Esta reseña ha sido publicada en papel en el número 216, «Transiciones», de la Revista Mercurio.
Cuenta Fernando Fernán Gómez en sus memorias, El tiempo amarillo, que sentía interés y tenía «fijación» ante «los temas de la pobre gente, de la gente común», desde que cayó en sus manos en la infancia una de las «primeras novelas serias» que leería, Los miserables, de Víctor Hugo. Pero las circunstancias jugaban en contra del actor y director: él, que reconocía que «cuando en el cine, en el teatro, en las novelas, en la poesía, encuentro algo que me parece referirse a mis penas siento algo así como si el autor, con su comprensión, a través del tiempo y de la distancia, me echase una mano; y esta comunicación con un desconocido —más conocido a partir de ese momento que algunos amigos— me cambia el dolor en placer, y hasta me regodeo en mi tristeza», se topó con que ese paisaje humano que le cautivaba, las desdichas de los hombres y mujeres corrientes, no atraían al público, que las autoridades franquistas «consideraban delicados» esos ambientes y los empresarios juzgaban «poco rentables» las propuestas que pretendieran abordar la realidad y no fueran dirigidas a la mera evasión.
Fernán Gómez, no obstante, pudo materializar en 1963 aquel empeño de retratar las miserias de la vida cotidiana tras acceder a las páginas de El mundo sigue, la novela de Juan Antonio Zunzunegui que ahora recupera, felizmente, El Paseo, un relato desgarrador sobre la falta de oportunidades y la ambición en el Madrid de la posguerra. Pese a firmar una obra maestra, el cineasta comprobó que los espectadores no buscaban un espejo en el que mirarse. La película, lamenta Fernán Gómez en sus memorias, no llegó a estrenarse más allá de unas proyecciones puntuales en Bilbao en 1965.
Como apunta el editor David González Romero en la estupenda nota introductoria, sorprende que un autor como Zunzunegui, falangista, perteneciente a una familia acomodada, respetado por el régimen y miembro de la Real Academia, se erigiera en un «cronista incómodo» de su momento, que llevara a la narrativa, como aseguró Fernán Gómez, «el enorme fracaso político de la posguerra española», aunque se detecten ciertas contradicciones, cierta «templanza», en la «lucha contra la burguesía» que emprendió el autor. Pocos libros plasman con tal rotundidad la miseria, moral antes que material, de una sociedad donde el arribismo y la ausencia de escrúpulos parece ser el único sol posible en el horizonte y en la que afloran la envidia, la hipocresía, los sentimientos más innobles.
«Pocos libros plasman con tal rotundidad la miseria, moral antes que material, de una sociedad donde el arribismo y la ausencia de escrúpulos parece ser el único sol posible en el horizonte»
Zunzunegui actualiza la brutal rivalidad de Caín y Abel en la historia de dos hermanas: Eloísa, que un día recibió «el premio de la Guapa del dos de mayo», con «un cuerpo que es una palmera insinuante» y un futuro prometedor en el teatro, y que por no ceder a los ofrecimientos lascivos de los productores acabará marchitándose y condenándose a una vida sórdida junto al hombre equivocado; y Luisita, una dependienta codiciosa que prefiere medrar sirviéndose de sus encantos antes que cuidar su reputación. «Os parecía poco mi Faustino, eso pasando por la iglesia», dice la primera, «pues ahí tenéis a la Luisita hoy con uno y mañana con otro, y cómo será la prójima que don Guillermo el de la tienda la ha dejado plantada porque le ponía los cuernos cada día con uno distinto. Ahí tienes a tu hija, madre: puta y reputa, que no hay hombre que la aguante y la sujete de calentona y brava que te ha salido…».
Zunzunegui habla así de las presiones que sufre la mujer, sin posibilidades de desarrollarse laboralmente y obligada a someterse a las convenciones —«no sabe el veneno que se encierra en un alma cuando ve que la virtud no le ha servido más que para sufrir»—, pero esta es una de las muchas víctimas de una realidad inclemente. Fernán Gómez celebraba de la novela que los personajes estuviesen vivos, y así es: se palpan la impotencia y el sentimiento de humillación que arrastran los desposeídos, la angustia de quien se aferra al sueño imposible de una quiniela… «Cómo se está poniendo la vida para los pobres», observa la madre de la novela, que ya viene del hambre y del duro trabajo en el «campo caliente de Andalucía». «El mundo está dividido entre gentes que mandan y gentes que obedecen… Hay que ser de los primeros; si no, uno está perdido», sentencia otro de los personajes.
El autor se adentra en estas existencias modestas, dolorosas, en este «mundo podrido en el que triunfan los pícaros y se hunden las personas honradas», con un estilo de corte barojiano que resulta delicioso en sus diálogos y sus descripciones: «Luisita era maestra en el arte del ojeo. Sabía cargar las miradas de una nitroglicerina cachondeante o de una suavidad angélica, según los momentos». La viveza de los personajes y esa prosa vibrante hacen que cuando llegue el impresionante final, que recordarán quienes hayan visto la película, el lector sienta lo mismo que Fernán Gómez: que esta novela, en su desazón y su inteligencia, nos sigue hablando. Ha transcurrido más de medio siglo desde su publicación, pero seguimos teniendo el corazón sucio y dolorido. Y en este presente raro podríamos suscribir algo que dice un personaje secundario: «¿Qué es la felicidad? ¿No es, después de todo, la sal del mundo el desasosiego y la desgracia?».
El mundo sigue Juan Antonio Zunzunegui EL PASEO EDITORIAL (Sevilla, 2021) 472 páginas 22,95 € |