¿Quién no lo quiere a José Luis Garci? ¿Quién le teme, y por qué? Durante un tiempo demasiado largo, Garci fue un nombre fácilmente subestimado, un poco olvidado, despachado sin más al rincón donde se acumulan los trastos. Ese nombre de quien había tenido éxito crítico y ahora no tanto; el que había tenido predicamento como cineasta y había dejado de tenerlo; el que había marcado mal que bien el paso del cine español más en primera plana y ya no lo hacía. Pero Garci vuelve. Cada tanto da una sorpresa, como ahora con este El crack cero (2019) inolvidable. Como se dice ahora: esta precuela. El caso es que ahí está de nuevo El crack, cuando aún no lo era del todo, pero ya pintaba para serlo. Sin Alfredo Landa (lógico), pero ahora con un blanco y negro depurado.
En realidad Garci nunca se había ido. Fueron las modas las que cambiaron; los dictados publicitarios, las ideas que encajaron de otra manera en el vértigo de los tiempos; las nuevas agendas. La izquierda, nunca demasiado convencida del director, licuada en nuevas coyunturas. Muchas cosas que habían hecho de Garci aquel nombre importante, con seguidores, con mucho público, con cierto prestigio cocido en días de Transición, ya no estaban. ¿Fue demasiado sentimental para los nuevos tiempos? ¿Debía exhibir otro talante, olvidar los años formativos? ¿El cine americano clásico que amaba y traficaba resultó de pronto demodé, poco urgente, una cosa perteneciente a un pasado remoto?
«Muchas cosas que habían hecho de Garci aquel nombre importante ya no estaban. ¿El cine americano clásico que amaba y traficaba resultó de pronto demodé?»
El caso es que el madrileño siguió adelante. Filmó como Garci: con recuerdos que lastiman, con la melancolía indestructible de una generación perdida. En la primera parte de su carrera había tenido las marquesinas de los cines en las retinas, la ciudad de Madrid como centro de flujos, es decir como alma (con escapadas regias a Gijón, o a Oviedo). La música infaltable de Jesús Gluck; las canchas de fútbol fervorosas, la radio de fondo o el televisor trayendo noticias de un mundo que atañe de soslayo a los personajes, ocupados más bien en maniobras diarias de supervivencia propia, de entrecasa: como si el sentido del universo se cifrara en el recuerdo de un verano de la infancia, en un rostro de mujer con pecas que vela desde un pasado eterno; en una frase trunca.
Ese hombre ya estaba maduro para que le dijeran con qué tranco tenía que andar e hizo entonces melodramas ubicados en el pasado. Filmó monjas y romances clandestinos. Filmó conventos, lágrimas en primer plano y amores de romería. Cortó amarras. Su programa de televisión en horario central, Qué grande es el cine (1995-2005), lo mantuvo durante aquella década en la consideración popular como divulgador, como devoto inclaudicable, como formador de espectadores. Pasó películas clásicas en copias defectuosas, dobladas, causas recuperadas que prendieron en el inconsciente colectivo español. Nunca dejó de sonar la frase “Ha visto más películas que José Luis Garci” para elogiarse a algún cinéfilo empedernido. Pero nadie había visto más películas que Garci. Y nadie trasmitía su pasión por ellas como él. Nadie llegaba de ese modo al corazón de generaciones diversas que encontraban en la pequeña pantalla a un amigo, un conspirador amable para quien el cine atravesaba las modas, los gobiernos, los avatares ideológicos.
Después hizo en la radio programas sobre boxeo, sobre fútbol; compartió música, habló hasta por los codos. Su serie para televisión Historias del otro lado (1991-1996) ya había rubricado al «Garci para todos». Se ganó, fuera del cine, otra consideración. Cerca de las familias, lejos de la crítica especializada. Se había convertido en alguien del sistema. Un sujeto a quien, según sus detractores, no se podía tomar en serio como cineasta. Demasiado seguro de su oficio y en su papel de hombre de los medios masivos mientras hacía películas cada vez más solitarias, más raras e insulares. La cinefilia radical insistía: estaba demasiado asimilado. Alguna cercanía con personajes del PP, amistades inconvenientes. Definitivamente, Garci no pertenecía a la cultura crítica vigente.
Aunque filmara con constancia y pegara éxitos en Berlín y en Sundance, estaba fuera. Siempre sospechoso, en los años setenta había dado algunos pasos inseguros en terreno amigo: el pulso de cierto espíritu de resistencia de sus primeras películas; una sociología del estado de las cosas, con personajes de izquierdas abrumados por lo perdido en larguísimos años (la marca Garci). Pero esos gestos, ahora se veía claro, no habían sido suficientes. ¿Primer Oscar español con Volver a empezar? No alcanzaba; más bien aumentaba el desdén. Se oyeron acusaciones de sentimentalismo, incluso de cursilería. Hacía demasiado tiempo, además (1983). Ahora directamente se había perdido para el bando que importaba. Estaba en otro lado.
«Su programa Qué grande es el cine lo mantuvo en la consideración popular como divulgador, devoto inclaudicable, formador de espectadores»
Volvamos a El crack cero, su última película. Filmada como los dioses, con unos fundidos bellísimos, melancólica e inactual, resulta ser una de las mejores del director. La escena en la que Areta, el esta vez joven protagonista, va a comprar perfume es una buena muestra de la gracia y la artesanía brillante de la película, en la que parece que los personajes y las palabras flotaran. La cinta incluye entre sus diálogos frases como esta: “Si su culo fuera una tostada, se lo tendría que untar de mantequilla con un remo”. Garci es capaz de inventar de nuevo sentencias del hard-boiled más esmerado como si se las sacara del bolsillo, con esa naturalidad pasmosa.
El crack cero es un noir de los buenos, de los mejores. Una película fuera de tiempo, pero que pertenece a todos los tiempos; quizá como el propio Garci. Es la vuelta del director a un personaje, pero también a unas formas cinematográficas que parecen no tener ya lugar en el mundo. Con personajes y palabras leves, pero contundentes, como si sencillamente se dejaran estar, como si fueran fantasmas de un mundo olvidado. La película exhibe las señas de una maestría propia, la clase de cosa que el director probó, moldeó y maceró con los años, al fuego de una práctica del cine tan insistente como refinada.
Evidentemente, hay un toque Garci, palpable de película en película; los rastros de un cineasta mayor que se conduce con una ligereza y seguridad que lo hacen parecer modesto, sin esfuerzo, casi como un soplido (soplar y hacer películas). “Con suavidad y con desenvoltura de fumador de opio”, decía un poema de Raúl González Tuñón: Garci tiene precisamente la tranquilidad de los viejos maestros, los que conocen el oficio. Los que saben que de lo que se trata es de usar aquello que se ha conquistado sobre el terreno, palmo a palmo, para decir lo que se quiera decir, que es más o menos siempre lo mismo, pero diferente cada vez, porque no se pierden las mañas pero cambian un poco en el tono, la modulación con la que se expresan.
La cosa empezó quizá con Holmes & Watson. Madrid Days (2012), su película anterior. No fue necesariamente un nuevo punto de partida para el director, pero estableció de algún modo un giro, un anuncio de cambio que sonó a despedida. Fue allí que se operó acaso una cierta reconsideración crítica: el descubrimiento de un cineasta que, sin embargo, siempre había estado allí. Antes, esa Madrid imaginada del mil ochocientos con Peréz Galdós como guía en la impensada Sangre de mayo (2008) había dado la alarma. Probablemente no era tanto que recuperaba el favor de la vieja crítica sino que creaba una nueva con sus películas más recientes, una que miraba a ese hombre con azoramiento y sorpresa.
«Garci se vuelve moderno en los últimos años a fuerza de perseverar en ciertas formas abandonadas, que estuvieron llamadas a no tener descendencia»
Ahora El crack cero. La película carece de un nervio actual, no tiene la velocidad ni las preocupaciones formales en boga. Pero es el mismo nervio que no tenía, por ejemplo, El sueño eterno, de Hawks. Prodigios de palabras, gestos de los actores, chistes; acción escasa o nula y esos planos de establecimiento que en realidad sirven menos para ubicar a los personajes en la escena que sigue que para sugerir, una y otra vez, con una obstinación desgarradora, el tono anímico de la película, su estado lírico (en la misma dirección que los planos de trenes o carteles de Ozu, que funcionan como interludios musicales, igual que en El crack cero): el de la ciudad que contiene a esas almas un poco perdidas de antemano y que la tristeza infinita del final termina de convocar.
Garci se vuelve moderno en los últimos años justamente a fuerza de perseverar en ciertas formas que parecen perimidas, que han sido abandonadas; que estuvieron llamadas, en el fondo, a no tener descendencia. Si muchos cineastas adoptan con docilidad los gestos más visibles de su tiempo, sus veleidades, sus prescripciones, su repertorio de comodidades y sus recetas enarboladas como salvoconductos, hay otros que funcionan a contracorriente. Que no se adaptan porque no quieren, no saben o no pueden. Garci es de este segundo tipo.
De modo que Garci es Garci. Nunca ha dejado de estar, aunque los aires de los tiempos le hayan pasado por arriba del hombro. Si fue un hombre de la Transición (con particular énfasis y pertinencia en Asignatura pendiente y en Solos en la madrugada), más que conectar con su tiempo, fórmula fácil, lo que hizo Garci fue crear personajes que pertenecían a su tiempo y los hizo vivir allá; o sea, con nostalgia, con inadaptación, con estupor, con sentimientos guardados; con tristezas y con cuentas sin saldar. Es decir, a través de una emoción sin imposturas.
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