Crónicas en órbita

La era de la taquipsiquia

La taquipsiquia es como la taquicardia, pero con la actividad mental, dice Emmanuel Carrère en Yoga (Anagrama, 2021): pensamientos que giran, traquetean, se arremolinan, se sacuden. La condición psiquiátrica que le diagnosticaron al autor francés no está lejos de ser un fotograma de nuestro tiempo, de nuestra era de interacción desbocada en redes sociales, de consumo de contenidos no curados, en fin, de Agitación, tal como titula Jorge Freire su libro de ensayo (Páginas de Espuma, 2020). Y todo esto, paradójicamente, mientras navegamos en una economía de la atención que apunta a exprimir veinticuatro horas diarias potencialmente monetizables, tal como explica Jenny Odell en Cómo no hacer nada (Ariel, 2021).

Una sobrecarga de estímulos nos electrocuta desde el momento en que abrimos los ojos. Notificaciones nos bombardean por todos los frentes, mientras algoritmos cada vez más refinados nos indican qué hacer esta tarde, dónde sacarnos las mejores fotos, qué zapatos comprar. Y, cuando están bien adiestrados, incluso buscan decirnos qué pensar o, aún peor, qué desear. Un mundo estereotipado nos llama compulsivamente a ser nosotros mismos, tarea que se vuelve cada vez más difícil en la monocultura global. Sobreabundancia de lo idéntico, diría Byung-Chul Han: «Si todos somos plenamente libres, ¿por qué hacemos lo mismo?». Ahora echemos eso en una licuadora de tags, tuits, likes y mezclemos a mil kilómetros por hora mientras revolvemos con tajadas de incertidumbre y altas dosis de hiperactividad.

Robert Louis Stevenson describía el ajetreo como el «síntoma de una vitalidad deficiente», síntoma presente en «personas vivas-muertas, estereotipadas, que apenas son conscientes de vivir». Freire va más allá: «El envés de la agitación no es el sosiego, sino la abulia». El homo agitatus no reposa, se entumece, se paraliza. Por eso vive consagrado al movimiento perpetuo en una búsqueda desesperada por la libertad. Todo esto mientras los millennials libran (libramos) una «batalla temerosa y miope por la estabilidad» en medio de una instantaneidad que, Odell dixit, «aplana el pasado, el presente y el futuro y los convierte en un presente constante, amnésico».

Nunca ha habido un momento en la historia en el que el ser humano contara con tantas herramientas, ni con tanta celeridad, para perseguir —y cumplir— sus deseos. Pero en la amnesia del ya-ya-ya le tenemos fobia al hiato, esa distancia media que existe entre nuestro deseo y su satisfacción. Hay que sumar a eso el bombardeo algorítmico: lo que debo desear hoy, ya está out mañana. En la era de la taquipsiquia sufrimos de insatisfacción crónica —un maridaje made in hell—. Mientras exponemos nuestras vidas «al panóptico so capa de espontaneidad», seguimos navegando entre deseos contradictorios, avanzando en círculos, inconscientes del origen de nuestra infelicidad, y sin saber dónde está la costa. «Entre los escombros del presente, la huida nos llama», señala Odell. Pero estamos «huyendo hacia adelante» y sin un punto de fuga coherente.

Lo más grave es que esta es la gasolina de la economía de la atención. Autómatas agitados, impacientes, que corren en círculos mientras hacen fila en Santorini por la foto y en Passeig de Gràcia por un móvil. Pero, por más que quiera la lógica mecanicista, vivir no es algo que se pueda optimizar. Por eso a veces raya en el absurdo el telos instrumentalista de la vida selfi de crear cada uno nuestra propia marca personal. Odell lo explica así: «Los amigos, la familia y los conocidos ven a una persona que vive y crece en el espacio y en el tiempo, pero la multitud solo ve a una figura de la que se espera que sea tan monolítica y atemporal como una marca». No hay nada menos monolítico y atemporal como un individuo, es más, si se debiera pecar de categórico los adjetivos serían ambivalente, voluble, mortal.

Y es que, a fin de cuentas, la realidad es blanda. La respuesta no es dejar de usar las redes, ni dejar de consumir contenido. Vive con tu siglo pero no seas obra suya, dice Schiller. Entonces, ¿cómo se le pone pausa al tifos, o sea, a esa tormenta de confusión, a esa niebla mental? La hiperconectividad, la hiperinformación, la hiperinteracción, en general, la hipervida nos deja en un estado de parálisis, incapaces de actuar con decisión. Carrère nos da una luz guía: debemos obtener profundidad estratégica, lo que en jerga militar se refiere a la zona de retirada posible en caso de que ataquen las fronteras, la mayor o menor capacidad de repliegue. Ok, y ¿cómo conseguirla?

Cada autor tiene su propia fórmula. En Carrère prepondera la meditación, para despegarnos «un poco, un poquito, de lo que llamamos yo. Un poquito ya es mucho». Para Freire, ante «la agitación, [que es] estéril por esencia, [y que] solo acelera y precipita lo que ya existe», debemos descubrir que el aburrimiento es lúcido. Odell, por su lado, tiene una propuesta temeraria: no hacer nada. En otras palabras, estar en un «tercer espacio», quedarnos en el siglo que nos tocó vivir, ser conscientes de lo que está sucediendo, pero darnos un tiempo de desconexión. La propuesta es temeraria al menos frente a «la lógica capitalista, que se nutre de la miopía y la insatisfacción, [pues] algo tan corriente como no hacer nada podría resultar peligroso de verdad: al huir lateralmente los unos hacia los otros, quizá descubriéramos que todo lo que queríamos ya se encontraba ahí». En suma, los autores nos llaman a parar. Parar de correr, parar de huir.

James Williams decía que las distracciones a corto plazo impiden hacer lo que queremos hacer, pero a largo plazo pueden acumularse e impedirnos vivir las vidas que queremos vivir, incluso pueden socavar nuestra capacidad de reflexión y autorregulación y, por ende, nos costará más querer lo que queramos querer. El exceso de interacción e instantaneidad nos ahoga en cacofonía; entre tanto tejemaneje, se vuelve imposible oír la propia voz. Entonces, a fin de cuentas, el ajetreo, la taquipsiquia virtual nos impiden querer lo que queremos querer. En el taichí se enseña a eliminar los movimientos parásitos. Pues en el día a día habrá que erradicar los pensamientos parásitos (por lo menos un poquito, un poquito ya es mucho). Por eso para tomar la decisión de no hacer nada hay que ser valiente, valiente para darles al pensamiento y a la acción consciente un tiempo prudente de incubación.

Apretar el botón de pausa tal vez nos hará ver que tenemos más preguntas que respuestas y, quizá, nos llevará a preguntarnos, así sea tímidamente: ¿qué quiero de verdad? La pregunta es en sí misma un acto de resistencia: desde el lado social, se resiste al monocultivo contextual y, desde el lado personal, se resiste a los monos propios, que en la imaginería budista representan la dispersión de la mente. Valentía también es darse tiempo a solas para discutir con uno mismo, discutir, que proviene de quatere, que significa sacudir, discutir, como dice Freire, para comprobar que las raíces son sólidas, que las respuestas a ese qué-deseo-de-verdad tienen bases firmes. Valentía para meditar, a ver si algún día entendemos, como Carrère, que «somos más de lo que grita ¡yo! ¡yo! ¡yo!». Que al menos lo entendamos un poquito, un poquito ya es mucho.

2 Comentarios

  1. The Lady of Shalott

    Muy buen artículo. Muy necesario

  2. Me encanta!

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