Entrevistas

Agustina Bazterrica: «El lenguaje nunca es inocente»

La escritora Agustina Bazterrica. / Reportaje fotográfico: Manuel González Luján — Mercurio

La literatura de Agustina Bazterrica (Buenos Aires, 1973) es una planta carnívora. Leerla supone enfrentarse a filas de colmillos, a colores hermosos y sorprendentes y, por supuesto, a una boca diseñada para engullir con lentitud todo lo que caiga en ella.

En España, con la llegada de Las indignas (Alfaguara, 2023), son ya tres los libros de la autora argentina que nos han devorado. En Cadáver exquisito (Alfaguara, 2017), con el que ganó el Premio Clarín Novela 2017, construyó un nuevo lenguaje que cercenaba la humanidad del mundo. Con Diecinueve garras y un pájaro oscuro (Alfaguara, 2020) creó historias que, de tan breves e inesperadas, podrían ser escalofríos. Ahora presenta Las indignas, una distopía en la que la naturaleza ha sido arrasada. En su nueva novela, Bazterrica nos muestra que existe luz incluso en el mayor de los desastres, aunque la palabra diga lo contrario. La narradora de esta historia, que parece escrita con el material de las sombras, lo cuenta en su diario: «[D]esastre significa vivir sin estrellas, ni cuerpos celestes, ni cometas, sin la luz de la noche, en una oscuridad absoluta. […] des-astrum: sin astros». Y, sin embargo, hay algo que brilla dentro de la noche asolada. Otro astro, tal vez una luciérnaga, que hasta ahora creíamos extinta.

Las indignas explora un mundo devastado, el derrumbe, las consecuencias finales y en apariencia irreversibles del cambio climático y las sociedades patriarcales. Su narradora y personaje principal escribe un diario a pesar de la catástrofe en un impulso vital por contar y recordar, por impedir que la memoria del lugar que habita, tóxico pero aún con resquicios de belleza, quede en el olvido.

De gira por Europa, Agustina Bazterrica hace una parada de solo un par de días en Sevilla para presentar Las indignas en la Biblioteca Infanta Elena, a cargo del Centro Andaluz de las Letras, y, a la mañana siguiente, nos comparte su tiempo para conversar sobre literatura y todo lo que la rodea. Junto a ella se sientan sus referentes, autoras y autores, libros y personajes que, asegura, forman parte de su obra, porque, según dice, «leer y escribir son exactamente lo mismo».

Me gustaría comenzar, Agustina, con algo que creo que atraviesa toda tu literatura: los cuerpos. Sobre todo el dominio o la disciplina sobre los cuerpos, en especial los de las mujeres o, en general, los vulnerados. ¿Por qué escribes sobre y desde los cuerpos? ¿Qué valor le das a estas escrituras?

Yo creo que el cuerpo es lo que nos enfrenta al mundo y es también lo que nos vulnera. Si vos inflingís dolor a un cuerpo sos capaz de manipularlo. Es lo que hacemos en las torturas, y está bastante claro si uno lee lo que sucedió en la dictadura militar argentina, o cualquier tortura en la Inquisición, etcétera. Y al mismo tiempo el cuerpo es algo tan íntimo, tan propio e intransferible… pero en un sentido ajeno, también. Por ejemplo, cuando te enfermás, en un principio no sabés qué puede estar pasándote, te desconocés. Es como algo incierto, a explorar.

Además, a lo largo de la historia de la humanidad, y sobre todo con el patriarcado, el cuerpo de las mujeres siempre es motivo de cuestionamiento, de disciplinamiento. Por algo también las quemaban, las acusaban de brujas. También está el tema de la violencia estética. O en Argentina, ahora, que tenemos el derecho al aborto porque lo luchamos, pero es muy probable que con el nuevo presidente eso se ponga en cuestionamiento. Como decía Simone de Beauvoir, cuando hay crisis económicas y sociales, los primeros derechos que se vulneran son los de las mujeres. Y teniendo control sobre el cuerpo tenés control sobre la mente, también.

En el caso de Cadáver exquisito están los cuerpos como consumo directamente, literal. En nuestra realidad el consumo a veces es literal pero, en general, es simbólico. Por ejemplo, en las escuelas doy mucho todo el tema de la trata de personas, de mujeres que están en burdeles clandestinos y son drogadas y violadas todos los días de su vida por varones que, digamos, tienen a esas mujeres como descartables. Lo mismo que a las mujeres en Latinoamérica, en general. En Argentina las matan cada 48 horas y en México cada 3. Entonces, está esto del cuerpo de las mujeres como objeto sexual pero también como objeto desechable.

«La niebla vino de las tierras arrasadas, del mundo aniquilado. Es fría, tiene la consistencia pegajosa de las telas que tejen las arañas, pero se desarma en nuestros dedos cuando la tocamos. Algunas tuvieron reacciones en la piel, picazón, dolores fuertes. A una sierva la piel le cambió de color. No la vimos más».

Hablas de violencias que son muy comunes. Asesinatos a mujeres cada 48 horas, burdeles. Son historias que resultan terroríficas, pese a que son cotidianas. Existe todo un corpus de literatura escrita por mujeres que trata violencias cotidianas, y muchas de vosotras utilizáis la fantasía, las distopías y la ciencia ficción para hablar sobre ellas. ¿Por qué crees que tratas estas violencias utilizando elementos distópicos y de terror?

A mí la distopía lo que me permite es llevar al extremo las cosas que suceden. Por ejemplo, en parte me baso en mi experiencia en el colegio de monjas. A mí no me cosieron los ojos ni me cortaron la lengua, pero simbólicamente sí lo hicieron. Al mismo tiempo, cuando yo iba al colegio, no tenía idea de lo que era el feminismo, el patriarcado, no se hablaba de esas cosas. Pero estaba la constante amenaza, porque el tema con las mujeres, independientemente de que tengas privilegios (y yo me considero una mujer con muchos privilegios), es la constante amenaza de que te pueden violar en cualquier lugar. Un ejemplo que también doy en las escuelas es: Que yo sepa, no existe ningún evento que se haya registrado de un grupo de mujeres violando a un varón en la calle. Pero sí al revés, y la gente los justifica. «Tenía la pollera demasiado corta», etcétera. Hace unas semanas, en Argentina, un varón de 25 años mató a su novia de 15 años, la tiró por el balcón. Y ya hay gente diciendo: «Bueno, ¿y qué hacía una niña de 15 años allá?». Justificando al asesino, de alguna manera. Entonces, en Latinoamérica, con todo lo positivo que tienen los países… Y bueno, hablo de Argentina porque es lo que conozco, que está lleno de gente solidaria, hay una pasión por la literatura impresionante, lleno de profesores y profesoras que realmente aman dar clases, dar contemporáneos. Pero también son países desaforados, países donde la violencia es permanente. Tenés violencia económica, para empezar, o violencia en el sentido de que te pueden matar por robarte el celular, pero además está la violencia contra las mujeres, que es mundial, pero en los países más desaforados, desbordados, es más patente. En Brasil, donde me invitaron el año pasado, hablé en una escuela con alumnos que estudian español, y les hablé un poco de todo esto, y mi traductora me dijo: «Vos no sos consciente de lo que hiciste, acá no se habla de estas cosas». Es inevitable que esto afecte, y lo volcás en la forma de la ficción.

Le das mucho valor a la palabra, desde hablar en los colegios hasta justificar las violencias machistas mediante ellas. Por eso, me gustaría preguntarte por el lenguaje en Las indignas. Me ha fascinado el idioma secreto de Las Iluminadas para conversar con Dios, y también las palabras tachadas que acaban siendo confesiones, secretos a voces. ¿Cuál es para ti la relación entre las palabras y el poder?

Es absoluta. Esto es algo que trabajé mucho también en Cadáver exquisito. En el caso de Las indignas está la oda a la literatura de parte de la narradora y, bueno, de parte mía. Está esto de que la palabra la salva, la literatura la salva, es un refugio, es lo sagrado, o es una de las cosas sagradas. Y está esta cuestión del impulso de escribir como impulso vital. Llega a escribir con la sangre, y se arriesga para que esa historia se conozca. Por un lado está eso, pero el lenguaje en sí es esencial. Trabajo con todo el tema de los rumores, lo que no se dice, lo que está escondido.

Y en el caso de Cadáver exquisito es lo contrario. O no, no sé si es lo contrario, es… se usan eufemismos. O sea, se vive el horror pero no se lo puede nombrar, por eso se usan eufemismos. Y eso tiene que ver con que el lenguaje nunca es inocente, siempre es político. Todo lo que vos decís, cómo lo decís, lo que no decís, también, está revelando cuál es tu posición en el mundo, qué es lo que pensás. De hecho, si vivís en Argentina, y hablás, por ejemplo, de «proceso», estás en un lugar, y si hablás de «dictatura militar», estás en otro. Está la gente que dice «este país» en cambio de «nuestro país» o «mi país», como no haciéndose cargo de que también es parte de la política y la construcción de nuestro país. O la gente que dice «hombre» para referirse al género humano… Bueno, el hombre no incluye a todos los seres humanos. En el caso de Cadáver exquisito se usa «carne especial» para no decir «carne humana».

Entonces, es cómo el lenguaje, muchas veces oficial, encubre el mundo. Y los libros, y sobre todo la poesía, lo que hacen es ir tratando de entender el entramado de esa matriz para, digamos, cuestionarla o desnaturalizarla. Por eso en las dictaduras se prohiben, se queman, porque el lenguaje es poder, también. Y el lenguaje también va transformando la realidad. Va transformando la realidad en un sentido y la va reflejando en otro porque, por ejemplo, en Argentina hace veinte años no se decía «femicidios», se decía «crimen pasional». Cuando vos decís «crimen pasional» estás justificando al asesino: «La mató porque la amaba demasiado». En cambio, «femicidio» es una palabra contundente que está hablando de lo que realmente sucede. Con «crimen pasional» las penas eran menores, y cuando se empezó a entender y a reflexionar sobre el tema de los femicidios, subieron las penas. Y así tenés miles y miles de ejemplos de esto: somos lenguaje, también.

«Las Iluminadas […] son las únicas que pueden conocer el nombre de Dios. Para el resto es impronunciable porque hay que aprender el idioma secreto, que se oculta como una serpiente blanca que se devora a sí misma. Hablarlo es como desgarrarse, una música hecha de astillas, como guardar alacranes en la boca».

Parece que las palabras generan realidades que llegan más allá de la propia palabra escrita. Esto me lleva a los rumores en Las indignas, donde parece que cada personaje tuviera su propia verdad. En tu novela hay un cuestionamiento constante de la verdad…

Ahí me remito a uno de mis escritores favoritos, Juan José Saer. En toda su obra, pero se ve muy claro en Glosa [Rayo Verde, 2015], donde el argumento son dos tipos que se encuentran en la calle y caminan veintiún cuadras, y en esas veintiún cuadras pasa todo, y una de las cosas que pasan (y es lo que plantea Saer a lo largo de toda su obra) es el tema de la opacidad del lenguaje. El lenguaje en un punto es insuficiente y en otro punto, bueno, nos permite crear literatura. Pero el núcleo de la realidad… Nunca vamos a poder acceder a ese núcleo de la realidad, porque si yo te tengo que describir esta mesa, tengo que utilizar el lenguaje, y es un lenguaje subjetivo. Y si vos la describís, la vas a describir de otra manera diferente. Digamos, lo único «real» [ríe] son los hechos, pero para poder describirlos necesitamos el lenguaje, que es subjetivo. Entonces, son interpretaciones, en realidad, ¿sí?

Y, bueno, pasa lo mismo acá en la novela, en un sentido. ¿Cuál es la realidad? ¿Cuál es la verdad? No sé, esta es la visión de este personaje. No la voy a escribir, pero ponele, si escribiera una versión de esto desde la Hermana Superior, va a ser una visión completamente diferente. Cuando uno relata la realidad va haciendo recortes. No somos seres tan memoriosos, no recordamos todo milimétricamente. Los recuerdos son una construcción, también. Además, me remito a mi experiencia en el colegio, era muy así también. Era todo el tiempo rumores, y todo el tiempo esta cuestión del chisme, de hablar de la otra, de inventar. Todo esto para que haya una cosa de panóptico.

De control entre ellas, de ponerlas las unas contra las otras…

Claro. Y eso lo puedes llevar hoy a las redes con las fake news. Digamos, gente que ni siquiera se toma el trabajo de averiguar qué es eso que está leyendo. Es algo que tiene un sustento, ¿o no? O nada, acepto todo lo que me dan. Y muchas cosas son fake news. Mirá, yo trabajé muchos años en un estudio de abogados y, lamentablemente, en una fiesta de fin de año una abogada se murió porque simplemente se cayó y trastabilló en una escalera y se dio, se desnucó. O sea: pasó esto. Bueno, los diarios inventaban cosas. Pero estuvimos todos ahí y lo vimos, pasó esto. Muchos ponían la visión hipersexualizada de ella, que tenía fotos en Facebook, que las tomaron obviamente sin permiso, y todas versiones hipersexualizadas de una persona que había muerto, todo para conseguir mayor número de clics. Y ahí fue cuando dije: esperá, claro. Imaginate con esto, que es un hecho tremendo pero sencillo en el sentido de lo que pasó, no había mucho más para investigar, digamos, un accidente horrible, se cayó pero eso es todo lo que pasó, imaginate con las cosas más complejas…

Este libro, de buenas a primeras, puede parecer una historia cruel. Pero dentro de todo ese terror y ese odio, también están el amor y la belleza muy patentes, tanto por el lenguaje como por la propia narradora. ¿Te parece que este libro está movido por el odio, por el amor, o son dos caras de lo mismo?

Yo creo que son dos caras de lo mismo. Hago la distinción de que, para mí, las dos energías universales más potentes son el miedo y el amor. El miedo, si te lo ponés a pensar, es un sentimiento primario, atávico, que aparte es necesario, porque si no tenés miedo te dejás comer por, no sé, una pantera… [ríe]. Pero del miedo surgen muchos de los sentimientos viscerales, negativos. Digamos, la violencia es miedo a perder el control, la envidia es miedo a no tener lo que tiene el otro. Lo podés pensar así en algunos casos. En cambio, el amor aparece como energía vital, y no solo el amor romántico. Yo creo que el amor lo que hace es unir e individualizar, y el odio lo que hace es separar y generalizar. O sea: vas por la calle y ves a alguien con una cara que te parece… qué sé yo, pensás que te va a robar. Estás generalizando el miedo. Pero si individualizás pensás, bueno, es una persona que no tiene por qué robarte, ¿no? Y esto es un ejemplo cualquiera que puedo dar pero que lo hacemos todo el tiempo.

Entonces, creo que en Las indignas ellas están aterradas, están vulnerables, no tienen otra opción. Pero el amor, a pesar de que la palabra «amor» nunca se nombra en el libro, está acá: es la piedad, es la sororidad, es el ponerse en el lugar de la otra, es la conexión, es la unión, y en definitiva es lo que le da un poco de luz, a diferencia de Cadáver exquisito, que es una novela hiperoscura.

«Cuán bella puede ser la catástrofe, pensé».

Esto lo que genera son personajes muy complejos, y es interesante porque en la literatura tradicional las mujeres suelen estar polarizadas: la santa o la bruja. De hecho, te escuché decir en una entrevista que cuando llegaste al lugar donde grababan el audiolibro de Las indignas, la gente hablaba de las personajes como si estuvieran vivas…

Sí, de hecho, la locutora que leyó el audiolibro me dijo que cuando un libro no le gusta, le cuesta. Las sesiones para grabar tardan mucho, porque se tiene que repetir, porque no lo logran… Y acá dijo: «Fluyó, fluyó tanto porque además queríamos saber qué iba a pasar» [ríe]. «Y además estábamos todos compenetrados pensando ¡qué va a pasar, qué va a pasar!». En la construcción de los personajes, a mí no me interesan los personajes estereotipados ni planos. Esta cosa de libros, en general escritos por varones, donde las mujeres son bellas, o es «bella para su edad», o tiene los pechos turgentes, es como: no. Se quedan en lo físico y, para mí, un personaje tiene que tener capas, tiene que tener matices. En general, yo no lo describo físicamente de manera tradicional, quizás ni me interesa el color del pelo. Me interesa más ir por algún gesto que defina al personaje porque, en definitiva, se trata de que el lector lo vea en su mente y lo sienta vivo.

A mí es lo que me pasa con los personajes de los autores y las autoras que admiro. Pienso en Flannery O’Connor, Clarice Lispector, Virginia Woolf, etcétera. No sé, a Mrs. Dalloway yo la veo, la conozco. O los personajes de Juan José Saer que, lo decía la otra vez en una entrevista, creo que los conozco y los quiero más que a muchos de mis parientes [ríe]. Porque los veo vivos, ¿no? Carlos Tomatis, uno de los personajes de la obra de Saer, que es como su alter ego, lo amás y lo odiás en igual medida. Y lo admirás, y lo vas conociendo a lo largo de los libros, porque aparece en muchos. Quiero lograr esa carnadura justamente, porque de lo que se trata es de que esto [señala el libro], que es artificial, se convierta en algo que tenga vida, o que aparentemente tenga vida, para el lector. Para eso qué me importa si es pelirroja o no. Que igual en Las indignas lo describo, hay una personaje que es pelirroja, pero digo, no quedarme tan solo en eso.

«[N]uestro llanto al ver a nuestros amigos flotando en el agua mugrienta: Lispector, Morrison, Ocampo, Saer, Woolf, Duras, O’Connor con las páginas empapadas, inservibles, pero las palabras estaban dentro de mí, las palabras que mi madre me instó a amar, incluso cuando no las entendía».

Comentabas cómo, mientras grababan el audiolibro, querían saber qué iba a ocurrir. A mí me ha pasado exactamente lo mismo y, en gran parte, es porque creas escenas con mucha materialidad, muy visuales, que nos trasladan a esos espacios. ¿Cómo construyes estos mundos? ¿Cómo consigues generar estas sensaciones con palabras?

Ahí hay un tema que tiene que ver con algo técnico: la diferencia entre contar y narrar. Lo que decía Flannery O’Connor es, y la voy a parafrasear: «No me nombrés el miedo, mostrámelo». La literatura tiene que ver con el equilibrio entre contar y narrar. Si vos solamente contás, sería como un titular, por ejemplo: «Lourdes llora». Eso es algo abstracto donde vos imaginás un llanto genérico, porque yo no te estoy describiendo un llanto en concreto. En cambio, si te describo todo el llanto y no te digo que está llorando, pero vos lo ves, eso sería narrar. Hay que encontrar el equilibrio. Si solamente narrás de manera obsesiva, es un libro insoportable de leer, son descripciones eternas. Pero si solamente contás, y hay muchos autores y autoras que solamente cuentan, a mí me aburre mucho, es abstracto, no logro empatizar. Entonces, soy muy consciente de eso: lo más fácil es poner que Lourdes llora, porque es lo rápido, porque está ahí, porque estás diciendo lo que quieres que decir. Lo más difícil es describirla, y describir a Lourdes específicamente llorando, que tiene que ser diferente a Delfina llorando, ¿no?

Y también tratar de no caer en los lugares comunes, y el cuidado de la precisión con el lenguaje, y el sonido de las palabras… Es esto: trato de visualizarlo como una película y llevarlo al papel, pero haciendo los recortes. Bueno, requiere mucho trabajo, mucha corrección, mucha obsesión [ríe].

A las escritoras y escritores se les pregunta muchas veces sobre los temas que tratan en su literatura. Me resulta que los temas son miles, se construyen poco a poco y junto con los lectores y lectoras. Sin embargo, me gustaría preguntarte: ¿Por qué escribes y qué defiendes con tus escrituras?

Bueno, una respuesta tiene que ver con mi propia supervivencia [ríe]. Leer y escribir para mí es lo mismo, exactamente lo mismo, a veces no escribo por mucho tiempo porque estoy leyendo todos los días. Entonces, si yo no escribo, me empiezo a deprimir y me enfermo.

Y, después, por un montón de cuestiones que a mí me parecen injustas… Por algo soy feminista, y por algo mis libros los podés leer como un comentario relacionado con el feminismo, o como una crítica al patriarcado, o a sistemas como el capitalismo. En definitiva, preguntar por qué somos como somos. Con todo lo luminoso; hay un montón de gente que ayuda. Por ejemplo, mi madre es socióloga y yo lo veo: ella se especializó en ONGs y su doctorado lo hizo en eso, y yo le corregí algunos textos, y ahí vi la cantidad de gente ayudándose. Pero también, ¿por qué tanta desigualdad, por qué tanta violencia? ¿Por qué el patriarcado? Me parece que te vuela la cabeza si te lo ponés a pensar.

Esos son los libros que a mí me interesa leer: los libros que interpelan de alguna manera. O por el registro, o porque están bellamente escritos, o por la historia, o porque tienen capas y capas y capas de lecturas, como los clásicos. Por ejemplo, en Mrs. Dalloway (Debolsillo, 2012) es impresionante lo que hace Virginia Woolf. Hay un personaje que es Séptimus, que fue a la Primera Guerra Mundial y sufre de estrés postraumático, digamos. El personaje aparece mucho después en la novela, pero ya en la segunda línea, Mrs. Dalloway habla de que tiene que desmontar las puertas para una fiesta, y si vos lo analizás en inglés, dice «unhinge the doors», «sacarlas de quicio». Ahí ya te está presentando la locura, ¿entendés? Claro, si lo empezás a leer no te das cuenta, porque desmontar las puertas es una pavada, pero si te lo ponés a analizar minuciosamente, está lleno de esas conexiones. Bueno, esos son los libros que a mí me interesan.

Tú que eres lectora de Toni Morrison, esto que dices me recuerda a una frase suya, en la que cuenta que lo primero que ella había querido ser era lectora, y que los libros que escribe son aquellos que ella querría leer.

Y lo decía Borges: para ser escritor, tenés que ser muy buen lector. Lo que nosotros tenemos es la palabra como herramienta. El escultor tiene el mármol; nosotros tenemos la palabra. Cuanto más leés, más enriquecés tu material. Y, aparte, si sos un buen lector de la obra de otros, vas a ser un buen lector de tu obra para corregirla. La verdad, debe haber escritores que dicen que no leen, pero a mí eso me parece rarísimo. Uno en un millón puede hacer algo así, algo muy alucinante, sin haber leído un libro. Para escribir, leer me parece fundamental.

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