Tras una década como estratega de Google, James Williams (Cabo Cañaveral, Florida, 1982) conoce al detalle el interior de la bestia. Llegó a obtener el máximo reconocimiento de la megacorporación —el Founder’s Award— antes de tomar conciencia de que estaba contribuyendo al imperio de la «economía de la atención», o lo que es lo mismo: el gran negocio hoy es que pasemos cuantas más horas mejor frente a la pantalla, pues internet se reduce a un anuncio publicitario infinito. Tras ese despertar se marchó a Oxford para formarse en filosofía y tecnoética, campo en el que actualmente investiga y donde fundó la organización Time Well Spent, actual Center for Humane Technology. Su libro Clics contra la humanidad (Gatopardo, 2021) recoge ese viaje personal y, sobre todo, las ideas resultantes. Stand Out of Our Light, título original de la obra publicada en 2018, hace alusión al encuentro en la antigua Grecia entre Alejandro Magno y Diógenes. El poderoso rey le ofreció a aquel estrafalario vagabundo, que yacía recostado, cualquier cosa que deseara, a lo que Diógenes contestó pidiéndole que se apartara, pues le hacía sombra. La luz que hoy se nos roba, a cambio de cumplir nuestros supuestos deseos, es la atención.
Pese a que la mayoría de las cosas que ofrece internet nos parecen gratuitas, en realidad siempre estamos pagando con nuestro tiempo. No en vano, el magnate de Netflix Reed Hastings señala al «sueño» como uno de sus principales competidores, lo que suena tan cínico como realista. Todos se pelean por la atención y lo demás es accesorio, sostiene el autor de este esclarecedor ensayo. Ni los tuits de Donald Trump ni las «fake news» ni el «clickbait» deberían verse como un problema de desinformación, sino de captación de la atención. Una distopía muy real que, en este sentido, se halla más cerca de Un mundo feliz que de 1984: lo que amenaza la libertad es lo que Aldous Huxley llamó nuestra «insaciable sed de distracciones», no el miedo. De la obra de George Orwell, en cambio, hemos heredado el modo en que las palabras definen y limitan el mundo en beneficio de quienes lo diseñan. Y aunque uno siente todo el rato la tentación de culpar a la industria tecnológica y publicitaria de su ambición desmedida por este nuevo petróleo, Williams argumenta que la culpa no es de nadie y al mismo tiempo es de todos, aunque sea por omisión.
Una de las aspiraciones más nobles e incuestionables de Clics contra la humanidad es la de ayudar a entender qué es la atención con el fin de que la apreciemos y no la vendamos tan barata, ¿no es así?
Todavía no tenemos una forma muy desarrollada de hablar acerca de nuestra atención y de comprender su valor, en gran parte porque las fuerzas que ahora nos inundan de información son muy nuevas. Comenzar a desarrollar ese lenguaje, y esforzarme por aclarar todo lo que está en riesgo cuando nuestra atención se halla en la cuerda floja, fue uno de mis principales objetivos al escribir este libro.
Con fenómenos como la pandemia, parece que a cada paso se agravara nuestra dependencia de las tecnologías, y aún parece más difícil sugerir a las nuevas generaciones (los llamados «nativos digitales») un uso más comedido. ¿No será demasiado tarde para rebelarse?
Cuando comenzaron los confinamientos, varios apologetas del «statu quo» tecnológico rápidamente adoptaron una postura de autocomplacencia: «¿Ves? La tecnología no puede ser mala porque te permite conectarte con la gente y trabajar desde casa durante el encierro, lo que no podrías hacer de otra manera». Creo que esta posición es estúpida por varias razones; en primer lugar podemos plantearnos si habríamos tenido un confinamiento como tal (o al menos en un grado similar de severidad) si internet no existiera.
Pero de manera más general, esa idea es como decir que una solución mínimamente suficiente en una situación de emergencia puede constituir una opción aceptable y sostenible para la vida cotidiana. Algo así como pensar «sí, el mundo está contaminado, ¡pero puedes usar una máscara de gas dondequiera que vayas!», o bien «sobreviviste al accidente de avión comiendo restos de cuero, así que eso debería funcionarte como dieta a partir de ahora». Con la tecnología, la situación solo se vuelve realmente desesperada cuando llegamos a creer que el «statu quo» es inevitable y que debemos aceptar los trágicos términos medios que se nos ofrecen, en lugar de rechazar la premisa planteada y exigir que las tecnologías y sus creadores estén sujetos a unos estándares fundamentalmente más altos.
«La postura de los apologetas de la tecnología con el confinamiento es estúpida y autocomplaciente»
De tus propuestas para sublevarnos contra la economía de la atención, quizá la que veo más ardua es también la más esencial, la de establecer una ética publicitaria. ¿Cómo se puede revolucionar una realidad tan implantada en nuestras vidas como la publicidad?
La forma de empezar a reformar la publicidad es simplemente prestándole atención. No me refiero a sus productos resultantes, sino a su naturaleza y función. Si hacemos esto incluso en el nivel más básico de descripción, entonces muy rápidamente todo el sector se pone a la defensiva y tiene que refugiarse en el mero hecho de que ese es el «statu quo». Por ejemplo, si la publicidad digital no existiera hoy en día y propusieras que basáramos el funcionamiento esencial de nuestra red global de comunicaciones en la focalización científica y explotación de sesgos psicológicos humanos, no con el propósito de elevar sus vidas o apoyar sus objetivos, sino de retener y revender al máximo su atención; en otras palabras, si propusieras que construyésemos una máquina de persuasión global y que centralizásemos su poder persuasivo, puedes imaginar la poca gente que apoyaría eso.
Necesitamos comenzar por decir claramente lo que realmente está sucediendo. Una cosa que se interpone en el camino de este objetivo, como explico en el libro, es nuestra insistencia en describir estas tecnologías que fundamentalmente gestionan y manipulan la atención como si su prioridad fuera gestionar y manipular información. Por supuesto que lo hacen, pero la mayoría de las veces es una vía para gestionar nuestra atención. Otro hábito que interfiere con el hecho de hablar claramente sobre estas tecnologías es el uso de términos desafortunados como «redes sociales» para describir lo que en realidad son máquinas de persuasión global.
«No es casual que una de las principales aspiraciones hoy sea hacerse “influencer” y rico en la economía de la atención»
En el primer episodio de la serie Mad Men, hay una famosa frase del publicista Don Draper: «Lo que llamas amor fue inventado por tipos como yo para vender medias». En el caso del diseño tecnológico (como en el del marketing), expones muchos ejemplos en los que las palabras son vaciadas de significado y por tanto se vacía nuestra experiencia vital.
Sin duda, y esta es también, por supuesto, una lección importante de George Orwell: las fuerzas de sometimiento tienden a degradar nuestras palabras para estandarizar nuestras vidas y neutralizar nuestras facultades críticas.
Incluso cuando usamos las redes sociales para fines personales, la mayoría estamos vendiendo algo (aunque sea lo guays que somos). Nos convertimos en «prescriptores» —otra de esas palabras que aman en el sector—, que es como decir evangelistas. Ese es el gran triunfo de este sistema, ¿no?
Sí, no es casual que una de las principales aspiraciones en la vida de los jóvenes de hoy sea convertirse en «influencers»; es decir, no influir en ciertas personas hacia un fin particular y loable, sino simplemente influir sobre la gente sin más, tan amplia y vigorosamente como sea posible, para ganarse el placer de venderse al mundo, para volverse extremadamente rico en la economía de la atención. Es una aspiración similar a la gloria o el renombre en épocas pasadas, solo que a través del espacio en lugar de a través del tiempo, alrededor del mundo en lugar de a lo largo de la historia.
Dices que no debemos disparar a los diseñadores de tecnología, pero obviamente a estas alturas saben lo que están provocando en los usuarios y deberían tener una responsabilidad por ello.
Cuando hablo de no culpar a los diseñadores de tecnología es porque en mi opinión la fuente de más alto nivel del problema reside más bien en los objetivos e incentivos organizacionales, como por ejemplo los modelos de negocio. Ahí es donde los esfuerzos de reforma estarán mejor enfocados.
Es interesante eso que explicas sobre Trump y cómo desvía la atención política con sus «tormentas de tuits». ¿Qué opinas sobre el hecho de que las grandes redes sociales bloquearan su cuenta tras el asalto al Capitolio?
Al menos en el caso de Twitter, creo que debería haberle exigido un número mínimo de palabras por tuit como requisito para publicar. Algo así como cuando se escribe una redacción escolar: cinco mil palabras parece razonable.
Me interesa también tu propuesta para que en el diseño tecnológico se establezcan nuevos parámetros para la medición, pero no sé si es fácil confiar en que así sea. Hay muchos teóricos que desde hace años opinan que la economía debería medirse en otros parámetros que no sean solo los del PIB, pero nadie les ha hecho mucho caso.
Una vía podría ser cultivar las expectativas de los usuarios para estas métricas. La regulación podría ser otro enfoque. Una política que particularmente me gustaría ver implementada es la de exigir que las métricas de diseño persuasivo de alto nivel, que ya se establecen y se utilizan para guiar el diseño, se vuelvan transparentes. Un buen primer paso sería que los usuarios y la sociedad vieran si las métricas existentes se alinean realmente con todos los difusos mensajes de marketing sobre cuáles son los supuestos objetivos de diseño.
«Twitter debería exigir a Trump un número mínimo de palabras como requisito para publicar, como una redacción escolar»
Por último y por mera curiosidad: ¿Qué te parecen las aplicaciones de control del tiempo de uso del móvil, como Screen Time? En un artículo para The Atlantic, Ian Bogost concluía: «Screen Time ofrece algo realmente útil: sirve como recordatorio de que por ahora mirar, pasar el dedo o clicar la pantalla es engañoso; mejora la vida diaria aunque también la empeora».
Estas herramientas pueden ser útiles para personas con la motivación y la fuerza de voluntad necesarias para buscarlas y utilizarlas. Sin embargo, no todas las personas la tienen, por lo que existe un efecto de selección que limita su impacto en primera instancia. También es importante no permitir que estas herramientas replanteen implícitamente la cuestión de la tecnología y el bienestar como algo que es únicamente (o incluso primordialmente) una cuestión de iniciativa y autorregulación de un usuario individual. En el mejor de los casos, estas herramientas pueden ser algo así como un monitor de calidad del aire, ayudando a alguien a comprender el grado de contaminación que su comportamiento provoca en el entorno. Pero por sí mismas no mejoran la calidad del aire, no solucionan los problemas sistémicos más amplios que dan lugar a la crisis de atención, por lo que en general su utilidad es bastante limitada.
Coda
¿Cuántas veces al día se nos ilumina la pantalla y atrae nuestra mirada? Mi aplicación de iPhone registró la semana pasada que usé el móvil durante 6 horas y 59 minutos, tres de las cuales estuvieron dedicadas a redes sociales; datos que no tienen en cuenta, desde luego, las muchísimas horas de otra pantalla, la del ordenador, a las que me expongo cada día (incluyendo el WhatsApp de escritorio). No las he contabilizado, pero mientras leia el libro de Williams, me documentaba para preparar la entrevista, la traducía del inglés y la ponía por escrito, mi atención se habrá dispersado infinidad de veces en otros contenidos relacionados o no, de los cuales apenas una ínfima parte me habrá servido de utilidad para elaborar este u otros textos futuros. Ni siquiera para «distraerme», en el mejor sentido del término. En el libro de Williams hay numerosas y estupendas citas sobre el tema, pero me gustaría concluir con este inspirado tuit del escritor y consultor de «software» Paul Ford:
«Me desinstalé Twitter del teléfono para leer más. Esta mañana he vuelto a leer La tierra baldía, de T.S. Eliot, en el tren. Es una panoplia de voces aleatorias reunidas, imposible de seguir, y te llena de pavor y desesperación. Me he dado cuenta de que es una especie de sustituto perfecto».
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