Enigmas, de Louisa May Alcott (Avenauta)
La editorial Avenauta, especializada en libros ilustrados, ha inaugurado su colección Diástole, que dedica a «escritoras que ensancharon los caminos literarios», con un doble lanzamiento que comprende el clásico relato de terror psicológico El papel pintado amarillo, de Charlotte Perkins Gilman, y el título que nos ocupa; ambas son novelas breves con un punto siniestro y una osadía temática muy adelantada a su tiempo. En el caso de Enigmas, además, se ha elegido a una autora, Louisa May Alcott, célebre por su muy leída ficción sobre las hermanas March, pero de la que se desconoce esta otra faceta como tejedora de cuentos góticos y de misterio; géneros populares, que pese a su propósito alimenticio (a menudo los firmó con pseudónimo), siguen trasluciendo el talento narrativo de la escritora estadounidense. Originalmente editado en 1876 e inédito en castellano hasta este rescate, Enigmas fue uno de los últimos que publicaría, a la edad de 44 años, algo que se traduce en la moderna hibridación de géneros camuflada en un argumento de apariencia ligera: en esencia, una historia de amor disfrazada de intriga, donde se cifra lo raro de enamorarse. Escrita en primera persona, destacan en ellas la singularidad de ciertas descripciones («unos pies aristocráticamente pequeños»), la ironía de algunos comentarios sobre la diferencia de clases (al tratamiento de señor se refiere la narradora como «el respetuoso bisílabo») y el lirismo ensoñador de su prosa («soplaba un viento suave que llenaba el aire de susurros»). Sin embargo, si por algo descuella este libro después de casi 150 años desde su concepción, es por su tratamiento desacomplejado de asuntos ajenos a su época, como la identidad sexual o la figura del admirador secreto casi voyerista: «Me sentía como alguien expulsado de algún dulce paraíso mientras contemplaba desde la penumbra de la noche a la feliz pareja en su refugio», confiesa el protagonista. E incluso va más lejos en su símil: «Como un fantasma culpable pero de lo más feliz». Una perversión que amplían las elegantes y magnéticas ilustraciones de la artista Helena Pérez García, donde predominan las figuras observadas en espejos y toma corporeidad el juego de identidades propuesto por Alcott. El resto lo hacen unos personajes y una narración a años luz de cualquier convención, junto con una reflexión sobre el poder revolucionario de la literatura, encarnado aquí en la supervivencia de un libro proscrito. No pretendemos desvelar aquí nada acerca de su sorprendente último tramo («Al verlo, mi corazón se detuvo, y luego dio un vuelco una casi irrefenable emoción…»); así pues, solo diremos que, cuando finalmente se ha destapado el misterio a la manera de un Poirot, se produce un segundo giro que impide la placentera resolución de las novelas de Agatha Christie. El amor es un misterio, ya lo dejó escrito Bécquer, y en esa penumbra se desenvuelve la mejor literatura.
Dentro de la literatura, de Suso de Toro (Alianza)
«Las obras las crean los autores, sí, pero la literatura la creamos quienes leemos», sentencia quien firma este ensayo, dando una pista sobre lo que en él encontraremos y que nos lleva a pensar que bien podría haberse titulado Dentro de la lectura. Prolífico literato en diversos géneros, Premio Nacional de Narrativa, guionista y habitual colaborador en medios, Suso de Toro (Santiago de Compostela, 1956) apuesta aquí, más que por el clásico tratado de animación e introducción a la literatura, por una honesta conversación en torno a este arte, basándose tanto en la Historia como en su propia trayectoria: «La lectura, en el fondo, es diálogo», avisa en el prólogo, y lo que aquí hallaremos, «por tratarse de lo que diga un escritor, son cosas personales». No duda en mojarse contra las convenciones que dictan lo que ha de leerse y cómo ha de leerse —así como lo que ha de escribirse, y de qué modo—, pues defiende la idea de literatura como «un camino en el que uno siempre va encontrando cosas y donde no importa tanto que no halle respuestas a todas las preguntas». El resultado es, pues, un itinerario zigzagueante como un río por los entresijos y las profundidades (aunque también las ataduras y los desengaños) de la teoría y la práctica literaria, en el que va emparentando referencias disparejas: de Proust a Séneca y Quevedo, de Salgari a Atwood o Munro, de Céline a Cela, de Woolf a Stephen King, de Pessoa a Highsmith, de Conrad a Madox Ford, entre muchas otras. Creadores legendarios que pagan un alto precio por alcanzar la posteridad, pues «el tiempo en que uno está solo escribiendo no sólo no está entre los vivos, sino que se lo niega». Algunos de los temas que aborda oportunamente De Toro son el sentido de la tradición o del canon literario (si bien «detrás de un canon siempre hay un poder, o varios, con capacidad para establecerlo»), la identidad oculta de los lectores («vivimos en el secreto, leemos en la penumbra, andamos entre las sombras»), la autoría y la personalidad pública de los escritores o lo que cabe esperar de ellos («la naturaleza del autor es más bien obsesiva e implica un vivir agónico»), la literatura de las nobles causas y «la buena educación» que procuran ciertas lecturas, la consideración de obras «importantes» o el proceso de trabajo en este «oficio tiránico», por citar algunos. Llama la atención el espíritu metaliterario o autorreflexivo, filosófico y casi antropológico, del conjunto: «Todo lo que se escribe sobre literatura es también una narración y con las narraciones uno nunca sabe…», advertirá. Al final, como decíamos, queda una honda reflexión sobre el preciado acto de la lectura en el mundo de hoy, y una aclaración: «Lo importante no es leer “todos los libros que hay que leer”, sino vivir la vida que uno quiera y pueda vivir». En ese sentido, la pasión del autor gallego por las letras y las ficciones solo proyecta una sombra sobre su futuro, en forma de la amenazante omnipresencia de lo digital en nuestras vidas: «Lo que me preocupa es la desaparición del lector», reconoce. Alguno que otro cabe esperar que salve este valioso libro.
Mis días con los Kopp, de Xita Rubert (Anagrama)
«En parte escribir es capitular, enfrentarse al fracaso, mirarlo con amor, acogerlo y acariciarlo como si fuese la inofensiva victoria que no es, como si fuese el conejo y no el lobo. Cobijar a la verdad terrible, a la fiera». Con esta declaración de intenciones en boca de su protagonista se presenta el debut de Xita Rubert (Barcelona, 1996) en la novela, que no en la escritura, pues ya había publicado algunos relatos con anterioridad. Justamente de la materia prima para un cuento ha moldeado Mis días con los Kopp, una suerte de bildungsroman anómala y aguda en la que una joven de 17 años narra su colisión con un lunático, artista multidisciplinar y desubicado en sus manifestaciones hacia el mundo exterior: «Todas sus expresiones seguían una estructura gramatical, pero —y esto era lo desolador— las palabras concretas siempre eran desacertadas, arbitrarias: el sustantivo, el verbo, el adjetivo, los complementos parecían ser escogidos con una lógica interna, que sus ojos de canica conocían, pero a la que nosotros, o al menos yo, no podíamos acceder». No obstante, a medida que avanza su relato, la protagonista llegará a identificarse con ese espíritu outsider y marginal que abraza el sinsentido y la contradicción existencial: «Yo me encuentro entre aquellos que reniegan de la lucha un día y al día siguiente se lanzan al campo sin espada y sin escudo. El enemigo es insoportable cuando se parece a uno mismo, y para eso se inventaron los campos de batalla: legitiman la autodestrucción». Por pasajes como este y por su ruptura de todas las prefiguraciones sobre lo que hoy día cabe esperar de una novela, el de Rubert parece destinado a constar entre los libros del año. Su prosa desborda ironía («Y uno lo aprende luego, más tarde, que es un gran arte fingir no oír la mayoría de las cosas que uno, pese a sí mismo, ha escuchado»), profundidad moral y capacidad de inventiva, propiciando no pocas sentencias memorables («el éxtasis de lo mundano existe para hacernos olvidar la muerte») e imágenes fascinantes. En apenas 150 páginas, la joven autora catalana es capaz de explorar los recovecos entre conceptos cercanos o antagónicos, como familia y clase, sociedad y entropía, libertad y enfermedad, realidad y ficción: «Recordaré —alteraré— siempre lo que sucedió. En parte para castigarme a mí misma, y en parte porque no tengo interés en la verdad: querer la verdad sería asumir la derrota, recordar que luché, perdí y fingí no darme cuenta». El ritmo de su escritura, marcadamente discontinuo pero a la vez fluido como una avalancha, su atención a la fisicidad de los gestos por lo que ocultan o significan, anuncian a una artesana de la palabra fuera de lo común. Un prodigio.
El fin del sesgo, de Jessica Nordell (Ediciones Urano)
Este libro comienza contando la historia de Ben Barres, prestigioso científico que a los 43 años transicionó de género pese al temor sobre cómo reaccionaría su entorno ante semejante cambio físico. Para su sorpresa, reparó en que de pronto nadie lo interrumpía en las reuniones, lo trataban mejor cuando iba de compras, lo escuchaban y valoraban más sus aportaciones en los seminarios, lo tomaban «más en serio». De la noche a la mañana, empezó a ser consciente de todos los menosprecios, ofensas y discriminaciones que había sufrido en su pasado como mujer, por el mero hecho de serlo. Y no es que no se hubiera encontrado esas dificultades, sino que no se «daba cuenta». La reveladora anécdota le sirve a la autora de este ensayo para presentarnos el concepto de sesgo. No se habla aquí de esa minoría que busca adrede el daño o la vejación, sino de todos aquellos que, aun tratando de ser justos, ejercemos conductas discriminatorias: el trato cambia sustancialmente, según muestran diversos estudios aquí citados, en función de la raza, la vertiente sexual, el peso, las aficiones, por supuesto el género… factores que, dependiendo de la realidad en que se sitúen, generan un tipo de prejuicios u otros. Este comportamiento sesgado surge por tanto, las más de las veces, por asociaciones de ideas muy arraigadas e inconscientes, estereotipos que brotan desde los recovecos de la mente, en una suerte de «discriminación involuntaria». A veces, el sesgo puede conllevar una ventaja por ir vinculado a un estereotipo positivo, pero otras puede tornarse fatal, como en el caso de ser negro en Estados Unidos, a sabiendas de cómo ese hecho se relaciona con las muertes por disparo a manos de policías. Por eso el ensayo que nos ocupa resulta crucial. Tras una década de investigación, la periodista y poeta Jessica Nordell aborda en estas páginas un fascinante análisis a la luz de un puñado de investigaciones científicas y de ciertos casos concretos de éxito en la lucha contra los efectos de la mirada sesgada. Así, conocemos sorprendentes teorías y hallazgos, como el hecho de que también una institución puede sesgar aun cuando sus miembros no lo pretendan; el priming o implantación de ideas de forma casi subliminal en la psique de alguien; la dominación social por la que integrantes de colectivos estigmatizados también prefieren al grupo dominante; o cómo Facebook empleó por vez primera distintivos de «afinidad étnica» para publicitar una película. Al fin y al cabo, el refuerzo de los estereotipos puede llegar a ser placentero incluso desde un punto de vista fisiológico: «Nuestros cerebros están contentos cuando la realidad prevista y la verdadera realidad coinciden. A los cerebros les encanta tener razón». Según Nordell —que divulga y argumenta tan bien como escribe—, hay algo de adictivo en el sesgo, que puede empezar a los tres o cuatro años (es el caso de los de género, por ejemplo), en cuanto empezamos a «categorizar» y, por tanto, «esencializar». Es decir, simplificar la realidad; que es justo contra lo que lucha este fascinante libro, capaz de hacer que nos replanteemos muchas de nuestras ideas, como le ocurrió a Ben Barres antes de tomar otra decisión valiente: contarlo, admitir que no siempre las cosas son como creemos, y ni mucho menos las personas.