Horas críticas

Libros de la semana 48

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Autobiografía de un esclavo, de Juan Francisco Manzano (West Indies)

Resulta pertinente, aún en estos tiempos en los que la esclavitud se diría superada, pero en los que las tensiones raciales y los conflictos de clase siguen a la orden del día —por no hablar de la relación de supremacía de los países ricos respecto a los empobrecidos/explotados—, una nueva edición de esta obra que amplíe su difusión como merece entre las nuevas generaciones de lectores. Se trata, nada menos, del primer testimonio de un esclavo en español, hijo de nuestras colonias en el Nuevo Mundo, y sin duda un documento de enorme valor histórico, literario y humano. Por entonces Cuba, cuya economía dependía casi de forma exclusiva del azúcar, era territorio propicio para la mano de obra esclava, y esta obra es testigo de los horrores que por tal sistema padecieron muchos afrocubanos negros. De Juan Francisco Manzano (1797-1856) apenas sabemos lo que cuenta, en primera persona, en estas apenas 85 páginas que se consideran la simiente de la literatura cubana: que, hasta que empezó a tener conciencia del tormento al que se le iba a someter desde su nacimiento, siendo niño mostró gran talento y pudo aprender a leer y escribir, pese a que estaba prohibido, llegando a dejar una valiosa producción poética; fue ese uno de tantos oficios con los que trató de liberarse del yugo impuesto. Inició esta autobiografía en 1835 animado por el crítico y escritor Domingo del Monte, y aunque la obra quedó inconclusa, se publicó años después en inglés por cuenta del abolicionista Richard R. Madden, habiendo conocido numerosas versiones editadas desde entonces. El relato de este «mulato entre negros» —conciencia que denota la desigualdad en todos los estratos que producía este sistema— es, desde su adolescencia, el de los múltiples castigos que le habían ido imponiendo para someterlo, como cuando lo encerraban por cualquier chiquillada: «Yo que tenía la cabeza llena de cuentos de cosas malas de otros tiempos, de las almas aparecidas aquí de la otra vida, y de los encantamientos de los muertos, cuando salía un tropel de ratas haciendo ruido me parecía que estaba aquel sótano lleno de fantasmas». Como en la novela picaresca, el autor describe diversos ambientes de una realidad mezquina socialmente y contiene un mensaje de ejemplaridad moral. Primero en casa de la dueña de sus padres y más tarde en la de una marquesa despótica, de la que acabaría emprendiendo la huida, muestra los devastadores efectos físicos y psicológicos de las relaciones de esclavitud y su conflicto con la adquisición de una identidad individual, lo que le generaría un sufrimiento y una melancolía sordas: «Lloraba, pero no gemía, ni se me añudaba el corazón sino en cierto estado de abatimiento, incurable hasta el día». Como señala Teresa Galarza Ballester en su prólogo, la escritura de Manzano, quien utiliza la palabra como forma de resistencia, «es un deseo de libertad, y lo más significativo, el triunfo de su lucha por expresar artísticamente su subjetividad». Una obra fundamental de la narrativa antiesclavista y un alegato contra una realidad aberrante que nos hace mirar con una nueva conciencia el colonialismo.


Memorias de una novelista, de Virginia Woolf (Nórdica)

«¿Qué derecho tiene el mundo a saber de un hombre o una mujer? ¿Qué puede decirnos un biógrafo sobre una persona?», se cuestiona esta obrita de apariencia sencilla o incluso ligera, pero muy adelantada a su tiempo en sus lúcidos planteamientos sobre la propia naturaleza de la escritura. Se han cumplido esta semana 140 años desde el nacimiento en Londres de Virginia Woolf (1882-1941), aunque cualquier momento es bueno para recuperar la obra de una autora tan valiosa e influyente. Sobre todo si se trata, como en este caso, de un relato que nos ayuda a entender su visión de la creación literaria y de las intersecciones entre lo ficcional y lo biográfico como materias primas. Propone un juego metanarrativo protagonizado por tres escritoras cuyas vidas discurren paralelas y entrelazadas: una autora victoriana de ficción, otra muy distinta que la sobrevive y se convierte en su biógrafa, y por último la propia Woolf, quien cuenta la historia desde otra ficción que en realidad tiene mucho que ver con su propia realidad o su propia obra —acaso la misma cosa—. «Cuando murió la señorita Willatt, en octubre de 1884, el sentir general, como bien lo definió su biógrafa, fue que “el mundo tenía derecho a saber más de una mujer tan admirable como retraída”. Semejante elección de adjetivos revela que ella nunca habría deseado lo mismo», comienza esta pieza, publicada originalmente (como parte de una encantadora colección de cinco relatos iniciáticos de la escritora inglesa) en el año 1915, el mismo en que se editaría su novela de debut, Fin de viaje, con la que comparte el tono de sátira social. Aquí se traza una parodia del género biográfico, tan en boga por aquella época, al tiempo que se rebela contra las absurdas convenciones que rodean las loas a una persona fallecida, sobre cuya vida y sus circunstancias se acaba imponiendo la propia perspectiva de quien las evoca, así como la forzosa reducción que hacemos de la complejidad existencial: «Concebimos el mundo como una bola pintada de verde en los campos y los bosques, azul fruncido en el mar y unos piquitos bien apretados en las cadenas montañosas. Cuando nos disponemos a imaginar el efecto que la señorita Willatt o cualquier otro ejercerían en él, la indagación, aunque respetuosa, perdería su viveza». Woolf no solo pone el foco en personajes femeninos, sino que se trata de mujeres en el proceso de escritura, explorando su papel en la sociedad y revelando ya sus cualidades emancipadoras y transgresoras al rebelarse contra la mirada monocorde: «Solo vemos, por así decirlo, la figura de cera de la señorita Willatt dentro de una vitrina». La autora crecida en Bloomsbury, que hasta ese momento solo había producido ensayos y reseñas, filtra en estas meditaciones y construcciones ficcionales algo de aquellos escritos y deja entrever, con solo 24 años, algunos de los temas que vertería en su obra posterior, sobre todo en sus tres obras subtituladas como biografías: Orlando, Flush y Roger Fry. Un relato poco conocido y rescatado acertadamente por la colección Minilecturas de Nórdica, en el que hallamos también su mirada irónica sobre nuestra torpeza encajando la muerte: «El despedirnos de una persona siempre nos brinda delicados modales y sensaciones placenteras».


El chicle de Nina Simone, de Warren Ellis (Alpha Decay)

El 1 de julio de 1999, Nina Simone estaba dispuesta a iniciar su último concierto en el Reino Unido, y dejó pegado al piano el chicle que mascaba. Tras la actuación, el músico Warren Ellis (1968) subió con sigilo al escenario y cogió ese chicle, que se convertiría durante las siguientes dos décadas en su tótem creativo hasta que decidió fundirlo en plata y oro, antes de cederlo para la exposición Stranger Than Kindness de su gran amigo y colaborador Nick Cave. De esa maravillosa anécdota surge esta autobiografía sui generis, en la que el chicle de una de las intérpretes y compositoras más grandes de todos los tiempos devuelve al autor a su infancia y su relación con ciertos objetos que obtuvieron un valor trascendental en su trayectoria. Ellis comparte —de forma escrita y gráfica— su extraordinario gabinete de curiosidades, forjado desde que era niño y empezó a coleccionar fetiches: desde un acordeón, germen de su carrera musical, hallado en la basura, hasta varias imágenes de aquel concierto en el festival Meltdown que fue recopilando a raíz del libro. Cachivaches que no hacen sino afianzar su fe en el ser humano, sus conexiones con la experiencia vital («lo metafísico hecho físico»), el influjo de la espiritualidad en el mundo material que nos rodea y la celebración del proceso creativo, que se nutre de comprensión y amistad. Ya desde su dedicatoria inicial «para nuestras maestras, para nuestros maestros» es, sobre todo, un libro agradecido a todos los que considera sus mentores: su padre aspirante a músico en Australia; un chico que lo ayudó a mejorar su forma de tocar el violín en las calles de Escocia; o el locutor y periodista Mick Geyer, que le descubriría a Simone cuando aún no estaba tan reivindicada y a Cave en 1994, cambiando sus vidas para siempre. «Gente que me ha animado a ser lo mejor posible, a ir sin ataduras. A dejar que las ideas alzaran el vuelo. A dejar que yo alzara el vuelo», escribe, citando también la inspiración directa o indirecta de figuras como la cantante griega Arleta, la compositora de jazz Alice Coltrane o la poeta Emily Dickinson. Violinista conocido sobre todo por su trabajo junto a Cave en The Bad Seeds, pero también compositor y multinstrumentista en Dirty Three y para bandas sonoras tan personales como las de El asesinato de Jessie James por el cobarte Robert Ford o Comanchería, Ellis debuta aquí como escritor componiendo una suerte de collage personal con cartas, listas de enseres y mensajes de texto, con un carácter animista y conservador de la memoria: «Acciones que aguardan una respuesta en el futuro. Ideas que esperan que la gente se sume a ellas. Que esperan que alguien las oiga. Para que nos recuerden». Extrae un tesoro místico de cada recuerdo, de cada detalle en apariencia fútil, por el modo en que lo interpreta, lo que le revela como el artista que es. Y, por supuesto, documenta exhaustivamente el proceso de recuperación y restauración de aquel chicle que, como señala Cave en su prólogo, es capaz de transformarse «a través de un destilado de amor y atención, en un objeto de devoción». Un libro cálido, profundamente sensible y emocionante sobre la vocación artística y el poder de lo colectivo.


Una casa llena de gente, de Mariana Sández (Impedimenta)

«Ese lugar neutro que es de todos y de nadie, donde se cruza la gente casi sin verse, donde resuena lejana y regular la vida de la casa». Es la cita de Georges Perec con la que se abre el primer capítulo de este libro y cuyos sucesivos comienzos episódicos evocarán las palabras de Walser, Musil, Vila-Matas y Sting (la letra de su canción de 1985 Consider me gone), situando la temperatura del relato. Su protagonista es una traductora que quisiera ser escritora pero no llega, dedicada como ha de estarlo al absorbente hogar familiar y las normas sociales que se imponen en las relaciones con el vecindario. «Un edificio o un barrio no son otra cosa que un montón de voluntades puestas a convivir por la fuerza. Salvo casos particulares, con los vecinos ocurre igual que con la familia: no se eligen, se imponen», leemos. En ese contexto se acabará situando el misterio que encierra su vida y que legará a su hija para que recomponga las piezas del puzle, a partir también del testimonio de quienes por allí deambularon. Sus confesiones y reflexiones íntimas cambiarán para siempre la idea que la hija tenía de la madre, motivando una investigación sobre el edificio o «castillito, châtelet, château, sandcastle, castello». Se lo describe como «una obra improvisada que los arquitectos parecen haberse querido sacar de encima. El mundo se fue plagando de edificaciones así, como si la vida valiera menos, aunque paradójicamente dura más». Aunque esa realidad arquitectónica provoca los (des)encuentros que conducirán al descubrimiento de un evento dramático, en realidad «la única casa llena de gente que vale la pena es la literatura», dice una de las protagonistas, señalando uno de los temas fundamentales de esta novela irónica y entrañable en torno a los campos de batalla de la cotidianidad: las relaciones humanas y el miedo al fracaso. Mariana Sández (1973) emprende en estas páginas una reconstrucción de la memoria doméstica, de las grietas por las que se escapa lo íntimo, las vergüenzas y los conflictos, con una mirada que privilegia lo absurdo en lo ordinario: «No conocí a otras personas que, para buscar dónde vivir, examinaran más la casa desde el punto de vista de las comodidades de los libros que de los lectores». Con sutileza y un estilo híbrido, natural, incisivo y polifónico, la autora bonaerense sabe retratar un paisaje cotidiano multiforme y complejo, a partir de los diversos puntos de vista que recomponen una vida, realizando un homenaje al poder evocador de la literatura y mostrándose como una de las voces de la narrativa latinoamericana a seguir, en pasajes tan brillantes como este: «Vivía con la sesuda convicción de que es posible anticipar el futuro para evitar el error y señalar las equivocaciones del pasado para no volver a fallar. Desde ese punto de vista, el infierno es el presente». Tocados.

2 Comentarios

  1. Lucía Escobar

    Me gustan mucho sus reseñas de libros

  2. Pingback: La esclavitud, un fantasma recorre América (todavía) - Jot Down Cultural Magazine

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*