Entrevistas Analógica

Lucía Carballal: «Cuando se dice una y otra vez que un tema es tabú, difícilmente lo será»

La dramaturga Lucía Carballal. / Foto: Heike Steinweg.

Pese a no ser la más mediática de ellas, Lucía Carballal (Madrid, 1984) es una de las voces indispensables del teatro español contemporáneo, como atestigua la reciente publicación de cinco de sus obras en el volumen Las últimas. «Las palabras provocan acontecimientos, pero no por ello debemos temerlas», dice uno de los textos de esta dramaturga madrileña que cita a literatas como Rachel Cusk o Anne Carson entre sus referentes, aunque también a autoras en otros formatos, como Phoebe Waller-Bridge. Perspicaz cronista del presente, le gusta rascar en los tópicos para descubrir aquello que late bajo la mascarada social, en las distancias cortas. Su pasión por lo escénico no le ha impedido firmar varias ficciones para televisión, un medio en el que, con su ironía habitual, dice estar encontrándose a sí misma. Pero no busquen más: aquí tienen a una escritora con mayúsculas.

En alguna ocasión has comentado que te recuerdas escribiendo «desde siempre» pero ¿cuándo te empezó a interesar de verdad el teatro?

Mi primera experiencia teatral fue como adolescente, entre los 14 y los 17 años, me apunté a unos cursos de interpretación de Cristina Rota en los que sobre todo se hacían improvisaciones a partir de una serie de textos. No tenía la intención firme de ser actriz, quizá me interesaba más el hecho escénico en sí, y esa fue mi manera de aproximarme a él. Recuerdo que con las escenas que trabajábamos me empezó a llamar mucho la atención quién las había escrito, porque yo en esa época asociaba la idea de dramaturgo a alguien que estaba muerto [ríe], a autores de otras épocas que había estudiado en el colegio. Fue un descubrimiento darme cuenta de que yo también podía ser alguien que escribiera teatro. Más tarde empecé a valorar la idea de estudiar dramaturgia y con 19 años me matriculé en la RESAD.

¿Qué te hicieron experimentar aquellas primeras piezas amateur para que decidieras centrar tus esfuerzos en esta disciplina?

En aquel momento, conocer el teatro me ligó a una idea de trabajo en equipo y de sentirme vinculada a los demás de una manera nueva. La sensación de conectarte con otros para realizar algo creativo y la magia de lo que se produce ahí, lo que de una manera un poco cursi algunos llaman «el veneno del teatro» [ríe]; pero es cierto que genera unas sensaciones muy poderosas. Por otro lado, siempre he sentido que el teatro tiene que ver con la idea de intensificar la experiencia de estar vivos, la posibilidad de penetrar la realidad de una manera más aguda a través de ese acto casi ritual. Me pareció que le daba todo el sentido al talento que yo sentía que podía tener, pero que no sabía hacia dónde canalizar.

Seguro que tu proceso de trabajo ha evolucionado mucho desde entonces, pero te quería preguntar si sueles dar más peso a la estructura o a los diálogos en tus obras.

Creo que suelo poner el foco en los diálogos, porque muchas de ellas transcurren en un solo espacio y tiempo, y todo gira en torno a lo que los personajes se dicen; digamos que la forma de la acción es verbal. El diálogo es el territorio de exploración que he transitado más, a pesar de que la estructura es algo que tiene que ver con la técnica y que también me ha interesado mucho.

«Siempre he sentido que el teatro tiene que ver con la idea de intensificar la experiencia de estar vivos, la posibilidad de penetrar la realidad de una manera más aguda a través de ese acto casi ritual»

Durante el proceso de escritura, ¿lees tus textos en voz alta?

Sí que los leo en alto y los reviso mucho. Para mí es importante la musicalidad del texto y, sobre todo, que el espectador entre en lo que se está diciendo ahí, principalmente, a través del sonido. El trabajo sobre el ritmo de los textos es fundamental y tiene que ver también con facilitar la labor del resto del equipo. Cuando un texto no suena bien, el director sufre y sobre todo sufre mucho el actor. Por otro lado, aunque siempre intento que el texto sea cómodo para el actor, comodidad es una palabra que no me gusta, porque creo que también es importante que exista una cierta tensión entre lo que está escrito y la interpretación, que no sea del todo sencillo ni fluido. Las pequeñas grietas y los baches son interesantes. Al final también va a depender mucho de cómo el actor interprete mis palabras y eso ya no forma parte de mi responsabilidad.

Todo esto me lleva a preguntarte, especialmente tras la publicación de Las últimas, si piensas en tu obra teatral como literatura, desvinculada de la escena hasta cierto punto.

Realmente mi concepción de la escritura teatral siempre tuvo más que ver con lo escénico. Cuando empecé escribía libretos como material de trabajo, pero no prestaba atención al texto, de hecho ni conservo las últimas versiones de mis primeras obras. Con el tiempo he aprendido a valorar esa otra faceta del texto escénico, que también es literario y tiene una vida editorial, y como fruto de esa reflexión empecé a cuidar más mis propios escritos, lo que coincide con el inicio de mi profesionalización. El texto teatral publicado también es una herramienta de comunicación con el mundo, puede viajar a lugares a los que el espectáculo no llega. Mis obras se han podido ver en España y en algunas ciudades de fuera, pero recibo mensajes de gente que lee mis textos en otros muchos lugares. A la hora de escribirlos, pienso primero en lo escénico y, de cara a su publicación, vuelvo a ellos con esa otra mirada, pensando más en el lector que en el espectador.

Supongo entonces que puede haber cierta reescritura, con aportaciones después del estreno.

Sí, es interesante todo este tema, porque la relación del teatro con la literatura o el resto de expresiones artísticas a veces resulta difusa. El teatro tiene una parte textual-literaria y una parte escénica, sonora, interpretativa… hay muchos ámbitos condensados ahí. La propia dinámica de ensayos ya transforma el texto previamente, porque el escenario manda y es donde se encuentra la obra final, en ese diálogo con el resto del equipo. Siempre que el calendario lo permite, trato de incorporar todos esos hallazgos que se han producido en el proceso, incluso mis propias reflexiones respecto a la obra; a veces entiendo algunos de sus aspectos solo cuando me siento en el patio de butacas a verla. Y con ese material reescribo, a veces más y a veces menos, para que esa evolución se traslade a su publicación.

A los periodistas culturales, que tan obsesionados estamos con la noción de autoría, esa generosidad a la hora de concebir la creación artística como algo colectivo nos deja locos. ¿No da miedo perder el control sobre lo que has escrito?

Bueno, se trata de una colaboración, y el reto es que el sentido del texto, la dirección y el resto del equipo sea común, aunque cada uno aporte su mirada diferente. Lo peor que le puede pasar a una obra de teatro es que el texto abra un territorio y que la dirección vaya a otro lugar. Esa colaboración al final tiene que ver con lo humano, con cómo nos tratamos, con una relación personal y de cómo funciona ese diálogo. Muchas veces, un autor y un director que trabajan juntos se han enamorado antes, a uno le gusta el universo del otro y ambos han pensado que pueden hacer algo juntos. Luego esa cuestión sobre de quién es una obra se responde de maneras muy distintas, y muy distintas además en cada país. En Inglaterra, a quien se considera el verdadero creador es al dramaturgo, es mucho más visible y está más valorado, mientras que el director se ha de plegar al texto, estar a su servicio y sacarle el mayor brillo posible, pero entendiendo un cierto sentido de jerarquía. Sucede al contrario en países como Alemania, donde por su tradición teatral, la dirección es la figura dominante y se arroga el derecho de transformar el texto como quiera. Creo que en España depende mucho del lugar, del teatro, y has colocarte dentro de ese tablero y, sobre todo, de entender que si no estás dirigiendo la obra es inevitable que vaya a haber cambios y, cuanto antes lo asumas, menos sufres [ríe].

No sé cómo valoras la edición de obras teatrales en nuestro país. ¿Es suficiente y tiene la difusión que merece?

Pues eso lo respondería mejor un editor, pero algo en lo que me he fijado es que en ese momento crítico de final de año, donde las revistas generalistas y los portavoces culturales señalan las nosecuantas mejores lecturas, es muy raro encontrar una recomendación teatral. Creo que hay mucho en lo que trabajar a ese respecto, aunque las editoriales lo están peleando mucho. Para mí es difícil de valorar porque lo que más he leído en mi vida ha sido teatro, pero mucha gente tiene un prejuicio con respecto a la lectura de textos teatrales, piensan que le va a resultar difícil y se sorprenden viendo que en absoluto, que se parecen a una novela muy dialogada, algo de lo que hay muchos ejemplos, o a un poemario. La experiencia de la lectura teatral es mucho más familiar de lo que se piensa, y puede ser muy satisfactoria. Creo que hay sellos que están haciendo una labor fabulosa, como mi editorial, La Uña Rota, y tengo la suerte de formar parte de esta casa donde se publica a autores como Juan Mayorga o Angélica Liddel, que creo han traspasado la frontera de lo escénico.

El lenguaje, tema al que dedicamos nuestro anterior número en papel, es uno de los conflictos esenciales en La resistencia. Quien maneja las palabras, ¿tiene el poder?

Una reflexión que he hecho en los últimos años no solo en el ámbito teatral, sino también en el audiovisual, es la que parte de una pregunta en realidad muy clásica que es la de quién es el que cuenta la historia y qué responsabilidad hay detrás de ello. El momento en que el autor se coloca en la posición de cuentacuentos, creador de mitos. Qué estamos diciendo y de qué manera nuestro relato está operando sobre la sociedad. Con esto no quiero decir que exista esa responsabilidad, porque de hecho siempre hay todo un debate en torno a ello, y hay quienes abogan por una autonomía completa de la propia narración como ente estrictamente artístico. Yo sigo escribiendo sobre ello, también desde una perspectiva de género, como en La resistencia, donde tenemos a esta pareja de escritores que no solo ocupan posiciones distintas dentro de la industria literaria sino que cada uno aborda con su novela la relación que tienen. Esa mirada sobre la vida que comparten también constituye su propia posición en la pareja y en el mundo.

«Me gusta el teatro que atraviesa la realidad para llegar a algo que es más humano, más inconsciente, más eterno»

Has contado que sueles leer sociología para inspirarte y adelantarte a los acontecimientos. ¿Te interesa el diálogo de tus obras con la actualidad?

Creo que no es el lugar del que parto, y en eso me siento muy diferente a otros dramaturgos que eligen temas de actualidad y deciden abordarlos. Yo no le doy tanta importancia porque no tengo la sensación de que la actualidad tenga que ver con lo relevante, y sí que creo que muchas veces lo que late por debajo de aquello de lo que estamos hablando, precisamente el hecho de no hablar de ciertas cosas, ya las transforma en sujetos más interesantes. De hecho, cuando se dice una y otra vez que un tema es tabú, pienso que es díficil que lo sea; ya se ha producido un acercamiento al tema, lo estamos merodeando. Me interesa la idea de localizar cuál es la manera en la que se está hablando de algo en concreto para atravesarlo y ver cuál es el motor de ese debate que a menudo es superfluo y tratar de adivinar cuáles son las fuerzas en oposición bajo esa guerra más visible. Me gusta mucho, en ese sentido, el teatro que hace Pascal Rambert porque tiene que ver con esa idea de ir a lo que está en el fondo y atravesar la realidad para llegar a algo que es más humano, más inconsciente, más eterno.

En tu obra siempre hay una reflexión sobre cómo lo laboral/lo profesional nos define, no solo por la capacidad que tiene para autorrealizarnos, sino sobre todo por lo que nos niega respecto a quiénes somos o cómo somos vistos. ¿Crees que este es uno de los grandes conflictos de tu generación?

Sí, creo que si enfrento a mi generación con la de mis padres quizá uno de los signos más distintivos tiene que ver con eso. El trabajo ya no es una actividad que procura el sustento y con una serie de pasos que configuraban una narrativa: si estudiabas una carrera, las cosas iban a salir bien. Existía una fe en el propio sistema que hemos perdido. En este mundo de ahora, que tiene más que ver con una jungla de identidades, en la que uno debe descubrir cuál es su talento, su propósito —estas palabras muy entrecomilladas [ríe]—, qué es es eso especial que puede aportar… en ese mar de narcisismo, hay muchas oportunidades pero también mucho sufrimiento, porque la gente no compite en igualdad de condiciones, esa tiranía del propósito deriva en dinámicas de explotación que llevan a situaciones bastante parecidas a eso de lo que queríamos huir. Todo esto me importa a la hora de escribir quizá porque yo misma he sido víctima de ello: el momento en el que decidí que me iba a dedicar a la escritura, la sensación que tuve fue como si me dejaran en un descampado en el que todo iba a depender de mi propio talento, mi compromiso, mi autoexigencia. Y he sufrido las dudas que eso me ha generado, hasta qué punto he tenido siempre que demostrar mi valor a través del trabajo, porque no tenía una estructura que me soportara. Cómo me he colocado frente a eso en la escritura, aunque no lo pretendiera, al final ha sido muy evidente.

Quizá esa conciencia sobre la situación de tu generación también tenga que ver con otra conciencia, la de la herencia familiar, que es otro de los grandes temas en tu obra. «Toda una vida para descubrir a la mujer que hay detrás de una madre», escribiste no hace mucho en redes.

Es algo que siempre he tenido muy presente. Desde pequeña ya sentía mucha curiosidad por cómo había sido la vida de mis padres, su visión del mundo. Y su mirada sobre nosotros, también. En vez de estar rebelándome, muchas veces estaba en una posición más parecida al interés, como si les preguntara «cómo nos veis», «qué creéis que estamos ganando o perdiendo». En la obra Las bárbaras es donde esto aparece quizá de una forma más clara, cuando a raíz del auge del feminismo que estamos viviendo, me pregunté cómo lo percibiría la generación de mi madre y en concreto las mujeres que habían luchado tanto por esta causa, y en las que detectaba ciertos recelos con respecto a la nueva ola. Esa grieta generacional me interesó y decidí escribir una obra que de alguna manera abordara eso, en qué lugar está exactamente esa distancia entre una visión y otra de la mujer, y de su lucha.

«Cuando decidí dedicarme a la dramaturgia, fue como si me dejaran en un descampado en el que todo iba a depender de mi propio talento»

Hablando con Liz Perales para preparar este número, nos decía que el teatro es el espacio de ficción donde mejor comedia se está haciendo. Tú has definido alguna vez tu estilo como «falsa comedia», ¿te gusta introducir el humor de forma consciente?

Pues tengo una relación bastante peculiar con el humor, porque llegué a él un poco tarde [ríe]. Recuerdo descubrir el humor. Cuando empecé a escribir con 20 años, mi mirada sobre las cosas era más solemne y más sentenciosa. Descubrí el humor con el público, cuando comencé a presentar obras en vivo y a entender cómo funciona la recepción, qué es eso que sucede en el escenario, que es mucho más amplio y complejo que lo que está pasando en el papel cuando lo escribes en tu casa. En ese aprendizaje empecé a disfrutar mucho ese juego, porque el humor tiene mucho que ver con un juego que me parece de mayor sofisticación intelectual incluso. Es más fácil hablar de las cosas sin humor que con él. Creo que fue a raíz de Los temporales, una obra de 2016, cuando en el trabajo conjunto con el director y los actores empecé a tirar de hilos que ya estaban en la obra, pero me atreví a que fuera divertida. Y comprobé todo lo que puedes conseguir con humor y todo lo que el espectador está dispuesto a escuchar gracias a que lo estás contando de una manera irónica. Por otro lado, mi humor es bastante ácido y se expresa a través de personajes muy cínicos, que son muy divertidos siendo muy crueles.

Hablando de humor ácido, te has confesado fan de Fleabag (que por cierto tiene un origen escénico), y en los últimos años estás escribiendo y adaptando obras para televisión. ¿Cómo es tu relación con esta llamada segunda edad de oro de la televisión?

Tengo muchos proyectos en mente. Los autores tenemos la tragedia de que solo podemos escribir una o dos cosas al año, no podemos hacer como los actores que ruedan cuatro o cinco películas si quieren. Al final siempre estás eligiendo y la propia dinámica de las cosas se impone a tu voluntad. Mis propósitos son infinitos [ríe], y entre ellos he pensado en adaptar alguna de mis obras de teatro al audiovisual. Yo soy fundamentalmente dramaturga, creo que siempre me percibiré así, por el hecho de que fue la opción que elegí siendo muy joven y porque mi vinculación con el teatro es muy intensa, es el ámbito en el que creo que he encontrado más mi sitio y mi voz, pero el audiovisual está abriendo algunas ventanas interesantes en mi cabeza. Es un ámbito duro, pero muy divertido también cuando las cosas van bien, y en el que creo que todavía podemos ser más ambiciosos. Miro mucho lo que ha pasado en la industria británica, en la que los mejores guionistas de televisión proceden del teatro; existe un puente muy transitado y saludable entre la dramaturgia y la televisión y por eso creo que tienen algunas series tan fabulosas. Creo que la mirada de un dramaturgo es diferente y eso les ha permitido llegar a sitios distintos. Hay mucho por experimentar a ese respecto en España y me gustaría aportar algo en un proyecto liderado por mí misma, pero primero tengo que encontrarme un poco a mí misma [ríe] antes de poder ofrecerlo.

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