La última novela de la escritora estonia Kai Aareleid (Tartu, 1972) comienza con una cita de Javier Marías sobre el peso de los secretos. Nada extraño, ya que su autora es también hispanista y traductora. Entre otros, del propio Marías, Borges, Carlos Ruiz Zafón e Isabel Allende. El libro es su particular homenaje, en clave posmoderna, a La dama de picas de Pushkin y a El jugador de Dostoievski, en sus intentos de recrear la pulsión por jugar, al tiempo que hacen crítica social.
Llama la atención el léxico, aparentemente sencillo, pero tan rotundo e intenso como el título, Ciudades en llamas. Aareleid juega con el estereotipo de Estonia, país que podría parecer frío y lejano, y sin embargo alberga una historia convulsa de odios ancestrales, dramas, heroísmo y disidencias. Por suerte, la autora nunca adoctrina ni adopta una postura paternalista, porque no pretende en absoluto dar una lección de Historia. No obstante, sale a relucir el pasado estonio a partir de la Segunda Guerra Mundial, con la huella alemana, la época soviética y la independencia posterior. A los lectores de hoy nos resultan interesantes esos conflictos comunismo versus religión, invasores russkie (como en la actual guerra) frente a los estonios. Así, asistimos a varios hitos como por ejemplo la muerte de Stalin, pero desde el punto de vista de la intrahistoria, las vidas anónimas, los quehaceres cotidianos y las pequeñas liturgias.
Se trata de una novela que aborda los grandes temas, como la familia, la infancia, la incomunicación, la memoria histórica o las relaciones hombre-mujer. Nada nuevo bajo el sol, pero muy bien contado. Como ocurre en la vida real, el pasado y presente de los personajes se entrelazan. Una tiene la impresión de que con la familia protagonista se podría haber compuesto una saga histórica, pero eso le hubiera restado sutileza y credibilidad. Hace tiempo que se habla de la crisis de la novela, y quizá las grandes narraciones totalizadoras, con un narrador omnisciente en tercera persona, sean cosa del siglo XIX. En especial, del realismo ruso, tan genial y desmedido que no permite ir más allá, ya que no se puede superar la tensión de las novelas de Tolstói y Dostoievski, ni tampoco su profundidad filosófica.
Frente a ellos, Aareleid prefiere jugar con la forma, un poco a la manera del romanticismo ruso de Pushkin y Lermontov, a los que constantemente trae a colación. Sus novelas no son solo obras de arte total con una tesis (como la justificación del adulterio en Anna Karenina, donde se hace crítica de los matrimonios forzados y desiguales en edad), sino que exploran la identidad del individuo y su encaje en el entorno social. Un poco como Lermontov exploraba el Cáucaso en Un héroe de nuestro tiempo o Pushkin la revolución de Pugachov y la sociedad rusa en La hija del capitán, relatos ambos mucho más breves y dinámicos que las grandes novelas río del realismo.
En el libro que nos ocupa, la autora juega con las elipsis, los saltos en el tiempo (hacia atrás y adelante) y cierta hibridación de géneros —incluye misivas, como el Pushkin de Onegin—, creando un suspense sobre el que se sustenta el interés de la narración. En cierto modo, es una novela posmoderna que recuerda al Diccionario americano de Dubravka Ugrešić en cuanto a la brevedad e intimidad de los capítulos, que fijan su atención en objetos del día a día, reflejos del dolor y la soledad de sus personajes, silenciosas criaturas salidas de un cuadro de Hopper. En versión comunista, claro, porque se trata de narrar la época soviética despojándola de toda épica y sin aspavientos. La propia novelista nos da las claves cuando habla, a mitad de la narración, de exorcizar los secretos en tercera persona.
La prosa de Kai Aareleid es sumamente ágil, con un gran sentido de lo que en cine denominamos montaje (tramas paralelas, mucho diálogo aderezado con alguna descripción, elipsis y prolepsis). La novela es también un canto a la ciudad estonia, Tartu, cuyas calles son un personaje más. Suena creíble la autora cuando recrea la voz de la conciencia de la hija y la madre, pero también la del padre. Se observa pues el perspectivismo o, como diría Bajtin, la polifonía, aunque de pocos personajes. Hay toda una sutil construcción del distinto lenguaje de la adolescente estonia y su novio ruso, o de las diferencias generacionales entre ese mismo personaje de niña y sus ancianas cuidadoras; hasta el punto de que incluye una carta con abundantes faltas de ortografía. Ciudades en llamas está traducida con solvencia y retrata una Tartu comunista y, sin embargo, llena de desigualdades sociales.
Suele decirse de las literaturas pequeñas que tienden a un cierto ombliguismo, pero este no es en absoluto el problema del libro que nos ocupa. La obra de Aareleid establece un paralelismo entre la familia desestructurada protagonista y el difícil e incómodo encaje de Estonia dentro de la Unión Soviética, y su sencilla prosa hace que nos identifiquemos sin problemas con los personajes. Quién no se ha preguntado por secretos familiares, o se ha sentido solo e incomprendido por sus padres. Al final, nada más universal que lo particular, de ahí la referencia en el título de esta reseña a la entrañable película de Montxo Armendáriz.
Ciudades en llamas es una novela muy recomendable, que se lee de un tirón y que, en el mundo occidental, y por tanto, desde el otro lado del muro, no deja de resultarnos exótica.
CIUDADES EN LLAMAS Kai Aareleid Traducción de Consuelo Rubio Alcover WEST INDIES (Sevilla, 2023) 410 páginas 22 € |