Crónicas en órbita

«Samsara», de Lois Patiño: cine para ver con los ojos cerrados (y el alma abierta)

Fotograma de «Samsara» (2023), de Lois Patiño. / © Señor & Señora — Atalante

Justo antes de las navidades, cuando apenas se apostaba exclusivamente por el cine familiar, llegó a las salas españolas una propuesta muy diferente; distinta casi a todo lo anterior que uno haya visto o experimentado. Acudimos al estreno en Sevilla de Samsara (Señor & Señora, 2023), de Lois Patiño, invitados por el equipo de prensa de la distribuidora independiente Atalante, y salimos de los Cines Avenida agradecidos, fascinados y abrumados. Costaba poner en palabras lo vivido dentro de aquel espacio, y desde luego dentro de un espacio interior que pocas veces exploramos hoy.

Ha visto la luz entre el pasado 2023 y el jovencísimo 2024, casi como ese lugar de tránsito entre dos mundos que refleja, y quizá por eso se olvidará en las listas de lo mejor de ambos años, pero sin duda es una de las películas más importantes del cine reciente. Lo demuestra el Premio Especial del Jurado de la sección Encounters obtenido en la Berlinale. Diríamos, por toda crítica, que si alguien necesita un argumento a favor de las salas deberían proyectarle esta película para convencerle. En ese debate, muchos elegiríamos el cine con los ojos cerrados, gracias a obras como esta.

Lo que a continuación reproducimos son las declaraciones de Lois Patiño durante el coloquio que sucedió a la proyección en Sevilla, un interesantísimo encuentro con el público donde, a lo largo de más de una hora, el cineasta vigués desentrañó algunos aspectos de su proyecto, con el que que está logrando mantenerse en cartelera varias semanas, pese a su carácter experimental. Unos apuntes que no hacen sino aumentar el asombro ante esta obra tan llena de referencias como transparente: abiertamente dedicada a interpelarnos y a dialogar con nuestros sentidos.

Fotograma de «Samsara» (2023), de Lois Patiño. / © Señor & Señora — Atalante

Sobre el concepto original de la película

Creo que la palabra viaje es muy pertinente para definir la película, a muchos niveles, a muchas capas. Es un viaje por distintas culturas, por distintos paisajes; también por distintos estados. Es una película hecha desde una idea de alteridad, con la voluntad de conocer y comprender y aprender de culturas diferentes y de otras creencias, otras concepciones de la vida y de la muerte.

A mí lo que me motiva a hacer películas, sobre todo, es tratar de proponer experiencias cinematográficas un poco diferentes al espectador. En mi largometraje anterior, Lúa vermella [2020], había trabajado en Galicia, de donde soy yo, en Costa da Morte. Era una película que reflexionaba sobre los mitos, leyendas y creencias que hay en torno al más allá en Galicia, que ha dado vida a los seres imaginarios más identitarios de allí, como son la Santa Compaña o las meigas. Entonces, por un lado, me interesaba reflexionar sobre cómo distintas culturas o religiones imaginan el más allá, qué relatos se han construido en torno a eso. Y, por otro lado, había una voluntad de explorar el lenguaje cinematográfico en sus elementos más esenciales: la experiencia del tiempo, la luz, el sonido. A raíz de Lúa vermella, al trabajar con la idea del fantasma, de los espectros, empecé a interesarme en la noción de lo invisible y cómo el cine puede reflejarla. Ahí se me ocurrió esta idea literal de hacer una película para ver con los ojos cerrados. Me parecía que podía ser muy potente, pero no quería que se quedara en una experiencia meramente perceptiva. Sabía que para funcionar debía ser algo narrativo también.

Sobre la inspiración en el Libro tibetano de los muertos

Un par de años más tarde de pensar esta idea, encontré el Libro tibetano de los muertos, que no conocía, y me pareció fascinante la descripción que hace tan meticulosa del más allá; tanto los detalles sonoros como visuales, de colores, de los dioses que van apareciendo. Vi que era un vínculo que podía ser muy potente en una película, y a partir de ahí ya surge toda la estructura de Samsara. Ese viaje central iba a ser la bisagra, el trayecto entre dos cuerpos, y luego también, con una voluntad de mostrar y celebrar la diversidad cultural, el reflejo de dos países con culturas, religiones, paisajes lo más opuestos posible que encontrara, para precisamente abrir el abanico de cómo afrontamos la muerte y cómo la vida puede ser vivida.

Fotograma de «Samsara» (2023), de Lois Patiño. / © Señor & Señora — Atalante

Sobre la experiencia del tiempo en el fragmento clave

Hay veces en que, al desaparecer la imagen y de alguna manera sumergirnos en esta experiencia íntima, la percepción temporal fluctúa mucho; pero el fragmento son 15 minutos de reloj. La voluntad era tratar de trabajar con este espacio privilegiado que es la sala de cine de una manera diferente, tanto la experiencia sonora envolvente como la experiencia perceptiva de las luces y los colores. Y, de alguna manera, si cerráis los ojos la imagen desaparece de la pantalla pero precisamente a partir de los sonidos se trata de evocar imágenes en cada uno. Entonces, en ese periodo de la película, se ha ido construyendo una película diferente en cada uno de vosotros. Las imágenes se multiplican, pero a través de una memoria involuntaria que se va despertando. También, como al transcurso o al trayecto de este viaje por el Bardo, como se denomina esa realidad intermedia en el budismo, llegamos desde la imagen del adolescente meditando, quería que pudiera entenderse como la meditación de este chico; igual que, cuando retomamos la narración y está la niña despertándose, quería que pudiera entenderse retrospectivamente como el sueño de la niña. Así que, aunque principalmente responde a esa línea del alma pasando de un cuerpo a otro, quería abrirlo a otras posibles interpretaciones.

Sobre la meditación de esa zona central

La película siempre tiene un tono contemplativo. Por un lado, pretende reflejar un tempo que no es el acelerado del mundo en el que vivimos nosotros, sino un tempo mucho más pausado. Entonces, ya con los ojos abiertos estamos entrando en un estado de contemplación. Sí es cierto que en el tramo central el sonido lo pusimos más alto para que la experiencia fuera un poco más física. Los sonidos son más o menos fluidos, pero también hay momentos algo agresivos. E igual con la luz, porque la descripción en el libro es así: claro, estamos muriendo y renaciendo, hay una cierta agresividad en esa experiencia. Nosotros la comprendíamos como una especie de meditación colectiva, guiada por el sonido que va evocando imágenes, pero también queríamos, como digo, que no fuera solo contemplativa, sino también un poco física.

Fotograma de «Samsara» (2023), de Lois Patiño. / © Señor & Señora — Atalante

Sobre la presencia del agua en los dos escenarios de Samsara

Eso entra de una manera más inconsciente. Creo que ya por lo general en mis películas siempre hay un cierto protagonismo del agua. He grabado mis dos anteriores largometrajes en Costa da Morte, donde el agua es una presencia visual, pero también mítica y legendaria, e influye en el modo de vivir ahí, porque aquel es un mar muy cargado de mitos y leyendas. Y aquí creo que, aunque no era una interpretación que yo hiciera a priori, adquiere esa presencia que lo inunda todo. Luego utilizo también el agua como elemento para despertar. Los sentimientos que dominan en la película se crearon desde una cierta ternura, desde la proximidad y querer mucho a los personajes, y creo que se sintetizan bastante bien en ese gesto.

Aunque pude haber grabado antes Zanzíbar, porque esto se rodó después de la pandemia y allí era mucho más fácil entrar que en Laos, donde fueron más estrictos, primero grabamos la parte de Laos, o sea, lo hicimos cronológicamente respecto a la narración, porque quería ver qué lenguaje surgía de ahí. Fue allí donde hicimos el despertar con la gota de agua, y luego repetimos la escena en Zanzíbar, porque me gustaba que la película fuera teniendo algunos ecos, algunas rimas. La presencia del agua puede ser una de la que yo no era consciente, pero sí de otras, como las escenas en que vemos a los monjes estudiando en el colegio y luego a los niños en Zanzíbar, la relación niño-abuela… ; hay una serie de repeticiones que van apareciendo en la película y lo de despertar con las gotas de agua me pareció que generaba un efecto de de déjà vu que es como si nos estuviéramos despertando sin saber bien dónde estamos emergiendo. Y como precisamente estamos hablando de reencarnación, me parecía interesante que pudieran irse repitiendo gestos en otras vidas. Para mí el agua, en general, es un elemento que viene con esta idea de lo contemplativo, y creo que como lo he tratado en los dos momentos últimos es para tratar de despertar lo sublime: cuando vemos el plano más amplio de la catarata con los monjes, en el que también se baja el volumen para llegar a un momento muy íntimo, o la escena de las mujeres en la playa, donde se superponen imágenes próximas de las algas, la idea es tratar de despertar en el espectador una experiencia muy profunda de conexión con la imagen.

Sobre el proceso de rodaje en ambas localizaciones y el trabajo de fotografía

Hice dos viajes a cada país; el primero, para entender si era un lugar interesante para lo que estábamos buscando. Del primer país necesitábamos que fuera budista para ir introduciendo esta concepción de la muerte y la lectura del libro. Para el rodaje estuvimos dos meses en cada país. Los rodajes fueron de 12 días en Laos y 8 días en Zanzíbar. Cortitos, pero todo el periodo previo era importante, y de hecho queríamos haber estado más tiempo, pero al coger también la época de la pandemia, se redujo un poco más la estancia. Llevábamos un pequeño guion, una estructura que era la que permitía que avanzara el relato: tenía que fallecer una mujer para poder hacer el viaje por el más allá y luego quería que redescubriéramos el mundo desde una mayor inocencia, por eso la idea de hacerlo desde los ojos de una niña o desde los ojos de una cabra. Trabajé con dos directores de fotografía: Mauro Herce, que ganó el Goya con O que arde, y Jessica Sarah Rinland, que también es directora y tiene una manera muy particular de mirar en su cine. Por eso la llamé, ella graba mucho los detalles, como las manos, y yo quería en esa parte una experiencia mucho más táctil, porque como venimos de una parte muy etérea, muy muy intangible, quería que volviéramos a tocar las cosas, que los cuerpos volvieran a tener materia en esa experiencia contemplativa y espiritual.

Fotograma de «Samsara» (2023), de Lois Patiño. / © Señor & Señora — Atalante

Sobre el guion previo y las experiencias personales

El guion se iba actualizando cada día, a medida que íbamos hablando con las personas. Yo iba haciendo mi casting secreto mientras conocía a unos y a otros. A veces veía a alguien que tenía una personalidad interesante para el guion que teníamos y el personaje que necesitábamos, y cuya biografía, además, podía enriquecer todavía más. Por ejemplo, el chico rapero no era así en el guion, era solo un adolescente; pero de repente hace rap y entonces introduce otras ideas diferentes, como la de la globalización. Teníamos también muchas precauciones respecto a nuestra posición de europeos yendo a grabar estos lugares, y no queríamos romantizar el espacio, mostrarlo como un lugar virgen y libre de contaminaciones culturales de otros lugares. Que este niño hiciera rap estilo norteamericano era interesante en ese sentido. O la presencia de la tecnología: en mi guion tampoco tenían móviles los monjes en los templos, pero es una presencia permanente para ellos. Incluso más que para los adolescentes de nuestra cultura, porque allí no se les permite hacer deporte, no se les permite hacer música, no se les permite salir del templo, y el móvil es una gran vía de escape para poder salir de ahí. O la idea de los selfies; cuando iba conociendo a monjes en los distintos templos, porque estuve durmiendo con ellos algunos días, luego me añadían en Facebook y entonces veía las fotos que se hacían ellos mismos.

Entendí que la franja de edad en la que fijarnos era la de 17 años, porque a los 18 años deciden (y la película muestra alguna conversación en torno a esto) si quieren seguir en el templo o quieren ir a estudiar; de hecho, el monje protagonista está estudiando informática, y varios de su pandilla también. Vivimos todo ese periodo desde una actitud de aprender y de comprender y de escuchar sus preocupaciones, sus quejas. Como las mujeres de las algas, que se quejan del Gobierno, se quejan de las piscinas de los hoteles. Teníamos unos diálogos escritos que los íbamos repasando con los propios actores para tratar de evitar exotismos y todas estas cuestiones que estábamos muy alerta de minimizar. Y luego había momentos en los que yo simplemente orientaba el tema de conversación y ellos hablaban libremente, con sus palabras, de estos temas que me habían ya contado durante las semanas anteriores en que los había conocido y que me parecía importante que aparecieran. Fueron rodajes muy intensos, éramos solo cuatro personas de España, también para tratar de minimizar esa presencia y hacerla menos invasiva, y el resto del equipo era gente local, unas diez personas tanto en Laos como en Zanzíbar.

Sobre la estrategia audiovisual-perceptiva del segmento experimental

Para quien no haga trampas y no abra los ojos en ningún momento, lo que utilizo como patrón lumínico es lo que vemos al final en los títulos de crédito, oscilando con la oscuridad, que a veces es el propio celuloide: la película está grabada en 16 milímetros, en analógico, y había una parte que había salido velada en blanco. Utilizo una superposición de dos fotogramas: uno va mutando de un color a otro y el otro, entre colores distintos. Era algo que no quería que invitara a abrir los ojos, aunque tampoco pude resistirme a que fuera un poco bonito [ríe]. Pero la idea siempre fue la de hacer una película de ojos cerrados donde la intensidad lumínica fuera creciendo y bajando hasta llegar a un parpadeo in crescendo.

Fotograma de «Samsara» (2023), de Lois Patiño. / © Señor & Señora — Atalante

Hay varios referentes, por ejemplo una película de Derek Jarman que se llama Blue y que es simplemente una pantalla azul todo el rato. Él tenía sida, se estaba muriendo cuando la hizo, estaba perdiendo la visión, y escuchamos notas de su diario cuando estaba en el hospital, pero lo que vemos es solo un baño de luz azul sobre el espectador. La primera vez que la vi fue en un museo, entré en la sala desprevenido y el público estaba recibiendo este baño de luz azul. Me interesó mucho esa idea de la luz como materia, no como un ingrediente. Luego hay también un artista norteamericano que se llama James Turrell, que crea espacios de luz infinita con pantallas a ras de suelo, y como espectador no puedes sostener o anclar la mirada en ningún punto. La luz y el color van subiendo y bajando en intensidad. Vi una de estas instalaciones en Los Ángeles, se llamaba Breathing Light (es decir, luz respirando o respirando luz), y realmente era eso lo que sentías, que estabas inhalando luz y exhalándola a medida que subía y bajaba, o que a la propia luz se le iban hinchando los pulmones y luego se desinflaban. También cineastas experimentales como Stan Brakhage, que trabaja con celuloide pintado a mano y las imágenes hipnagógicas, aquellas que aparecen cuando te estás quedando dormido, como entre la vigilia y el sueño. Y luego la referencia más directa sería la Dreamachine, asociada a la Generación Beat y a William Burroughs sobre todo: una especie de lámpara cuya pantalla cilíndrica tiene agujeros y se hace girar creando un parpadeo estroboscópico. Ellos la usaban, bueno, como un sucedáneo de las drogas [ríe], pero para mí esa idea potente no podía quedarse solo en una experiencia perceptiva. Tenía que estar envuelta de un relato.

En el caso de Samsara yo no pinto el celuloide, el color lo trabajo digitalmente en posproducción. Igual que durante la película hay momentos en los que extremamos el color, por ejemplo en la escena de la catarata, donde ya empieza a volverse más irreal. Hay muchos momentos en la película en los que aparece gente dormida y hay una superposición de imágenes para ir entrando en un estado alterado de conciencia, esta idea del Bardo. Lo que hice a nivel técnico es colocar dos fotogramas uno encima del otro, siendo uno de ellos un poco más pequeño, y de esa manera se podía ver el borde; luego le ordenaba al fotograma frontal que mutara durante este trayecto de un color a otro, y luego a otro, y luego a otro… y al de detrás, que permutara en otras direcciones, de forma que se iban creando combinaciones múltiples que generaban distintos colores. Y ya por encima, el negro con el que el que va oscilando la opacidad.

Sobre el trabajo de sonido con Xabier Erkizia

Xabier Erkizia, aparte de artista sonoro, es un teórico del sonido excepcional y conocía ya varias versiones musicadas del Bardo del Libro tibetano de los muertos, distintos artistas sonoros que han hecho su propia interpretación. Él estuvo en el rodaje y también durante toda la preproducción, porque es una película donde la presencia del sonido iba a ser muy importante. Grabamos, por ejemplo, con sonido 360 grados, para dar una sensación de habitar los espacios más intensa y más rica. Entonces la sensorialidad del sonido ya está también en la parte de ojos abiertos. Pero para esa parte central, mis indicaciones eran dos. Por un lado, sé que por lo general a Xabier le interesa incomodar más que a mí, que me interesa más agradar, en el sentido de una experiencia más fluida y más suave. Tenía miedo de que, cuando me lo enviara, se hubiera pasado de turbio y de oscuro, pero logró un equilibrio fantástico, enriqueciendo lo que yo le proponía al hacerlo un poco más físico y, por momentos, desasosegante.

Fotograma de «Samsara» (2023), de Lois Patiño. / © Señor & Señora — Atalante

Por otro lado, lo que le pedí era dividir ese fragmento en dos. En la primera parte, él hace su propia versión del Libro tibetano de los muertos, su poetización sonora, a partir de los sonidos descritos en el libro. Cogiendo algunos referentes, porque claro, el libro es muy largo, pero sobre todo los primeros sonidos, que hablan de una tormenta, de unos rayos, los mantuvo. Y luego una segunda mitad de estos 15 minutos en la que yo quería que nos llevara a distintas atmósferas del planeta, y que fueran más o menos reconocibles. Esa parte empieza cuando escuchamos a una niña italiana hablando con su abuelo. Luego hay una mujer cocinando, es de Timor y habla en una lengua muerta. Son grabaciones que Xabier Erkizia ha ido haciendo a lo largo de su amplia carrera, porque lleva años haciendo trabajos de antropología sonora en distintos lugares. A nivel narrativo, yo quería que estos sonidos fueran espacios donde el alma estuviera tentada a reencarnarse: ¿Voy hacia aquí? ¿Voy hacia allá? ¿Me alejo hacia allí mejor? Hasta que al final llega una gran ola que nos lleva a las playas de Zanzíbar. Conceptualmente, esta idea de sugerir atmósferas sonoras reconocibles buscaba despertar imágenes en el espectador. Cuando me lo envió, la primera vez que lo oí lloré, se me caían las lágrimas de lo bonito que era y de que hubiera acertado tanto en el tono emocional, que al final es lo que un director le pide, sobre todo, al músico.

Sobre tener dos directores de fotografía y un solo diseñador de sonido

Fue increíble porque, cuando terminamos el rodaje en Zanzíbar, íbamos Xabi y yo en el taxi hacia el aeropuerto, y me di cuenta de por qué, a nivel metafórico, creo que era interesante tener a un solo responsable del sonido de la película. Y es que la imagen es el cuerpo y el sonido es el alma. Lo vi claro, pensé que tiene mucho sentido ese paralelismo, y por eso esta es una película que quiero continuar. Haré nuevos samsaras siguiendo a este alma por distintos cuerpos. Aunque haga otras películas de por medio, si el entusiasmo sigue, me gustaría continuar. Xabi continuará, ese alma continuará, pero trabajaré con otros directores de fotografía, irán cambiando; es una cuestión conceptual que voy a ir manteniendo, que cada fragmento lo haga un director de fotografía distinto.

Sobre la reencarnación en una cabra

La premisa de salir de nosotros mismos y ver el mundo desde distintas perspectivas quería abrirla aún más, abordar esa cuestión de la alteridad: ver el mundo como lo concibe un animal. No solo que nosotros, como espectadores occidentales, lo viésemos desde el enfoque budista de Laos (donde también están los chicos que vienen de tribus del norte con una religión animista) o el enfoque musulmán de Zanzíbar (donde también están los masái), sino que viésemos el mundo con nuevos ojos. Del Libro tibetano de los muertos he querido remarcar las ideas que para mí eran más importantes y que se repiten varias veces en la película, cuando se dice: «Reconoce todos los sonidos como tus propios sonidos, reconoce todas las luces como tus propias luces». Lo remarco, primero, por esa experiencia central, pero también porque la idea de reconocer todo lo exterior como parte de uno mismo encaja, por ejemplo, con teorías de Freud en torno al denominador común de las religiones, lo que en el libro El malestar en la cultura denomina «sentimiento oceánico» y que supone sentirte parte de un todo, igual que una gota de agua forma parte del océano. Yo concuerdo mucho con esta idea, que se puede ver sobre todo en las vertientes místicas de muchas religiones. Al final la película también habla de eso, de una espiritualidad que nos sobrevuela y que, según la cultura en que nos encontremos, se materializa en una religión, en unos relatos, en unas creencias, en unos mitos o en otros.

Fotograma de «Samsara» (2023), de Lois Patiño. / © Señor & Señora — Atalante

Como en las películas puedes proponer un mundo ideal, yo propongo aquí una convivencia más o menos armónica de las distintas religiones; a pesar de que, por ejemplo, los masái estén más bien supeditados al mundo musulmán y que, en general (y es algo de lo que estamos siendo testigos actualmente), las religiones estén muy lejos de convivir en armonía en el mundo real. La mujer dice que quiere reencarnarse en un animal, pero dentro del budismo, tendrías que haber acumulado un karma muy, muy negativo para que eso se produjera, porque se ve como algo denigrante. En cambio, esta mujer coge los aspectos del budismo y del libro que le interesan, pero los que no, los cambia a su manera; es la perspectiva de mucha gente y que yo comparto también. En esta misma cuestión de alteridad, hay una escena en la que el niño dice algo como: «Mira a ese árbol. Ponte en su piel. Siente sus preocupaciones. ¿Notas algo? ¿Qué notas? Que el árbol te está mirando, ¿no?». Era de nuevo este ejercicio de ver el mundo desde la perspectiva del otro y sentirnos parte de la misma energía.

Sobre la importancia del paisaje en su filmografía

Costa da Morte [2013], para quien no la haya visto, es una película grabada toda en la distancia, con planos de paisaje donde al ser humano lo ves muy alejado, pero lo escuchas muy próximo, muy íntimamente: todas las conversaciones, hasta la respiración. Hay una reverberación entre la distancia visual y la intimidad sonora que, desde la forma cinematográfica, habla un poco de esta idea de unión hombre-naturaleza. Y también, al alejarlo tanto, al hacerlo desaparecer en la inmensidad, al diluirlo tanto en el paisaje, rompes el antropocentrismo. En Samsara no lo hago desde la forma cuando tenemos los ojos abiertos, pero sí desde los conceptos o desde el relato, tratando de salir de la perspectiva humana y pensar más en el entorno y en los demás seres que conviven con nosotros.

Sobre la espiritualidad en conexión con la apuesta formal

Yo he trabajado siempre mucho desde la experiencia de lo sublime. Básicamente, lo que intento con las películas y los cortometrajes es tratar de proponer, desde la belleza y la poesía y el misterio de la imagen, que en algún momento el espectador conecte con esa imagen que despierta lo que Henri Cartier-Bresson llamaba «el instante decisivo» o lo que Gaston Bachelard llamaba «el tiempo vertical»; ese momento de conexión que precisa, más o menos como sucede en el citado diálogo sobre el árbol, que la imagen te devuelva la mirada, que el paisaje te devuelva la mirada (que sería también otra manera de expresar la idea de lo sublime) para precisamente despertar un sentimiento de espiritualidad, de trascendencia. Susan Sontag tiene un texto de análisis en torno al silencio donde también indaga en cómo el arte ha cogido el testigo de la espiritualidad en la época secular, y es una idea que conecta con Samsara. Creo que tenemos una pulsión trascendente y espiritual, y que es importante seguir reflexionando sobre ella y despertándola.

El cineasta Lois Patiño (izquierda), en un momento del rodaje de «Samsara». / Foto: Atalante

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