Horas críticas

De la emigración y el exilio: un deber europeo

Reseña de «Sin tiempo para el adiós. Exiliados y emigrados en la literatura del siglo XX», de Mercedes Monmany

Cuando en 1933 ardieron las plazas del Tercer Reich con aquellos libros que iban contra el «espíritu alemán» porque propagaban el pensamiento judío, comunista, liberal o socialdemócrata, pocos fueron los escritores que reaccionaron de inmediato ante el comienzo de la barbarie. Uno de los primeros fue Joseph Roth, quien con lucidez visionaria no solo marchó rápidamente al exilio, sino que no dudó en denunciar lo que significaba ese auto: la derrota de los «soldados intelectuales» a quienes, perseguidos e insultados en su propio país y su propia lengua, no les quedaría más camino que la huida. Por su parte, otro que supo ver de manera temprana la venganza que suponía ese acto respecto a la etapa de esplendor cultural de la República de Weimar, el atentado contra los valores ilustrados y la modernidad cosmopolita en nombre de un romanticismo retrógrado, fue Klaus Mann, que pasó a convertirse en un activista del destierro y que, ya en Estados Unidos, escribiría junto a su hermana Erika un libro capital que defendería la «Internacional de los proscritos» a la que dio inicio aquel fuego.

Lo cuenta Mercedes Monmany en Sin tiempo para el adiós (Galaxia Gutenberg, 2021): cómo los hijos de Thomas Mann le reprocharon a su padre durante tres años que no denunciase a los nuevos amos de Alemania y se pusiera del lado de los emigrados, cosa que finalmente haría en una carta abierta fechada en febrero de 1936; cómo Joseph Roth no dejaría de echarle en cara a su amigo Stefan Zweig, que tanta paciencia había tenido siempre con él y que tanto hizo por ayudarlo, la tibieza de su postura pública; cómo en un tiempo de resurrección del nacionalismo, cuando todo el mundo veía como única amenaza el avance bolchevique, estos escritores fueron los únicos que defendieron la idea unitaria de Europa, su tradición humanista, y su refinamiento moral y cívico. Monmany se detiene, entre otros, en Franz Werfel o en Ödön von Horváth, que murió por una rama que le cayó un día de tormenta que paseaba por los Campos Elíseos, cuando estaba a punto de irse a Hollywood para trabajar como guionista. En cambio Robert Musil, que ya de por sí había sido un exiliado entre sus contemporáneos, alguien que siempre se había considerado un fracasado y que tenía un carácter irónico y pacifista y además estaba casado con una judía, no consiguió nunca emigrar a Estados Unidos. Hermann Broch hizo lo que estuvo en su mano para ayudarlo, pero su intento fue infructuoso porque —al igual que le pasó a Alfred Döblin— él también tuvo un exilio marcado por la precariedad y el infortunio, pues solo poco antes de morir consiguió un puesto de lector en una universidad norteamericana.

Del mismo modo que, a pesar de la aguda clarividencia que mostraban sus artículos, Joseph Roth malinterpretó la inclinación de Stefan Zweig por mantenerse al margen de la locura fanática de los tiempos, preconizando la necesidad de preservar el acervo europeo, en un silencio obstinado que huía del griterío y el escándalo y que era su forma de preservar la libertad interior que había aprendido sobre todo de Montaigne, Thomas Mann desaprobó a su vez el suicidio en Brasil de Zweig. Pero cuando, justo antes de quitarse la vida, este escribió sobre la derogación de la seguridad del «mundo de ayer», estaba reflejando de manera preclara el ocaso de una herencia habsbúrgica clave no solo para entender a Joseph Roth, sino la base que subyacía en toda la literatura en alemán que había tenido que emprender el exilio por culpa de Hitler. Desde Arthur Koestler hasta Anna Seghers, muchos de los artistas e intelectuales que pudieron abandonar aquella Europa en ebullición, y que luego fueron ignorados al contar su experiencia como si fueran pájaros de mal agüero, lo hicieron desde Marsella gracias a la labor de esa especie de Oskar Schindler de la cultura que fue el norteamericano Varian Fry.

El destino de otros, sin embargo, se vio truncado por el camino. Walter Benjamin, por ejemplo, no se equivocaba cuando decía citando a Kafka que «hay infinita esperanza, pero no para nosotros». Mercedes Monmany refiere con exactitud el empeño de Hannah Arendt y Theodor W. Adorno por reivindicar la obra de Benjamin, que fue amigo de ambos, a la vez que recuerda las reticencias de la primera respecto a que los llamaran refugiados. Hannah Arendt, que sabía de lo que hablaba porque fue recluida junto a otras mujeres en el Velódromo de Invierno de París, prefería hablar de apátridas o parias, de personas que no tienen derecho a tener derechos por estar inmersos en un círculo vicioso reconocible hoy todavía: no tener trabajo por no tener los papeles en regla y no tener papeles por no tener trabajo. «La historia contemporánea ha creado una nueva clase de seres humanos», ironizaba la autora de Los orígenes del totalitarismo, «la clase de los que son confinados en campos de concentración por sus enemigos y en campos de internamiento por sus amigos».

Pero el rastreo que hace Mercedes Monmany del exilio en la literatura del siglo XX no se agota con el estudio de los autores germanos antinazis. Con una amplitud de miras muy poco común en la crítica literaria española, inspirada en el comparatismo de Claudio Guillén y en las visiones de conjunto de Todorov o Magris, se ocupa también de los escritores más relevantes que tuvieron que abandonar la antigua Yugoslavia, ya fuera a causa del sistema comunista o de la guerra de los noventa, desde Danilo Kiš hasta Aleksandar Hemon. Y de igual manera, con la fuerza expansiva que ya había exhibido en Por las fronteras de Europa (2015), también publicado por Galaxia Gutenberg, abre el abanico a autores italianos que, como Cesare Pavese o Natalia Ginzburg, fueron confinados por el régimen de Mussolini; al curioso caso de Marisa Madieri, que en Verde agua narró cómo, tras la Segunda Guerra Mundial, Fiume dejó de ser italiana para pasar a la República Popular de Tito, y ella y su familia se vieron abocados a una emigración obligatoria; o, ya en Grecia, a las peripecias vitales de Yorgos Seferis o Theodor Kallifatides.

Los hermanos Klaus y Erika Mann, hijos de Thomas y proscritos.

El modo de proceder de Mercedes Monmany es circular y opera de forma acumulativa: fija el tiempo y el espacio a partir de un autor y, seguidamente, traza un arco de relaciones que acaban confluyendo en el punto de inicio. A cada lengua o país le dedica uno o varios capítulos sucesivos, como sucede con la literatura polaca, que abarca cinco bajo la fuerza gravitatoria de Czesław Miłosz, que fue el primer intelectual o artista de relevancia de los países bajo la órbita soviética que anunció públicamente su negativa a seguir trabajando para el gobierno comunista. Las reacciones no se hicieron esperar. En Polonia sus obras fueron inmediatamente prohibidas y se le atacó con violencia en la prensa. En el exterior, Pablo Neruda arremetió contra él en un artículo titulado «El hombre que se escapó», mientras que Camus fue a visitarlo y le ofreció su apoyo.

De esta forma, durante su estancia en París, Miłosz fue tratado con desconfianza tanto por los emigrados polacos opuestos al régimen estalinista como por los numerosos intelectuales franceses seducidos por el comunismo. Y debido a ese fuego cruzado, acabó trasladándose a la bahía de San Francisco, lo cual alivió su angustia política pero incrementó la literaria, pues vivió el apartamiento de su lengua materna «como una forma de suicidio». A pesar de ello, Miłosz no solo siguió siendo en todo momento uno de los poetas más grandes del siglo XX, sino que La mente cautiva es uno de los libros de referencia a la hora de analizar la deshumanización hipnótica de los totalitarismos. En ese ensayo en cambio, comenta Mercedes Monmany, estaba ausente la venganza o el odio propio de los acólitos arrepentidos; por el contrario, se trataba de un análisis quirúrgico, desapasionado y sereno, que evitaba las demoliciones sangrientas, los sarcasmos revanchistas, los ajustes de cuentas y la superioridad moral del humanizado frente al bárbaro; pero «entender», añade Monmany, no significa «perdonarlo todo».

Monmany se detiene también en el exilio interior de Wisława Szymborska, antes de terminar su recorrido por la emigración polaca con Adam Zagajewski y Eva Hoffman, cuyo extraordinario libro de memorias Extraña para mí ha sido publicado en español por la editorial Báltica. En él Hoffman detalla cómo fue la conquista de un nuevo idioma y plasma el esfuerzo de cualquier emigrante por volver a captar, como si lo acabara de aprender, el sentido de la vida. Norman Manea, sin embargo, nunca renunció a escribir en rumano: «su lengua nómada», la única identidad en la que se reconoce, la casa que siempre ha llevado consigo tras padecer un doble exilio. Cuando tenía cinco años, fue deportado a Transnistria por el régimen fascista de Antonescu, debido a su condición de judío; cuatro décadas después, aprovechó una salida a Berlín y ya no volvió a la Rumanía tiranizada por Ceaușescu. Para Manea, que es uno de los mejores analistas de los totalitarismos que quedan vivos, el exilio es el «trauma esencial» de la vida de un ser humano. Pero cuando cayó el Telón de Acero y pudo regresar de nuevo a su país, acabó no haciéndolo, pues recordar los «paralelismos más que incestuosos» que se dieron entre las represiones de distinto signo se convirtió en algo incómodo y de mal gusto para la nueva democracia, que no le perdonó que hablase de la «confusión feliz» de la posguerra, de su propia ceguera mientras fue un joven pionero o del pasado fascista de la gloria nacional en la que se había convertido Mircea Eliade.

Hay una dignidad obcecada en Manea que recuerda a la de Thomas Mann cuando se negó a volver a Alemania después de la guerra, a la de Nabókov si se deja al margen cierta altivez aristocrática, a la de Sándor Márai durante sus cuatro décadas de exilio. Márai era un escritor exitoso antes de marcharse de Budapest por no transigir con los dogmas del marxismo cultural y político que se impusieron en Hungría avanzados los cuarenta. Orgulloso e incorruptible, prefirió privarse de las comodidades de la fama y que su país prohibiera sus libros, a colaborar con un régimen que atentaba contra los valores en los que se había educado. «Mientras pueda y me dejen escribir, quiero dar fe de una época en la que vivía una generación que deseaba celebrar el triunfo de la moral por encima de los instintos y que creía en la fuerza del espíritu y en su capacidad de detener el avance de las hordas ansiosas de sangre y de muerte», dejó por escrito en Confesiones de un burgués. Y hasta sus últimos Diarios 1984-1989, que quizás ha acabado siendo su libro más estremecedor y descarnado, en Márai el exilio fue algo lúcidamente escogido, innegociable, terco; algo respecto a lo que no estaba dispuesto a claudicar.

Por otra parte, la experiencia intransferible de Vladimir Nabókov le sirve a Mercedes Monmany para introducir el exilio blanco de la comunidad cultural rusa tras la revolución bolchevique; reivindicar, entre otras, la figura de Nina Berbérova o Marina Tsvetáieva; y pararse más tarde en Joseph Brodsky, quien al recibir el Nobel dijo: «Es mejor ser el peor fracasado en una democracia que ser un mártir o la crème de la crème en una dictadura». Por último, y cambiando de tercio, toca también la itinerancia de James Joyce y analiza el caldo de cultivo de la deslumbrante literatura judeoamericana que alcanzaría su máximo grado de propulsión con la obra de Saul Bellow o Philip Roth: la energía chispeante de Isaac Bashevis Singer, el último gran escritor en yidis; o la novela Llámalo sueño, de Henry Roth.

Sin embargo, puede que uno de los mayores atractivos del libro de Monmany sea el encuadre que hace del exilio provocado por la guerra civil española, su contextualización a nivel internacional. Con ese objeto escoge a María Zambrano como punto de anclaje para, a partir de ahí, hacer un bosquejo de la magnitud del éxodo producido tanto en 1936 como en 1939; establecer una emocionante comparación entre la muerte de Antonio Machado y la de Walter Benjamin; detenerse brevemente en Cernuda, Max Aub y Chaves Nogales; y, al volver a María Zambrano, trazar un epígono tal vez demasiado particular o arbitrario. Se trata, no obstante, de un capítulo que se lee con pasión y congoja, con tristeza y alarma, con desolación al comprobar la desventura que parece seguir atravesando la política española. Pero la historia no está condenada a repetirse, las circunstancias siempre son otras. Por eso conviene leer Sin tiempo para el adiós, ahora que se emplea con tanta ligereza la palabra «exilio» en pleno drama migratorio, no solo como el estudio excelente del destierro en la literatura occidental del siglo XX que es, sino como un recordatorio del deber europeo del que han hablado Manea, Adam Michnik o Václav Havel: el de preservar una sociedad democrática, racional, escéptica y tolerante.


Sin tiempo para el adiós. Exiliados y emigrados en la literatura del siglo XX
Mercedes Monmany
Galaxia Gutenberg
(Barcelona, 2021)
544 páginas
27,50 €

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