Crónicas en órbita

No dirás sida (la muerte de Bruce Chatwin)

Bruce Chatwin, retratado por Lord Snowdon. / Foto: National Portrait Gallery London — Sexto Piso

Los periódicos del 19 de enero de 1989 llegaron con la noticia: había muerto Bruce Chatwin, el escritor viajero, culto, narcisista, y también «el hombre más bello» que muchos hubieran conocido. La palabra sida no se pronunció. Era un secreto a voces, como había sido gran parte de su vida: privada y pública a la vez, anfibia como su literatura, hecha de novelas que se leían como verdad y de crónicas mentirosas. La vida y la obra de Chatwin se tiñeron con las ficciones de la fantasía. También su muerte.

En su funeral hubo tantos famosos como cosas no dichas. Estaban su esposa Elizabeth y algunos antiguos amantes; había editores, coleccionistas, fotógrafos, escritores y hasta un condenado a muerte (temprano, ese día, su amigo Salman Rushdie había sido notificado de que el ayatolá Jomeini ofrecía una recompensa en efectivo para quien lo asesinara en cualquier parte del mundo).

El muerto era célebre, teatral, escandaloso a su manera: podía hacer y decir lo que quisiera, siempre y cuando no se enterara su padre. «Yo no creo en eso de confesarlo todo», le había dicho alguna vez a su amigo Paul Theroux, el mismo que lo iba a condenar públicamente por no haber confesado la enfermedad que lo llevaría a la tumba. ¿Por qué esa obsesión con la verdad? Bruce Chatwin podía hacer lo que quisiera con su literatura y, desde luego, también con su vida. Y había decidido que, con la verdad y la mentira, sería flexible. Su carrera como escritor tuvo poco más de diez años (sólo vimos su primer acto, dijo Rushdie) y se concentró no sólo en la literatura sino también en construirse a sí mismo como si se tratara de un personaje. Antes estudió arqueología, fue historiador del arte y experto en impresionismo hasta que lo abandonó para dedicarse a impresionar. Sentía que la inspección minuciosa de las cosas le hacía perder el horizonte y salió a buscarlo por ahí, se calzó un par de botas y recorrió el mundo con su libreta. Iba a contar lo que veía, a su modo, con sus propias pinceladas en detalle, sus panorámicas superficiales y sus mentiritas.

Para la literatura, todo empezó cuando en 1975 se fue a la Patagonia, y no se detuvo hasta que en 1986 algo lo dejó de cama. Las primeras señales aparecieron en la India cuando caminaba hasta lo alto de un desfiladero y descubrió que se quedaba sin aliento; de nada le servían la juventud ni su cuerpo entrenado por años en los confines del mundo: el aire no entraba a sus pulmones. Días después, un viejo asceta —sadhu— se ofreció a leerle la mano: «El anciano le miró la palma y palideció. Bruce tuvo un terrible presentimiento de mortalidad». La historia la cuenta su esposa Elizabeth, la misma con la que se había casado a sus 25 años, quien había aceptado su vida sexual abierta y poco convencional, quien se fue de su lado para volver tiempo después y quien lo acompañó hasta su muerte.

Dejaron India con aquel presentimiento de mortalidad y se instalaron en su casa de Oxfordshire. Bruce debía entregar el manuscrito de su nuevo libro y trabajó en él durante la primavera y el verano del 86 en los espacios calmos que encontraba entre los sudores nocturnos y los ataques de asma, cuando lograba olvidar los bultos indefinidos que le aparecían en la piel, las ojeras y el cansancio atroz que apenas le permitía levantarse de la cama. Ya se ocuparía de saber qué es lo que padecía. En octubre le escribió a un amigo: «Terminé el libro, que se titula Los trazos de la canción y que, pese a las quejas de todos los editores, me empeño en calificar de novela». (El malentendido siguió hasta mucho después de publicado, cuando se convirtió en best seller al año siguiente y se vio obligado a rechazar una nominación a mejor crónica de viajes. Era una novela.)

Con el manuscrito entregado, se fueron a Suiza con la ilusión de que el aire de montaña y los paseos le harían bien, pero no había manera de que sus piernas estuvieran a la altura de sus intenciones. Buscaron en Zurich un especialista en enfermedades tropicales, le hicieron análisis y lo metieron de vuelta en un avión, sobre una camilla y casi inconsciente, con rumbo a Inglaterra. Sus glóbulos blancos estaban por el piso. Era septiembre y Chatwin ingresó en un pabellón de urgencias bajo la identificación: «Escritor de cuarenta y seis años con infección por VIH». Dos días después, se consignó en su historial clínico: «Paciente informado de que es seropositivo, tiene síntomas previos del sida pero aún no está claro si ha aparecido la enfermedad». Se aferró con lo que pudo a esa única incertidumbre para no defraudar a su padre y al resto de su familia (todos vivieron convencidos de la heterosexualidad de Bruce y no supieron de su enfermedad hasta después de su muerte).

El otoño y el invierno fueron una pesadilla. Tosía, se ponía azul, tenía diarreas incontrolables, le salían bultos y costras por el cuerpo, las piernas entumecidas y temblorosas, estaba deshidratado, lo internaban, lo medicaban por goteo y recibía transfusiones, alucinaba con fieras, pintores y santos, volvía a casa y a los pocos días, otra vez al hospital. Las cartas a sus amigos, antes llenas de comentarios ocurrentes, ideas sobre libros, proyectos de viaje y pequeñas discusiones literarias, se convirtieron en un repaso de dolencias e inocentes intentos de explicación sobre el origen de su estado:

«Típico de mí: he pillado una enfermedad que no se había detectado nunca en un europeo. El hongo que me ha atacado la médula ósea había infectado hasta ahora a diez campesinos de China (que es donde lo pillé, supuestamente), a un puñado de tailandeses y a una orca varada en una playa de Arabia. La prueba de fuego es averiguar si puedo seguir produciendo glóbulos rojos por mi cuenta».

«La verdad es que casi estiro la pata. Por lo visto, en China pillé un hongo muy poco conocido que afecta a la médula ósea: se sabe tan poco de él que no lo recoge la bibliografía médica y sólo se ha detectado en diez campesinos de la China occidental (que en paz descansen) y en una única orca varada en una playa de Arabia. Soy, por consiguiente, una curiosidad médica de primera categoría. Siento haberte soltado esta historia tan triste y egocéntrica, pero no puedo pensar más que en mí».

«Mi enfermedad fue un episodio dramático. Siempre he sabido (¿gracias a una adivina o a mi instinto personal?) que con cuarenta y pico años me pondría muy enfermo y luego me curaría, […] tenía un hongo de la médula ósea, pero uno en concreto que sólo se conocía por el cadáver de una orca varada en una playa de Arabia y por diez campesinos chinos que estaban sanos y de repente se murieron sin más. ¿Había estado en contacto con algún ballenero? ¿O con campesinos chinos?».

Así se escribiría esa historia, ya lo tenía resuelto. Bruce Chatwin padecía una enfermedad poco común: algo extraordinario como él, algo incierto como su personalidad, algo exótico como los lugares que le gustaba recorrer, algo de novela como su vida. ¿Habrán hablado los médicos de hongos, murciélagos, amebas y ballenas exóticas o fueron parte de su propia narrativa sobre la enfermedad? El hombre de los viajes extremos necesitaba una dolencia a la altura de su imagen: «Resulta que no debo viajar a sitios exóticos y peligrosos».

Fotograma del documental «Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin» (2019), de Werner Herzog. / © Music Box Films

Aquel invierno fue uno de los más horrorosos que se recuerden, o por lo menos así lo fue para el cuerpo enfermo de Bruce Chatwin, que había quedado con la mitad de su peso y aun así, para sorpresa de todos, en febrero de 1987 empezó a mejorar. Viajó a Italia, visitó a su editor Roberto Calasso en Milán, se refugió en el sur de Francia con su mujer Elizabeth y disfrutaron del buen clima, aunque en los días más fríos las piernas pasaban alternativamente del lila al azul y se ponían rígidas. «Una o dos complicaciones» lo llevaron de vuelta a Oxford pero no hubo nada de qué alarmarse y se fue perfilando un buen año para él: seguía de cerca los preparativos de la película que su amigo Werner Herzog filmaría en Ghana sobre uno de sus libros, viajó a París como jurado del premio internacional Ritz-Hemingway, vio partir a Elizabeth a uno de sus habituales recorridos por el Himalaya (durante nueve meses no había hecho otra cosa que cuidar a su marido), se alojó en un castillo, recibió el primer ejemplar de Los trazos de la canción, concedió entrevistas, empezó a planificar el verano y, después de mucho tiempo, dejó de escribir en sus cartas sobre su estado de salud. Habló de arte y literatura, contó sus proyectos y avances de libros, discutió sobre el fuego como origen de la civilización humana, recordó sus estudios de arqueología y repasó los viajes que tenía por delante: «Praga, Budapest, Viena, Roma, Londres, Nueva York, Toronto… Y todo eso en un mes. El yoyó Chatwin vuelve a funcionar». Para diciembre tenía terminado otro libro: Utz, la novela con la que se estaba despidiendo del mundo.

Fue un año casi completo en salud. O eso parecía. En enero de 1988 viajó al Caribe y a su regreso todo volvió a comenzar. A la vuelta de sus vacaciones se encontró con «una pseudohepatitis» que atribuyó a un «virus misterioso» tomado en el Caribe, después dijo que era la «reaparición del hongo» exótico del año anterior y así siguió con el relato de dolencias y diagnósticos frente al creciente deterioro de su cuerpo sin defensas. Después las cartas se volvieron difíciles —«tengo las manos entumecidas y soy incapaz de usar las piernas»— pero no imposibles. Él dictaba, su esposa escribía y así siguieron hasta la última, enviada el 29 de diciembre de 1988. Después no escribió más. Envuelto en un chal al lado de la estufa le dijo a Elizabeth: «Quiero hacer tantísimas cosas…».

Aquella última carta iba dirigida a Nicholas Shakespeare, el novelista que diez años después publicaría una biografía sobre su amigo Bruce Chatwin (El Aleph Editores, 2000) y en 2010, con la colaboración de Elizabeth, su correspondencia Bajo el sol. Las cartas de Bruce Chatwin (Sexto Piso, 2012).

Tras su muerte, el escritor fue acusado de falsear información en sus libros y gran parte de este malentendido se empezó a construir bajo el modo de la suspicacia: «Si había mentido sobre su vida, tenía que haber hecho lo mismo en su obra». Lo que no sabían es que, con esa observación, lo único que señalaban era lo evidente: Bruce Chatwin hacía literatura.

Un comentario

  1. Empecé a leer «Los trazos» porque había oído que era maravillosa. ¡Qué decepción! Narrativamente, me pareció pobre y todo destila arrogancia y egocentrismo. A la enésima referencia a los «pantaloncitos» de los camioneros australianos (lo único que realmente parecía interesarle) abandoné. Ya me informaré de la prodigiosa cultura aborigen en otra parte.

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