Horas críticas

Libros de la semana #64

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Fuera de tiempo, de Joan Maragall (West Indies)

Menos conocida y apreciada que su muy influyente obra poética, la producción articulística de Joan Maragall (1860-1911) recogida en este libro resulta también impagable como testimonio de los numerosos cambios, tanto sociopolíticos como estéticos, asociados a aquellas décadas de encabalgamiento entre siglos. Justamente el compromiso con su tiempo, desde un arte de la retórica cuyo dominio se evidencia en estas páginas, es la característica que distingue al gran escritor barcelonés, quien fue capaz de aunar conceptos a menudo antagónicos en nuestra Historia, como tradición/presente o —el más difícil todavía— España/Catalunya. No a partir del buenismo, sino de un discurso transversalmente crítico y alejado de la sempiterna compartimentación ideológica. Como señala en su prólogo la editora y traductora de este volumen, la escritora Teresa Galarza Ballester, «Maragall es un autor clásico, pero el primero de la literatura catalana moderna», por lo que merecía sin duda una recopilación como la presente de sus textos publicados en prensa, una actividad periodística que ejerció, con notable predicamento, en Diario de Barcelona y La Veu de Catalunya, y que convertiría la suya en una de las voces más respetadas entre la sociedad catalana de la época. Fuera de tiempo es también reflejo de la hondura meditativa y lírica de su prosa, contenida en esta colección de escritos que bien podrían constituir su propia ars poetica. Este aspecto destaca especialmente en el primero de los cuatro bloques en que se estructura el libro, Reflexiones, cuyas piezas abordan desde la pureza de la poesía (que es inmutable y comprende lo mismo a Esquilo, Dante o Goethe que a Jordi de Sant Jordi) a los enaltecimientos bélicos de Kipling, la relación entre las nociones de arte y patria o la monstruosidad de ser escritor de oficio, consagrado a la musa Economía: «Lo intolerable, el gran sacrilegio, es imponerse, por dinero o por vanidad, la tarea de hablar a plazo fijo a los hombres, téngase o no se tenga algo que decir, apelando a los recursos de una malhadada inventiva y de una peor habilidad en alinear palabras huecas»; modernísimo alegato contra la hiperproducción y la proliferación masiva de emisores de contenido —lo que falta son buenos lectores—. Artífice de la teoría de la palabra viva, la belleza espontánea que defiende Maragall reside en el arraigo a lo local, pues «esta búsqueda de su alma es el único camino de lo verdadero mundial», y de igual modo entiende que el dialecto es vehículo del lenguaje puro, que es la poesía. En los textos de La cuestión social, trata el nacionalismo español, la política y su «esperanza catalana» en el rumbo que podría tomar, el conflicto lingüístico e incluso un «Mensaje al rey», pero también se preocupa por el escenario de relaciones internacionales. Un tercer bloque lo componen sus Ensayos de crítica, que abarcan desde el análisis de una ópera de Charpentier a las admiradas ideas del «filósofo, sociólogo-poeta de moda» Nietzsche, de las obras completas de Concepción Arenal a la «visión total de la vida por la belleza» de Ruskin, del renacimiento de los Jocs Florals con L’Atlàntida de Verdaguer a una sonata de Beethoven. Cierra el compendio el bloque titulado En esencia, Maragall, que ejerce de brillante colofón al (auto)retrato que dibujan estas páginas de este personaje indispensable en nuestra cultura, deteniéndose en lo evocador de las estaciones —del año y de tren—, la ciudad, los monumentos, la montaña, los almendros en flor y el amor floreciente. En definitiva, lo que nos hace humanos y lo que nos hace sentirnos vivios; aquello mismo que convierte en eternos los escritos de Maragall: «No sé qué suerte de destino me lleva a visitar los lugares fuera de tiempo».


Pájaro del Noroeste, de Marta del Riego Anta (Alianza de Novelas)

En puridad, esta novela se publicó a finales del año 2020, pero no ha podido ser presentada en sociedad hasta hace unos días (circunstancias pandémicas mediante), tras un acto previo virtual que contó con la presencia de Julio Llamazares, del que puede considerarse honrosa deudora. No importa el factor de actualidad: es una novela a la que se vuelve, y se seguirá volviendo, con garantías de hallar nuevos matices, nuevos tonos, como pasa con los mejores caldos. Valga la metáfora vinícola en este caso, pues la narración se ambienta en los viñedos leoneses que tan bien conoce la periodista, poeta, novelista y en definitiva escritora Marta del Riego Anta. No son mero escenario pintoresco, además, sino símbolo de un —doble— regreso a la tierra, las raíces y el lenguaje (esto es, la vida) del terruño. Quien retorna es la narradora, a la que todos llaman Icia, con 42 años y dos abortos a la espalda, quien desde la primera página de este absorbente relato experimenta «un dolor en el pecho». Las relaciones laborales, maternofiliales —y su imposibilidad—, familiares en general y sexuales, tormentosas y casi abusivas, constituyen los temas primordiales por los que discurre, como en un vórtice, el argumento de esta obra con ecos de Joyce Carol Oates y del gótico sureño, aunque la atmósfera aquí la aporta una España despoblada, hosca y severa; paisaje exterior que en buena medida conforma el existencial de su personaje principal, una mujer en punto muerto. La vuelta a lo rural no tiene nada de cuqui en estas páginas, sino que se refleja con densidad y crudeza, aunque también con oportuna ironía. Una novela de tintes nefandos, de pasiones y abismos buscados y de los sobrevenidos por la sangre y la memoria, de secretos insondables y misterios malsanos, que lejos del costumbrismo y del sensacionalismo de los superventas noir, apuesta por rescatar con autenticidad el imaginario mítico de la zona, ahondando sin tabúes en su aire funesto. Para darle sentido y verdad a su propia vida, Icia optará por hacerse una salvación, tal y como escribió Faulkner en su novela La mansión, citada al comienzo de esta, que ofrece una galería de mujeres duras como el clima, mujeres en fuga o mujeres cerradas a cal y canto a todo lo que no sea sobrevivir. Del Riego Anta exhibe solidez y audacia como narradora y (re)creadora de estados de ánimo, así como un innegable numen poético en la cadencia con la que construye determinados pasajes de su prosa, en frases repetidas que resuenan como plegarias o en sus evocadoras descripciones: «Mechones de su melena castaña se arremolinaban en torno a su cabeza, me recordaba remotamente a alguna antigua deidad castigadora». De Pájaro del Noroeste el lector apreciará, por encima de todo, la voluntad de ofrecer una voz propia en medio de tanto simulacro de novela. Contundencia literaria a la altura de las inapelables sentencias de una protagonista que también mejora con el paso del tiempo —de lectura—, como cuando acusa al autor alemán Heinrich Heine de afirmar «que solo el amor es verdad mientras que los sueños y la muerte no son más que vagos sonidos», para acto seguido despacharlo con un «Mentiroso Heine». Pues ya se sabe: si la vida es una bella mentira, la muerte es una triste verdad. Como un templo.


El silbido al correr del aire, de Louka Butzbach (Fulgencio Pimentel)

Una patata inflable (sic), y por tanto de características extraordinarias —tanto en dimensiones como en consistencia—, es la amenaza nonsense que se cierne sobre la población de Fontenay-sous-Bois, en el valle del río Marne, en este extravagante y adorable cómic. El autor francés Louka Butzbach (1982), nacido en aquellas tierras, evoca su época más netamente rural, donde latía como algo más que una extensión de la periferia parisina. Además del hallazgo de la descomunal patata, la vida de Nicolino cambia cuando un encuentro —encontronazo— fortuito con Antonella los deja tocados. «¿Es el suelo el que tiembla o son mis piernas, que han olvidado cómo sostenerme?», se pregunta ella, quien reaccionará de dos formas. Primero, se da a la bebida y la escritura: «¡Que me dejen en paz! Tengo que plasmar mi dolor en el papel». Al parecer, los «arranques de ternura» de Antonella estarían inspirados en la correspondencia amorosa entre el escritor Albert Camus y la actriz franco-española María Casares; aunque donde allí había romanticismo desaforado, aquí hay humor desmitificador, puesto que la rima nace del alcohol y la falta de filtros. Más tarde, Antonella se rebela contra el trabajo en el campo, al que también se halla atado Nicolino. Lavorare stanca, como bien supo Cesare Pavese, y por eso llevan el debate al pueblo: «El trabajo ¿es salud? O: El trabajo: en realidad, ¿a quién le gusta?». En uno de los deliciosos giros del relato, los niños se apropian de ese debate popular con su retórica «formidable» y, a la postre, incendiaria. Así es como se llega a la revolución por el ocio, que prescinde de la tiranía del reloj, y a una acracia que pretende arrasar con todo. Tristemente, la autenticidad de la aldea y la posibilidad de imaginarle un futuro distinto dará paso, por el miedo y la cobardía, a una modernidad plana, trabajadora y conformista; la de nuestros días. El tono de fábula sin moraleja, pero con alma punki, que lo mismo recuerda a Antoine de Saint-Exupéry que a Pendleton Ward, domina esta caprichosa historia que transita de la melancolía al vitalismo e incluso lo inefable, aunque en las antípodas de lo cursi, para expresar un cariño subversivo y sobrenatural que sacude conciencias. Butzbach, que lleva editando sus historias en formato de fanzine durante más de una década, se presenta con esta primera novela gráfica como una de las figuras más prometedoras de la escena underground europea, gracias a un trazo naíf, esquemático y despreocupado, de aire retro pero muy personal, y cuya abstracción en las viñetas de mayor intensidad emocional llega a resultar poética. El silbido al correr del aire puede leerse como una metáfora pastoril de la catástrofe climática —encarnada en la susodicha patata creciente—, y también de la (auto)explotación auspiciada por el capitalismo. Frente a ese mundo gris de descorazonado horizonte y jornadas laborales interminables, este cómic desconcertante e indómito propone una fuga basada en el asombro de los descubrimientos infantiles ante la vida cotidiana que se abre camino. Quizá la clave, como diría Jenny Odell, resida en no hacer nada cuando el sistema pretende que lo hagamos a todas horas.


Apunta, enfoca y dispara, de Sandra Martorell (Editorial UOC)

Dentro de la colección Filmografías esenciales dirigida por Jordi Sánchez-Navarro para la Universitat Oberta de Catalunya, se presenta este ensayo que propone una selección de 50 películas en las que el arte fotográfico (ojo: no confundir con la fotografía en el cine o cinematografía) aparece reflejado y juega un papel relevante, de algún modo. Ya sea como elemento central de su argumento (Shutter, La maleta mexicana), «motor de vida» en sus personajes (High Art, Un lugar en la Tierra) o presente de modo tangencial (Smoke, Im Juli), la cámara de fotos es el dispositivo que permite a estas obras cinematográficas «escribir o pintar con luz», si como la autora atendemos a la etimología de esta disciplina. De ahí se derivan las múltiples dimensiones del proceso, y en ese sentido una de las cualidades del presente estudio es la hetereogeneidad de sus propuestas, que incluyen desde films de terror a cortometrajes, documentales históricos, cine de ensayo, comedias o incluso biopics, entre otros géneros. Aparte de algunos clásicos indiscutibles en la representación de este binomio, como las fundacionales obras maestras de Hitchcock o Antonioni, hay una apuesta por auténticas rarezas y por títulos producidos entre 1952 y 2020 que, aun con escasa repercursión, lo han llevado a interesantísimos lugares artísticos en los que conviene fijar la mirada. En estas páginas firmadas por la docente, investigadora y fotógrafa valenciana Sandra Martorell descubriremos las diversas vertientes de la fotografía como arte de la verdad revelada y también como retrato de la subjetividad y la personalidad de quienes ponen el ojo y disparan: fotógrafos reales —Arbus, Saudek, Gaona…— o ficticios, que construyen el relato cinematográfico acaso en igual medida que los realizadores de estas películas. La sobreproducción de imágenes de nuestra era hace particularmente vigente este análisis en el que se reivindica la función de la fotografía como memoria viva y vía de reparación o cura, como en el cine de Agnès Varda y Naomi Kawase, cuya cita en la magistral Hacia la luz abre el libro: «El fotógrafo es como un cazador que tiene al tiempo como presa». También a aquellos que se juegan el tipo —creativo— para dar constancia y denunciar los horrores de la guerra, una realidad que no para de reproducirse en las pantallas de nuestros días y que aquí se plasma en la elección de películas de directores como Roland Joffé, Oliver Stone o Danis Tanović. Por contraste, el arte fotográfico puede llegar a resultar terapéutico frente al sufrimiento y el dolor humanos, como sucede en las ficciones firmadas por Wim Wenders, Jan Troell, Erik Poppe, Fabienne Godet o Milagros Mumenthaler. Ya lo dejó claro Godard a través de un personaje de El soldadito (1963): «La fotografía es la verdad y el cine son 24 verdades por segundo».

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