Analógica

El retorno de la mujer monstruo

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

 Vivir desde el lado nocturno de la vida 

En la Biblia, personajes como Lilith o el monstruoso nacimiento de Eva de la costilla de Adán ya rinden cuenta del modo en que se entendía el cuerpo de las mujeres y el valor que se le otorgaba. Las mujeres y sus cuerpos siempre han representado, a ojos del patriarcado, una amenaza, una desviación, un error, «la envidia del pene», según el psicoanálisis. De ahí que el propio patriarcado haya hecho de los cuerpos de las mujeres un lugar de disciplina y apropiación para desarrollar técnicas y relaciones de poder. En Calibán y la bruja (2004), Silvia Federici nos recuerda que la persecución de brujas y la pérdida de soberanía médica y control del cuerpo, que sufrió la mujer entre los siglos XV y XVII, fue tan importante para el desarrollo del capitalismo como la colonización y expropiación de las tierras. Para conseguir esa asimetría de género, las mujeres eran acusadas de irracionales, vanidosas, salvajes; de ahí que —según Federici— la esposa desobediente, la bruja y la prostituta fueran los blancos preferidos de los hombres. La filósofa y escritora Hélène Cixous también apunta que el patriarcado ha identificado a las mujeres con la amenaza, la seducción y la anticultura. Y cuando el miedo a lo desconocido, al otro, se erige en política, nace la barbarie: la caza de brujas destruyó todo un mundo de prácticas, conocimientos y relaciones colectivas femeninas que se había desarrollado en la Europa precapitalista. En el siglo XVII, el cuerpo se convirtió en un espacio de control estatal, una máquina productiva y reproductiva. Como nos recuerda Michel Foucault, aquel siglo inventa el cuerpo como una máquina útil y dócil, controlable y eficaz, mientras que el XVIII instaura una relación con el cuerpo basada en la salud y la duración de la vida, relato que separa al hombre de las otras especies. El siglo XIX refuerza la binaridad de género y el mito de la «bella enferma», la mujer frágil que depende del hombre y que, como indica Andrés Hispano[1], irá hacia su extremo con el mito de la mujer vampiro, la ya clásica femme fatale, puesta al servicio de la producción del deseo masculino.

El filósofo Paul B. Preciado habla de «somateca»[2] como aquel espacio corporal-textual, un archivo orgánico, que surge en el contexto de la modernidad. Esto le lleva a decir que «el sujeto moderno no tiene cuerpo», porque es un aparato somático gestionado por diferentes regímenes biopolíticos jerarquizados en términos de clase, de raza, de diferencia de género o sexual. Por su parte, Hélène Cixous elabora en La risa de la medusa (1975) un relato de género donde las mujeres son bellas durmientes que cuando abren los ojos sólo pueden verlo a él, al hombre, en un «cruel esquema mistificador». Pero toda norma genera una política de la excepción; hace de la excepción, del error, una cuestión política. Las mujeres, según Cixous, no pudiendo habitar su propio cuerpo, se han tenido que forjar un destino al margen de los discursos y las «políticas falogocéntricas», luchando contra los mitos masculinos.

De hecho, puesto que los hombres siempre han ubicado a las mujeres en el lado nocturno, poco racional, de la vida, Cixous se pregunta: ¿Por qué no vivir desde ese lado? Allí donde la mujer existe en su cuerpo, alejada de la palestra sobreiluminada de la razón, con desfamiliarización, en compañía de las magas africanas, de las brujas, con todo aquello que está en el límite entre lo humano y lo no humano. Es decir, con todo lo que desde el capitalismo patriarcal sería considerado un error o algo incomprensible. En su Manifiesto cíborg (1985), la filósofa Donna Haraway reinventa de modo posmoderno, no naturalista y en la tradición utópica, un nuevo nacimiento para las mujeres a través de la figura del cíborg como criatura posgenérica que no sigue los modelos tradicionales. La escritora Virginie Despentes aparea a la mujer con el monstruo en su Teoría King Kong (2006), dirigiéndose a las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las malfolladas, las histéricas[3], todas las que han existido y no han hablado nunca, y apelando a una sexualidad polimorfa anterior a la distinción de género. En la década de los 90 son Monique Wittig, Teresa de Lauretis, Gloria Anzaldúa o Judith Butler, entre otrxs, quienes apelan al «cuerpo queer» que, desde el punto de vista del cisgénero, puede ser considerado un error biológico y cultural. Todos los mal llamados «errores» crecen entre las sombras, y las sombras hacen aparecer al monstruo. Jack Halberstam publicó un artículo en la Boston Review de 2018 en el que mencionaba que el término «cuerpo equivocado» (wrong body) se usaba en los 80 para hablar de transexualidad y que, aunque la moral de ahora lo considere ofensivo, «como mínimo daba una explicación de cómo las personas de género cruzado podrían experimentar la encarnación», es decir, el devenir de la carne.

 La monstrua 

Si el siglo XX inventa el soldado, el burócrata y el obrero, el siglo XXI ingenia el cuerpo-máquina, el ser cuantificado y monitorizado, e-healthy, de estrictos cuidados convertidos en rutinas disciplinarias que, gracias a las plataformas de vídeo online y las herramientas de rastreo digital, es capaz de un autocontrol minucioso. Es allí donde la taxonomía, la industria cosmética y el productivismo se dan la mano. Pero luego vino la pandemia y todos los bellos cuerpos se escondieron entre bits y virus, haciendo que la salida del cuerpo confinado reforzara aún más la idea de un cuerpo energizado a base de normas, ejercicio, química y cirugía. El exceso de control conlleva una pérdida de gestión del propio cuerpo, incluso del deseo. Por todo ello, desde el Bòlit, centro de arte contemporáneo de Girona, decidimos hacer en 2022 una exposición sobre «la mujer monstruo» o la monstrua. Con Marta Segarra, que por aquel entonces editaba las obras completas de Hélène Cixous, quisimos volver al cuerpo entre sombras. Bajo el título «Mi cuerpo conoce cantos inauditos, la carne dice verdad, soy carne espaciosa que canta» (tres frases de Cixous), reunimos obras de Forugh Farrokhzad (La casa es negra, sobre una colonia de leprosas y leprosos) y Marina Núñez (sobre la cíborg), y producimos nuevas piezas de Laia Estruch (convertida en pájaro), Txe Roimeser (sobre el cuerpo trans y los cuidados), Jara Rocha y Femke Snelting (sobre la relación entre archivo, cuerpo y poder), Mireia Trías, Maria Isern y Maria Castan (sobre el cuerpo anoréxico), y Hélène Cixous (sobre el asesinato histórico de mujeres demonizadas). Queríamos hablar del cuerpo de las mujeres como «la otra», como glitch, el error que hace fortuna, inspira, matiza y se escapa, por casualidad, accidente o voluntad propia, del productivismo y de las convenciones estéticas; que desea gracias al cuerpo transformado, cuerpo xeno como el de la protagonista de Titane (2021) de Julia Ducournau, o la de la novela Autocienciaficción para el fin de la especie (2022) de Begoña Méndez. La monstrua como el espacio de la herida elocuente y abierta, de la carne, de los órganos; pero también como espacio de potencia y deseo, como hace David Cronenberg en su película Crímenes del futuro (2022), donde los órganos humanos son reconstruidos como un acto artístico.

La exposición enfatizaba la idea de carne como espacio poshumano, posgenérico, material[4]; una superficie porosa, táctil, dinámica, ultralocal, descategorizada. Quizás Preciado tenía razón cuando decía que el sujeto moderno no tenía cuerpo; y por eso podemos añadir que el sujeto posgenérico sí, vive un regreso al cuerpo, a sus agujeros, mutaciones, vibraciones, profundidades, cicatrices, pliegues, figuraciones…, lejos de toda representación o identidad heredada. El propio Preciado lo sabe cuando sufre la pandemia y escribe Dysphoria mundi (2022), también Núria Gómez Gabriel cuando publica Traumacore. Crónicas de una disociación feminista (2023) para hablar de los cuerpos como el lugar de las ruinas de los afectos desde el imaginario gótico, consciente de que «lo monstruoso sería aquello que no puede ser fácilmente atrapado o categorizado»[5]. Frente a lo impersonal, amorfo, reensamblado del cuerpo-carne, el error se diluye, deja de ser operativo y deviene una categoría estético-política.

 Frankenstein revisitado 

Bella Baxter es la monstrua de la fascinante película Pobres criaturas (2023), dirigida por Yorgos Lanthimos. Es la historia de una mujer que muere embarazada y a quien le ponen el cerebro del hijo que está gestando. Como una Frankenstein contemporánea, la protagonista encarna a la hija y a la madre a la vez, rompiendo con los síndromes y los complejos psicoanalíticos, así como con los relatos tradicionales sobre los vínculos familiares. Cuando Mary Shelley nació, su madre, Mary Wollstonecraft, pionera de la reivindicación de los derechos de las mujeres, murió. Con este sentimiento de culpa, Shelley inventa un monstruo, Frankenstein, que es ella misma. Lanthimos reconcilia a las dos figuras. En una inversión del mito de Pigmalión, la creadora (madre) deviene también la criatura, y ambas (la creación, el monstruo) acaban convirtiéndose en la creadora (la anatomista). El décalage humorístico y filosófico entre el aspecto físico de la criatura y su edad mental, y la inadecuación a las convenciones sociales, convierten a la protagonista en un ser sin códigos sociales que aprende a ser moral no por imitación o educación, sino desde la experiencia directa, como en una bildungsroman. La monstrua es un décalage ejemplar, un reensamblaje poético, una perturbación del código, la inhibición del protocolo. Con la monstrua las polémicas de género cobran otro alcance, no admiten polaridades. Es un viaje entre sombras, un tránsito entre la materia, la forma que urde sorpresas.

 

[1] Videoensayo «Triste y azul», en el canal Soy Cámara (CCCB, 2019).

[2] Seminario «Somateca. Producción biopolítica, feminismos, prácticas queer y trans» (MNCARS, 2012).

[3] Ensayo «Histeria. La trasgresión del deseo», de Pilar Soler Montes, en el catálogo de la exposición homónima (TEA, 2023).

[4] En Feminismo posthumano (Gedisa, 2022), la filósofa Rosi Braidotti predica el descentramiento del anthropos y el pensar los cuerpos desde el neomaterialismo, es decir, desde el empirismo de la carne, desde la materia viva.

[5] Traumacore. Crónicas de una disociación feminista (Cielo Santo, 2023), de Núria Gómez Gabriel.

 


Ingrid Guardiola es doctora en Humanidades, profesora de la Universidad de Girona, ensayista (Premi Crítica Serra d’Or) e investigadora cultural y realizadora audiovisual, además de directora del Bòlit — Centre d’Art Contemporani de Girona desde 2021. Ha colaborado como asesora de diversos centros culturales e instituciones y ha comisariado varias exposiciones.

Un comentario

  1. Mario Santiago

    Excelente ensaio!

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