Son veinte segundos memorables en la historia del cine. Desde dentro del ascensor de un hotel, una cámara desciende mientras en el vestíbulo vemos a gente moviéndose en todas direcciones. Ya en la planta principal, la cámara sale del ascensor y avanza (en un prototrávelin) hacia la puerta giratoria del hotel, como si nosotros mismos caminásemos por el hall. La técnica se llamará cámara desencadenada y se la sacó de la manga el mítico director de fotografía Karl Freund. Parece increíble que estemos hablando de una película de 1924, pero así comienza El último, de F. W. Murnau.
El movimiento es la gran innovación de esta obra y, al reflejarlo desde la escena inicial, nos señala el conflicto central: a un portero de hotel, demasiado mayor para esa velocidad frenética, lo degradan a mozo de los lavabos. El argumento de Carl Mayer se inscribe en el grupo de guiones que realizó en esos primeros años 20 y que se conocen como kammerspielfilm, historias donde el expresionismo alemán de la época trocaba en un realismo social más cercano al drama. Mayer se basó en las obras de cámara (kammerspiele) que había creado Max Reinhardt en 1906 para su estreno en el Deutsches Theater de Berlín. Representaciones íntimas, para pocos espectadores, de piezas donde se reducían tiempo, espacio y trama.
En esa escuela de Reinhardt se formaron grandes actores y directores. Intérpretes como Emil Jannings, protagonista de El último, cuyos gestos se vuelven fundamentales para la psicología del personaje –hablamos de cine mudo– y con una cámara que se acerca como nunca antes. Cineastas como Murnau, que en esta película tuvo la valentía de prescindir de los intertítulos: “Nuestros esfuerzos deben dirigirse a abstraer todo lo que no sea el verdadero dominio del cine […] todos los trucos, dispositivos y clichés heredados del teatro y de los libros”. El cine quería independizarse, a esa joven edad, de otras artes en las que bebía. Hitchcock, que por entonces había ido a formarse en Berlín, fue el primer fan de las innovaciones formales y los puntos de vista subjetivos del realizador alemán (que sublimaría tres años después en Amanecer).
«El último marca un nuevo orden para el cine, en el que la escasez de personajes, escenarios y tramas da a los elementos visuales la mayor significación posible»
Es una de las dos películas de cámara que cambiaron el curso del arte cinematográfico para siempre. Un nuevo orden en el que la escasez de personajes, escenarios y tramas narrativas da a los elementos visuales la mayor significación posible. Su influencia llega hasta nuestros días, como bien sabe Belén Funes, Goya a la Mejor Dirección Novel por La hija de un ladrón. Consultada por MERCURIO, elige la reciente Lady Macbeth (2016), de William Oldroyd, como uno de sus films de cámara favoritos: “Tiene una economía de medios asombrosa, consigue jugar con las precariedades para diseñar una obra sorprendentemente austera y precisa con lo que quiere contar. La protagonista es una excelente Florence Pugh que pasa sus días en la finca de su marido, un hombre mucho mayor que ella. Con poquísimos elementos, decorados y apenas seis personajes importantes, construye una realidad palpable para contarnos cómo el personaje de Katherine pasa sus días maquinando su venganza, mientras el hastío y la cotidianidad la asfixian. Una película apasionante”.
Viaje al cuarto de una madre, de Celia Rico Clavellino, dio una fuerte sacudida al cine en nuestro país: lo que se podía lograr con dos personajes entre cuatro paredes. A la directora y guionista le cuesta decantarse entre varias cintas de este tipo que le vienen a la cabeza. Una de ellas es En el cuarto de Vanda (2000), donde Pedro Costa “se confina con su cámara (y nos confina también a nosotros) en el minúsculo cuarto de una heroinómana” cuyo popular barrio –Fontainhas, en Oporto– está siendo demolido. “Estos días en los que vemos el tamaño de las habitaciones de algunos, me he acordado mucho de ese cuarto donde apenas cabe una cama y en el que la cámara de Costa apuntala la realidad y la duración de las cosas”. Por motivos parecidos y “por cómo la crisis sanitaria pone el foco sobre los cuidados”, Rico cita también No home movie (2015), documental en el que Chantal Akerman se instala en casa de su madre durante sus últimos días. “Escenas domésticas y conversaciones cotidianas que nos hacen viajar por la memoria de una mujer que representa, además, uno de los capítulos más duros de la historia de la humanidad”. Finalmente y para compensar el bajón, la cineasta sevillana recomienda El bazar de las sorpresas (1940), de Ernst Lubitsch, que transcurre casi por completo en el interior de una tienda: “Una comedia plagada de detalles y gags tan sublimes que se asocian sin que se haga notar”.
Cámaras que conquistan
Tres planos encadenados del mar y sus reflejos del cielo. Cuatro figuras salen del agua hacia la orilla desde el lejano horizonte, bromeando y salpicándose. Llegan al muelle y siguen charlando mientras suben el repecho que les conduce a una casa. Entonces el plano se corta y la cámara se centra en David, escritor viudo, y Martin, su yerno, que es médico en el hospital donde ha estado ingresada su hija Karin por esquizofrenia; las vacaciones familiares se completan con Minus, el menor de los hijos. En esas cuatro figuras se concentra toda la acción de Como en un espejo, de Ingmar Bergman. Y en ese acercamiento de la cámara, que ya casi nunca se distanciará de ellos.
Es el año 1960. Bergman acaba de ganar un Oscar y está encumbrado, pero quiere romper con sus obras anteriores. Las califica de “estudios” y anuncia que esta será su primera película de verdad, un chamber film. Influido por la música de cámara de Bártok, el sueco aspira a retratar a su cuarteto de personajes en intimidad, centrando el foco en su psicología. También se inspira en las obras de cámara de August Strindberg, escritas en 1907 y 1908 para su Intima Teater en Estocolmo (casi una refracción de las kammerspiele de Reinhardt). No importa tanto la reducción de espacios como la destilación de lo esencial: fuera lo frívolo, la orquestación y los “efectos calculados” –son sus palabras– del arte escénico. Puede parecer que esta autoimposición limitará la obra, pero más bien le da alas.
En Bergman no solo libera al cine de la carga oral del teatro (precisamente), tan presente en sus películas anteriores, sino que transfiere la capacidad de verdad de las palabras a las imágenes. No se fía ya de las perras negras, como las llamaba Cortázar. Desde Como en un espejo, empieza a exaltar el uso del primer plano como expresión de esa nueva fe. Las luces del director de fotografía Sven Nykvist –que a partir de aquí colaboró en toda su filmografía– le ayudaron a captar las caras de sus personajes como ventanas al alma: “El mayor logro del cine ha sido conquistar el rostro humano a través de la cámara”, dijo Bergman. Poco después no necesitó decirlo, se limitó a filmar Persona (1966).
«Influido por la música de Bártok y el teatro de Strindberg, el Bergman de Como en un espejo aspira a retratar en intimidad la psicología de su cuarteto de personajes»
Lo hizo en la isla de Farö, al igual que buena parte de sus obras maestras desde Como en un espejo, momento en que la descubrió. Deseoso de aislamiento, llegó a alternarla como residencia con su casa de Estocolmo. Pero sus películas de cámara siguieron llegando lejos y poniendo patas arriba la forma de concebir el cine, por eso es uno de los autores en quien piensa Carlos Marqués-Marcet, cineasta responsable de Los días que vendrán –una de las películas, también de cámara, de la pasada temporada– y actualmente preparando un episodio para una serie de HBO sobre el confinamiento. Sin embargo, puesto a elegir se queda con Gertrud (1964), de Carl Theodor Dreyer, “una película que me pegó fuerte en su día y que no me canso de ver. Para mí fue descubrir que con muy pocos medios se podía hacer mucho, y no necesariamente minimalista. Su arte viene del control de la cámara, con movimientos supercomplejos que al mismo tiempo pueden pasar casi desapercibidos. La capacidad de profundizar que tiene Dreyer, una vez quitados todos esos elementos, es pura emoción: cuando vemos ese espejo en el que se mira Gertrud, de repente hay un universo entero ahí”. Para Marqués-Marcet, el danés incluso se anticipó a Bergman con Dies irae (1943) y Ordet (1955), que “de alguna manera ya son piezas de cámara”.
Un par de años antes que el film de Dreyer se estrenó ¿Qué fue de Baby Jane? (1962), de Robert Aldrich, “una película morbosa y brutal que merece un lugar primordial en la historia del cine”. Es la escogida por Laura Jou, quien tuvo su puesta de largo el año pasado con la primorosa pieza de cámara La vida sin Sara Amat. Le magnetiza aquella historia de dos hermanas encerradas en una mansión, “un espacio fantasmagórico y claustrofóbico que separa el cautiverio, arriba, de la parapléjica Blanche y la guarida, abajo, de su trastornada hermana Jane. Sala de estar, cocina, pasillo y dormitorio para cada hermana. En este invernadero, una rivalidad de por vida se vuelve tremenda y despiadada. El tiempo se torna lento y te encoge los pulmones”. Jou, que lleva más de 15 años dirigiendo y formando a actores, nos propone sumergirnos en este relato de “una niña supercelebrada convertida en una narcicista (Bette Davis), que no soporta el abandono de la popularidad y saca toda su ira para destrozar a su hermana (Joan Crawford), exitosa en la madurez. Una película trágica y cruel, que nos hace comprender el mecanismo humano de soledad-dolor-venganza”.
Coda
No importa el referente fijado por El último y Como en un espejo, el cine de cámara sigue resultando una categoría difusa y hasta cierto punto arbitraria. Confesado esto, su influjo parece fuera de duda. No es cuestión de enumerarlos aquí, pero casi todos los grandes directores clásicos han tanteado el formato. Sin ir más lejos, el citado Hitchcock es uno de sus maestros, con algunos de los más famosos títulos en esta acotada parcela, véanse La soga, La ventana indiscreta y Crimen perfecto. También en España tuvimos a nuestros pioneros, con Saura (La caza) y Buñuel (Belle de jour, Tristana) abriendo la veda.
«Invitamos al lector a pensar qué otros títulos exprimen esa esencialidad que parece el denominador común en el cine de cámara»
Pero uno prefiere centrarse en el cine del siglo XXI, por aquello de validar la vigencia de los planteamientos de Murnau, Mayer, Freund & Reinhardt y Bergman, Nykvist & Strindberg –qué dos equipazos–. Hay mucho y buen cine de cámara en Deseando amar (Kar-Wai), Puedes contar conmigo (Lonergan), La habitación del hijo (Moretti), La pianista (Haneke), Dogville (Von Trier), Antes del atardecer (Linklater), Reencarnación (Glazer), El tiempo que queda (Ozon), Old joy (Reichardt), 35 tragos de ron (Denis), Still walking (Koreeda), Two lovers (Gray), Bright star (Campion), Weekend (Haigh), The master (Anderson), Camille Claudel 1915 (Dumont), Stoker (Chan-Wook), Fuerza mayor (Östlund), Loreak (Garaño y Goenaga), Viaje a Sils Maria (Assayas), Una segunda madre (Muylaert), El viajante (Farhadi), La muerte de Luis XIV (Serra), Amante por un día (Garrel), La favorita (Lanthimos), Beanpole (Balagov), El faro (Eggers), Retrato de una mujer en llamas (Sciamma), The Souvenir (Hogg)… Una lista parcial, subjetiva y discutible, como todas, planteada con la sola pretensión de invitar al lector a pensar qué otros títulos exprimen esa esencialidad que parece el denominador común en el cine de cámara.
Se habrá notado que este inventario se ciñe al drama, género de las dos películas en las que he basado el artículo, pero me gustaría pensar que el confinamiento no solo produce dramatismo. Con suerte, los espacios cerrados podrán darnos, al menos, unas cuantas buenas ideas para cuando salgamos de esta y tengamos ganas de trascender.
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