Horas críticas

«Quemando chasca»: el trabajo sucio de Sara Navarro Rioboó

Enfrentarse a la primera obra de un escritor es siempre complejo, porque al preparar una reseña pretende siempre el crítico, aun de forma inconsciente, jugar al adivino, intuir de dónde viene tal o cual cosa, interpretar en base a su historial —y a quienes ya lo han hecho antes—. Más difícil aún resulta la tarea de descifrar al autor de un libro de relatos: qué los une, cuáles invisibles hilos los conectan y qué ha querido decir con esta selección y esta ordenación de historias cortas. Así que el periodista poco inspirado acaba recurriendo a lo que dice la solapa: Sara Navarro Rioboó (Palma del Río, 1996) estudió Filología Hispánica, prometedor indicio; cursó el máster en escritura creativa de la Universidad de Sevilla, buena cosa; ganó el prestigioso Premio Ana María Matute con un cuento suyo, mejor aún; y ha trabajado como editora y librera, lo que no solo acaba por confirmar su pasión por la literatura sino que nos conduce a la siguiente premisa de esta recensión.

Para no complicarnos, vayamos a la contrasolapa, donde la Editorial Dieciséis recoge las referencias que la autora ha conjurado o ha sugerido para acompañar la lectura. Centrándonos en las literarias, encontramos a Flannery O’Connor, una de las más insignes autoras de relatos del siglo XX y de obras magnas como Wise Blood; Aurora Venturini, escritora salvaje descubierta a sus 85 años gracias a la novela de culto Las primas, aunque aquí se cita de ella un cuento inquietante de infancia nonsense a lo Lewis Carroll; y Jon Bilbao, que en uno de los relatos de autoficción de su reciente novela (sic) Basilisco excava —literalmente— en los secretos y miedos familiares. También se menciona El trabajo sucio, poema en el que Roger Wolfe revela que un autor no siempre escribe lo que le gusta leer, ni escribe «necesariamente lo que quiere, sino lo que debe escribir».

Así pues, podemos leer Quemando chasca como el trabajo sucio de Sara Navarro Rioboó, lo que debía escribir; y es de agradecer esa autoimposición, porque estamos ante un debut más que prometedor. Aunque lo intuimos en los agradecimientos finales a sus padres (quienes, según la autora, desde ahora «contarán historias con la mosca detrás de la oreja, por si ando escuchando»), no sabemos cuánta cercanía hay en aquello que narra, pero en su mayor parte exuda esa cualidad artística tan intangible que convenimos en llamar verdad. Y aunque su variedad y su número, un total de quince, desaconsejarían una lectura transversal y por fuerza algo superficial, conviene repasar antes de entrar al detalle algunos de los temas que se repiten con mayor frecuencia y que, hasta cierto punto, condicionan o propician los recursos de estilo, siempre coherentes y adaptados a lo que demandaba cada historia. Lo que se debía escribir.

Hay en los relatos de este compendio una presencia casi constante de animales, que funcionan como destinatarios o víctimas del comportamiento de sus (temporales) dueños humanos, mostrándonos sus anhelos y sus angustias por esa actitud hacia la vida, hacia esas otras vidas. En ocasiones dan pie a una relación de cuidados maternales y de experimentación con otro tipo de existencia que se puede contemplar sin miedo a ser descubiertos, aunque con el temor, eso sí, a la pérdida y el duelo, ya sea por un hámster, un pajarillo o una colección de insignificantes —pero significativos— gusanos. Por otro lado, se detecta en algunos personajes cierta animalidad, al menos si vinculamos este reino con la acepción de la RAE que les atribuye una forma de obrar instintiva, ignorante o grosera; adjetivos, en realidad, mucho más identificables en nosotros los hombres.

Otro terreno común a estas historias es el de la infancia, aunque siempre lindante con el mundo adulto, sus emociones y pensamientos más agrios o sombríos; y su contraste con la senectud como reconocimiento de la cercanía de la muerte, implacable espejo ante el que se dibuja su amenaza en cada golpe de tos fea, la extrañeza de esa realidad decrépita y enajenada ya de tanto (sobre)vivir. La imaginación y la memoria, más o menos fieles a la realidad, se agitan en la cabeza de unos personajes desconcertados que a duras penas asimilan su limitada porción de experiencia. A menudo, además, sus andanzas se ambientan en un pueblo, donde los acontecimientos llevan otro ritmo y con testigos más directos, donde también la amenaza puede ser mayor. Escenario descrito con tanta nostalgia como desmitificado o vulgarizado por sus propios habitantes, que se encargan de ahorrarnos los cargantes clichés del neorruralismo (entre otros el de «la buena gente del campo», al que más adelante nos referiremos).

En ese contexto se abre precisamente Quemando chasca con el relato titulado «La tierra yerma», en el que la madre de la narradora ansía un terrenito en el que huir de la vejez y hacerse un huerto, esperanza de fertilidad de la que su propia hija descree. «Con esa cantinela estuvo mi madre un tiempo, que soltaba de una sentada un suspiro largo con espinas», escribe Navarro Rioboó, bella imagen inserta en una narración que juega a desdecirse y que dibuja un canto a la milagrosa voluntad de esa mujer de pueblo, mujer del terruño. Le sigue «Cuando éramos niños», en el que asistimos al espectáculo de la naturaleza, o de la vida, con sus tres actos y su telón final. Crónica del despertar de una conciencia de finitud impropia de la infancia y sin embargo tan reconocible para cualquier lector, pues todos hemos sido niños y hemos dicho adiós a etapas o a personas, sin entender por qué habían de terminarse.

La escritora Sara Navarro Rioboó. / Foto: Editorial Dieciséis

También hay algo extraño y definitivamente incómodo en esa intimidad entre desconocidas que propone el relato «Animales extintos». Como si no pudiéramos filtrar lo que queremos saber y lo que no, como si nos asomásemos a unas vidas que a lo mejor no querríamos conocer más allá de lo trivial; hay veces en que cuesta saber qué hacer con esa información, esa confianza no solicitada. En «Los pájaros extraviados I», un recuerdo de infancia que podría resultar anecdótico se convierte en una desoladora evocación del absurdo existencial. Y nuevamente la conciencia temprana de fenecimiento a través de una mascota ocupa el conflicto central de «Pipa», que empieza con un latigazo: «Cuando tenía doce años llevaba tres sin pensar en la muerte». Una amenaza todavía invisible («el pésame era algo de los adultos y las películas de sobremesa») pero ya presente, intuida.

A vueltas con la infancia, «El Rey cojo» disecciona la crueldad de los niños y el odio hacia aquellos a los que se considera privilegiados, los mimados, que sin embargo están abocados a la desgracia. Un niño con discapacidad psíquica, que considera a otros los tontos y ofrece una mirada incisiva a la nada normal representación de la vida adulta, guía nuestros pasos en «Ser especial». El protagonista de este relato hace reflexión metalingüística de forma constante y regala frases de gran calado poético, como cuando describe la inutilidad de las lágrimas: «No sirve de nada usar el corazón. Solo para mancharte la cara». La brutal búsqueda de afectos ocupa el núcleo de «Los pájaros extraviados II», donde las mascotas vuelven a servir de metáfora sobre la dependencia. «No te quieren a ti ni los pájaros», le dicen a la joven protagonista, que solo parece haber aprendido a querer hiriendo y que es a su vez como un animalillo perdido.

Aunque si hay un relato perturbador y tenso ese es el titulado «Pero estábamos en mayo», donde la escritora cordobesa explora el miedo de una joven a volver a casa sola de noche (ese temor del que hace cinco años los hombres apenas éramos conscientes). En el relato, no obstante, la amenaza acecha dentro del portal, en forma de un inquietante vecino sobre el que se proyecta la sombra del plausible depredador: «Preferí mantenerme allí hasta que él solo volviera a encerrarse, tal como dicen que es mejor hacer con los animales salvajes: mantenerse con calma, hacerse el muerto», leemos en un escalofriante pasaje con el animal, de nuevo, como reflectante de lo humano. Lo extraordinario de esta historia es que en realidad no sucede gran cosa, solo que sí sucede: ese terror contenido suena muy real y debe de parecerse al que tantas mujeres han vivido. El tipo, por cierto, es un viejo medio sordo y medio loco.

El miedo a la demencia y la gerontofobia, que es otra forma de manifestar el pánico ante todo lo que recuerde a la muerte y sus fantasmas, se halla en el corazón del breve y magistral «La vieja», que casi se inscribe en la tradición del terror gótico, al menos hasta su final impactante y dramático —en el más realista sentido posible—, fruto de una certera construcción del clímax. En «El miedo de las viejas» se repite esa combinación de ancianidad y crudeza, esta vez desde la mirada de una chica y su abuela matagatos. Aunque el verdadero horror procede aquí de un lugar vedado (físico y de la memoria), en el que se sospecha que hay fosas: «Un eco doloroso, de herida de otro tiempo». Podría considerarse que con «Traslación natural de los planetas», penúltimo relato del conjunto y uno de los más redondos, se cierra un tríptico sobre vejez y muerte. Un arranque en frase corta y afilada («A mi abuela no la dejaron estar triste ni en su propio entierro») y un desenlace con varias subordinadas que evocan con vividez a la fallecida, como si de algún modo ya estuviera de regreso, marcan un itinerario sobre lo extraño o lo absurdo de ciertos actos que siguen a un fallecimiento y su lógica aplastante: «Con la muerte solo se dan situaciones de otro mundo, cuando no hay nada tan de este planeta como morirse». El modélico desarrollo establece un contraste perfecto de lo cotidiano y lo trascendental, los alimentos procesados y la escala cósmica.

Dos narraciones tratan, de forma bastante explícita, el conflicto de clases: «Lo nunca visto» lo aborda en el microcosmos de un pueblo en el que aparentemente no pasa nada, pero donde media un abismo entre familias cortijeras y familias para las que un zapato roto significa tragedia; «Lo que hay que aguantar», por su parte, lo refleja en una pareja de obreros que trabajan/enredan en un chalet pijo, desidiosos y dejándose llevar por los demonios del odio y la venganza hacia la vida opulenta de la que son testigos directos. Pero es cuando, en el último relato del libro, Navarro Rioboó vuelve a la tierra y al campo, cerrando el círculo que dibuja Quemando chasca, cuando alcanza nuevamente la excelencia. «La sal de la tierra» es una fábula sobre la fe ciega y cegadora, la fertilidad y la fornicación; o sea: sobre el miedo. Otro niño limitado, en este caso físicamente aunque también poco cultivado, se arrastra en tierra yerma junto a su madre por la fuerza de los elementos y por la Biblia como única posibilidad de salvación.

Es en estas páginas donde más claramente se conecta con el gótico sureño de Flannery O’Connor (quien, por cierto, vivió sus últimos años en una granja llamada Andalusia, donde además de escribir se dedicaba a la cría de aves). «La buena gente del campo», escrito en 1955 e incluido en su colección de relatos Un hombre bueno es difícil de encontrar, es el citado por Sara Navarro Rioboó entre sus referencias; aquel en el que también hay personajes lisiados, devoción católica, sobreprotección y total ausencia de esperanza, junto con esa asunción terrible de que unos son simplemente más listos que otros y que «en este mundo hace falta toda clase de gente». En el relato de la autora sureña andaluza, la incomprensión del crío ante la falta de asideros y certezas, su lógica disfuncional que resulta incluso más lógica que la absurda realidad, es la de todos nosotros: «Cada vez que le pregunto algo recita el Libro Sagrado, donde solo he encontrado más preguntas que respuestas. Y eso a mí no me sirve de nada, de absolutamente nada».

 


 QUEMANDO CHASCA 
Sara Navarro Rioboó
EDITORIAL DIECISÉIS
(Sevilla, 2022)
196 páginas
16 €

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