Analógica

La familia es el surco donde la aguja salta

Pocas cosas hay tan complejas como variar la música bajo la que ha venido bailando una determinada estirpe. Ya sea por las influencias educativas e ideológicas que se han recibido en ese entorno o por oposición a estas, las reflexiones en torno a la familia son un destino ineludible para quienes se han dedicado a las artes, especialmente a la literatura. Pasolini, Kafka, Bernhard y muchos otros autores han explorado los límites y contradicciones del vínculo consanguíneo. Ya se sabe: las letras con sangre (familiar) entran.

Ilustración: Sofía Fernández Carrera.

Hay nombres tan evocadores que parece que solo podrían existir dentro de una ficción novelesca. Por ejemplo: Anteo Zamboni. Pero sucede que la vida es aún más sugestiva que cualquier novela. También más caprichosa y cruel.

El 31 de octubre de 1926, en Bolonia, Anteo Zamboni disparó contra Benito Mussolini. Anteo era entonces un jovencísimo anarquista de quince años que trabajaba como repartidor. Las cosas sucedían velozmente en aquel tiempo. Uno se hacía hombre pronto. También envejecía muy deprisa. Claro que a Anteo no le dio tiempo a envejecer. Una turba de squadristi lo linchó tras el atentado. El historiador Marco Cesarini Sforza aporta detalles al respecto: innumerables patadas, huellas de estrangulamiento, un disparo de revólver, catorce puñaladas. Yo he podido ver, al menos, tres fotografías distintas del cadáver de Zamboni. Son pavorosas. Recuerdan las imágenes de los ajusticiamientos de hombres negros en el sur de Estados Unidos durante la vigencia de las leyes Jim Crow. E irónicamente también hacen pensar en los cuerpos pisoteados por los milicianos del propio Mussolini y de Clara Petacci tras la ordalía de Piazzale Loreto, el 28 de abril de 1945.

Hasta aquí otra muesca más en el confuso imaginario de la rebelión y de la violencia. La pirueta de la Historia se esconde en cualquier caso entre líneas. Y dibuja un arco que se cerrará con amargura solo medio siglo más tarde. Porque el hombre que detuvo a Anteo y lo identificó como el autor del disparo contra el dictador in pectore era un oficial de caballería que igualmente tenía un nombre novelesco. Se llamaba Carlo Alberto Pasolini. Su hijo, Pier Paolo, también a su modo sería masacrado en el balneario de Ostia el 2 de noviembre de 1975.

Sin ánimo de abundar en un psicoanálisis de andar por casa, calzado con zapatillas y vestido con pijama, no parece impertinente suponer que buena parte, si no toda, de la infatigable actividad de Pasolini, uno de los intelectuales más importantes del siglo veinte, ha tenido que alimentarse de los fantasmas, de las angustias y de los conflictos derivados de ser hijo de alguien como Carlo Alberto. La tentación de contemplar a Pier Paolo (comunista y cristólogo, homosexual y negador del aborto, radical e inconformista, polímata, defensor de las prostitutas, de los pobres y de los locos, valedor de los asesinos y de las minorías, artista total y sin parangón, suerte de meteoro que atraviesa la Italia de su época con la intensidad propia de una catástrofe) como la negación de todos y cada uno de los pilares que sostenían la personalidad de su padre no se puede descartar de forma gratuita. Es un ejemplo entre tantos, pero arroja luz sobre una asimetría que acaba a menudo por convertirse en paradigmática, y que obliga a sospechar que tanto la literatura como por extensión el resto de actividades artísticas nacen al modo de un territorio desde el que explorar los límites y contradicciones de la familia, como la posibilidad de adherirse a un espacio ajeno a las coordenadas del entorno donde uno ha crecido y a las influencias educativas e ideológicas que de él ha recibido.

«No parece impertinente suponer que buena parte de la infatigable actividad de Pasolini ha tenido que alimentarse de los fantasmas, de las angustias y de los conflictos derivados de ser hijo de alguien como Carlo Alberto»

Para quienes hallan en la escritura ese sustrato último que permite organizar el caos, detener siquiera sea por un instante la aterradora entropía y, en definitiva, interrogar al mundo y a sí mismos dentro de él, las meditaciones en torno a la familia son un destino casi ineludible. El arranque más famoso de la historia de la literatura («Todas las familias felices se parecen unas a otras; cada familia infeliz lo es a su manera») es una llave maestra que abre multitud de cerraduras. La intimidad dialoga aquí con la universalidad. El molde particular encaja como un guante en una percepción mucho más amplia, que destila y decanta, que succiona con la fuerza de gravedad de un agujero negro. Porque al igual que las tribus y las naciones, las familias se organizan alrededor de una serie de relatos. Y estos relatos, que atesoran un evidente núcleo de verdad, y que se extienden desde los miembros remotos, brumosos y casi espectrales hasta el último retoño bienvenido, no renuncian a su condición de fábulas. Antes que depósitos de razón o de sólidos bloques de conocimiento, son conglomerados de hechos dirigidos a procurar una enseñanza a menudo moralizante, cajones de sastre que prestan carta de naturaleza a un estado de cosas determinado y en el que caben multitud de facetas (voluntad, mérito, disciplina) y se concitan grandes palabras (destino, gracia, justicia). Son relatos que, hablando con propiedad, no pueden aspirar al conocimiento, y que aun así, con el tiempo, se vuelven inconmovibles, leyendas grabadas en estelas votivas. Nada existe tan complejo como variar la música y la letra bajo las que ha venido danzando una familia. Y no obstante, y para no abandonar el marco de la metáfora, la familia es el surco donde la aguja salta.

Kafka continúa siendo el relator por antonomasia de esa paradoja, la de matar a la familia de forma simbólica para que la familia siga viviendo siempre, la de crucificarla en la dimensión de la palabra impresa para que ingrese en el panteón de las ideas y de las emociones imperecederas. La Carta al padre es, así, mucho más que el mensaje en la botella. Es también un inesperado espejo en el que todo hijo, en cualquier época y lugar, aspira a verse reflejado. En este texto seminal, cuyo recuerdo aún conservo como el descubrimiento febril de mis catorce años, una de las contadas experiencias lectoras que marcan un antes y un después en la trayectoria personal, se alcanza una curiosa revelación: la autobiografía, ofrenda del yo racional, es insatisfactoria a la hora de la autopsia definitiva, una verdad a la que solo puede accederse a través de la inmolación del yo; esto es: por la disolución de quienes somos en una trama de relaciones objetivas que llamamos relato, que llamamos novela. De ese modo, en el límite, toda psicología del yo acaba por resultar otra máscara amarga de la falacia. Para alcanzar la verdad que yace en nosotros, hay que negarse, hay que disolverse en la pluralidad de las ficciones.

«Kafka continúa siendo el relator por antonomasia de la paradoja de matar a la familia de forma simbólica para que la familia siga viviendo siempre»

Quizá el mejor heredero de la gran lección de Kafka sea el austriaco Thomas Bernhard, un autor que investiga esa fenomenal disrupción que es la familia mediante un ciclo narrativo voraz, asfixiante, de una severidad y de una lucidez sin igual en las letras contemporáneas del continente. De Helada a Extinción, de Tala a Hormigón, de su pentalogía autobiográfica (El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño) a esa cumbre inspirada en la imagen amplificada de Ludwig Wittgenstein que es Corrección, Bernhard, el misántropo más inexcusable de la literatura europea posterior a la Segunda Guerra Mundial, indaga en la familia como lugar de atrición y de desdicha, como destilación aguda e inmisericorde de la vergüenza y del resentimiento, como la región más feroz e inhóspita bajo los distintas climas del planeta. Un mundo áspero que se condensa en esta fase de Trastorno, una de las obras capitales del maestro: «Comprender el desamparo de todos los hombres, pero sin compasión».

Porque la familia es un tema sin edad, universal como los vínculos que recrea. Las Escrituras están llenas de padres angustiados y de hijos codiciosos; el drama de Edipo es el drama de la sangre invisible; la peripecia de Antígona enfrentándose al Estado para salvaguardar el cuerpo de su hermano resuena aún hoy en tantos desgarros modernos; Hamlet es el paradigma del hijo en lucha con el fantasma de su progenitor; Al Este del Edén es la apoteosis del conflicto entre generaciones; Philip Roth, Amos Oz, Hanif Kureishi, Peter Handke y Pierre Michon han escrito obras extraordinarias acerca de la decadencia física y la locura de nuestros mayores, de la ternura siempre un poco vergonzante entre padres e hijos, del suicidio de la madre o de los aspectos mitológicos de la relación paternofilial. Ser padre, ser hijo, supone habitar una dialéctica inagotable, hasta comprender que uno sigue siendo hijo incluso cuando sus padres han muerto, hasta aceptar que el lenguaje es tan pudoroso que no posee una palabra para referirse a los padres que han perdido a sus hijos.

Julia Kristeva ha hablado con sagacidad de la aporía de la escritura. En toda escritura hay derrota y hay victoria. Hay derrota porque ninguna escritura alcanza a expresar lo que persigue decir; hay victoria porque la escritura es, a pesar de todo, la herramienta más poderosa para elucidar quiénes somos. En pocos asuntos como el del examen familiar esta contradicción invencible exhibe sus poderes. Creadores de todas las épocas se han acercado al territorio más íntimo para, al tiempo que fracasan en su empeño por cartografiarlo con exactitud, levantar el único mapa adecuado de esas vidas: las que tuvimos, las que se nos negaron, las que hubiéramos querido recorrer.

 


Ricardo Menéndez Salmón es escritor. Su último libro es No entres dócilmente en esa noche quieta, publicado por Seix Barral.

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