Analógica

El cine como trampantojo de la locura

Ilustración: Sofía Fernández Carrera.

Todo esto es ficción. Todo. Lo que consideras una realidad objetiva no es más que el resultado de la imprecisa reconstrucción por parte de un cerebro encerrado en una caja negra aislada del exterior excepto por lo que le (te) cuentan tus sentidos. Sí, asúmelo, tu vida es una gran ficción que te cuentas a diario. Una ficción creada por y para ti y que, gracias a ese milagro colectivo que es la cultura, intersecciona con (y se alimenta de) ficciones nacidas de otras mentes. Mentes, las de los creadores, que han imaginado otras mentes, las de sus personajes, para el deleite de otras mentes, las de sus lectores o espectadores, en una maravillosa e inabarcable estructura fractal.

Dicen que con el nacimiento y popularización de la novela a principios del siglo XVII, la lectura se sentía como una forma de desvarío, ya que durante ese acto uno se convertía en otra persona. Leer permitía pensar las ideas de otro, saliendo del propio sistema de valores y creencias para adoptar, por un breve periodo de tiempo, las de una criatura que solo cobra vida en nuestra mente. ¿Qué sucedería si esa criatura se encontrara fuera de los márgenes de la normalidad? El acto de lectura convirtió nuestra imaginación en el ágora en que reunirnos con seres de toda estofa. Un espacio de encuentro que, con la llegada del cine, se abrió a la posibilidad de una experiencia compartida.

La locura vista a 24 fotogramas por segundo

Que cine y psicoanálisis nacieran con muy pocos años de diferencia no tiene nada de coincidencia. Se trata de un símbolo inequívoco de que, desde la ciencia o el arte, a finales del siglo XIX el ser humano se propuso estudiar las luces y sobre todo las sombras de nuestra psique. Un gesto que fue correspondido por una sociedad cada vez más interesada en desentrañar los misterios que alberga eso a lo que antes llamaba alma y que pasó a denominarse conciencia, mente o yo. Una entelequia que además, según Freud y compañía, podía estropearse. Y no hay nada que nos atraiga más y a la vez nos repulse tanto como una mente fracturada.

La representación de la locura en el cine nos ha permitido desde entonces conocer a memorables personajes con distintas condiciones, así como explorar sus biografías, los tratamientos a los que eran sometidos o las circunstancias sociales e históricas en que vivieron. Historias reconocibles a pesar de su enorme heterogeneidad: la experimentación con el expresionismo de Robert Wiene en El gabinete del doctor Caligari (1920), la narración construida desde el delirio del loco que desarrolla David Cronenberg en Spider (2002), los relatos colectivos sobre la locura en tercera persona de Sofia Coppola en Las vírgenes suicidas (1999)… no hay dos películas iguales sobre la locura porque no hay dos locuras iguales.

Pero si por algo es identificable la locura en el cine es por la forma en que este medio es capaz de capturar la distorsión de una realidad que nos obliga a participar de ese estado de completa confusión. Si la ficción nos convierte en otra persona, no hay experiencia más atractiva que la de aprovechar ese traslado para dirigirnos a los confines de la experiencia humana.

En la mente delirante

A la hora de plasmar los efectos subjetivos de la locura, existe una primera categoría de obras en las que los directores más amables suelen dejar pistas que nos orientan sobre qué está pasando. Se trata, por decirlo así, de un enfoque racional de la locura. En estas películas es palpable el esfuerzo realizado en sus tramas a la hora de constreñirse a esa única interpretación. Una mente maravillosa nos habla desde la realidad alternativa creada por la esquizofrenia paranoide de John Nash, un hombre que existió y cuyos delirios fueron conocidos, diagnosticados y tratados con mayor o menor fortuna. Más cerca en el tiempo y abordando el relato desde un formato documental que hace maravillas con el recurso de la animación, el director Ari Folman analiza en Vals con Bashir (2008) las lagunas de memoria causadas por su traumática experiencia en el conflicto del Líbano. En el terreno de la ficción, nadie puede negar que una vez conocemos la identidad de Tyler Durden en El club de la lucha (1999), poca discusión hay respecto al sugerente juego de perspectiva dicotómica propuesto por Palahniuk y adaptado por Fincher.

En esta misma categoría no podemos obviar las obras que nos permiten experimentar en primera persona el efecto de drogas de distinto pelaje. Réquiem por un sueño (2000) o Miedo y asco en Las Vegas (1998) son ejemplos de este tipo de película, aunque siendo estrictos, la alteración de la realidad no viene de un desajuste interno propio de la locura, sino que nace de las obvias causas externas. Si el trastorno mental logra colarse en este tipo de metrajes es muchas veces a partir de comorbilidades que unen el consumo a enfermedades como la depresión o, por supuesto, la propia adicción.

En segundo lugar vendrían todas aquellas narraciones que prefieren mantener el misterio de si lo que se ha visto ha sido real, soñado, alucinado o cualquier otra posibilidad ontológica. Shutter Island (2010) no solo es un caso paradigmático en este sentido, sino que además presenta un contexto hospitalario que, salvando la parte de misterio, es muy fiel a la realidad de aquella época. Terry Gilliam logra en Brazil (1985) que lo kafkiano y orwelliano se hagan arrumacos para construir una demencial historia de distopías oficinescas y muchas cañerías, en la que la locura abraza cada una de sus escenas y nos zarandea sin compasión entre crudas realidades, sueños fantásticos y dislates terroristas que, al final, no sabremos si alguna vez estuvieron allí. Si hablamos de animación, cualquier obra de Satoshi Kon nos permitirá zambullirnos en un batiburrillo perfectamente orquestado de realidades que se mezclan entre ellas, donde la edición de las transiciones cobra una importancia capital. Perfect Blue (1997) o Paprika (2006) son probablemente sus mayores exponentes.

A pesar de esos juegos con las distintas realidades, todas estas películas mantienen cierta coherencia interna a nivel narrativo. De acuerdo, tal vez nunca sabremos qué era cierto dentro de la historia, pero identificaremos con mayor o menor facilidad la trama que hay en ellas. La ficción no deja de actuar como fiel reflejo de esa destrucción de límites que bien puede sufrir una mente trastornada, pero no deja de enfocarse desde la perspectiva de una mente, digamos, sana.

Sinrazón pura

Dando un paso más allá, una tercera categoría de esta burda taxonomía que me acabo de sacar de la chistera comprendería aquellas obras donde la temática abraza sin rubor una narrativa aún más loca por definición. Lo onírico, surrealista, dadaísta o directamente absurdo recorre sus metrajes y, con ello, el espectador se ve obligado a rendirse en ese juego racional de búsqueda de sentido para orientar todos sus esfuerzos al simple acto de dejarse llevar y experimentar con sus emociones. Son piezas que, como diría David Lynch, tienen tantas interpretaciones como espectadores las vean.

Llegados a este punto, sabemos que la mención a Lynch no es gratuita. Cualquiera de sus obras, como Terciopelo azul (1986) o Carretera perdida (1997), nos hacen movernos continuamente en el terreno de la alucinación más absoluta frente a lo que se cuenta, y cómo se cuenta. No entendemos nada, y si somos capaces de alejarnos de lo frustrante de esa revelación, no habrá impedimento alguno para disfrutar de la obra. Porque de eso se trata: de compartir el delirio que impregna la historia y obviar lo racional durante la hora y pico que dure la película. A David Cronenberg le debemos muchos acercamientos a la locura, pero es en la inclasificable adaptación de El almuerzo desnudo (1991) donde probablemente toca techo en cuanto a la incomprensión de los sucesos narrados. De Léos Carax es imprescindible visionar Holy Motors (2012) y dejarse seducir por ese viaje eterno en la noche de un actor capaz de convertirse —literalmente— en una miríada de personajes deliciosamente trastornados. Y, por favor, no dejes de ver Synecdoche, New York (2008), ópera prima de Charlie Kaufman como director. Ya entenderás el porqué. O no.

Cine y locura. Todas estas ficciones nos hablan de conciencias que construyen o reconstruyen la realidad de formas anómalas o, como mínimo, diferentes. La naturaleza de nuestra mente es narrativa y si comprendemos el caos que nos rodea es gracias a que buscamos el orden en cada mínimo detalle. Cada persona lo hace a su manera, y la mayoría dentro de cierta normalidad (sic). Por lo tanto, la ficción cinematográfica —y literaria, pero no me toca hablar hoy de ella— nos ofrece una oportunidad única para zambullirnos en algo tan íntimo como la experiencia subjetiva de esas otras perspectivas que apenas somos capaces de imaginar. Creamos ficciones que se alimentan de ficciones que nos hablan de ficciones. En resumen: todo esto es ficción.


Jose Valenzuela es ingeniero, doctor en Humanidades, docente en la UOC y escritor. En 2019 publicó Todos nacemos locos. 50 títulos esenciales sobre el trastorno mental.

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