para nada encontraría la casa vacía si la recorría buscándola, diciendo su nombre.
Relato extraído de Quemando chasca (Editorial Dieciséis, 2022), primer libro de cuentos de Sara Navarro Rioboó (Palma del Río, 1996). Filóloga y máster en Escritura Creativa, en 2021 resultó ganadora del XXXII Premio Ana María Matute de relato con «El dolor de las abejas». Reside en la ciudad de Sevilla, en la que ha trabajado como librera y editora.
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