Ficción

Una polilla choca una y otra vez

«Moth», de Beppie K. (CC BY-NC-SA 2.0 Deed)

En un tren camino a Venecia, una monja se sienta delante de mí. Tiene algunos años más que yo, pero no tantos como parece a primera vista. Lleva un hábito gris claro hasta los pies y un velo del que no asoma ni un solo cabello. No consigo identificar la orden a la que pertenece.

Una capelina se le derrama por los hombros. Fuera hace frío. Busca algo en una especie de zurrón que hace las veces de bolso: es un libro que se pone a estudiar. Gramática italiana, se lee en la portada. Mientras lo hojea, hace gestos como si tratara de recordar una palabra o de repasar mentalmente una conjugación. Cuenta con los dedos hasta cinco, formando una pinza con el pulgar: parece que está agarrando por una punta algo muy sucio. Sí, debe de estar con las conjugaciones porque nunca pasa de seis. Al llegar a loro (ellos) cambia de mano y forma la pinza ayudándose del índice izquierdo.

Al rato se cansa y saca un rosario. Cierra los ojos y por debajo de la capelina va pasando una cuenta tras otra. Nuestros dos compañeros de mesa, silenciosos, no han levantado la vista del móvil. En el pasillo, una polilla choca una y otra vez contra un foco apagado, pensando que es una salida.

La cara de la mujer me recuerda a alguien. Tras darle vueltas durante unos minutos caigo en que se parece a la madre Aurora, una de las monjas de mi colegio.

De la madre Aurora nunca me he olvidado desde aquella tarde en que irrumpió en el aula mientras estábamos coloreando unas fichas. Yo tenía cuatro años. Iba acompañada de un niño cabizbajo, un alumno de la clase de los de cinco, que estaba un par de puertas más allá de la mía.

La mujer se plantó delante de todos, ignorando a mi profesora:

—Este niño que veis aquí se ha portado fatal —nos espetó mientras lo agarraba por un extremo de su jersey—. Y como castigo, debe recorrer todas las clases de preescolar para que se rían de él. Así que hacedlo.

Silencio. Aquel niño seguía con la cabeza gacha y tenía la mirada tan fija en el suelo que parecía que iba a perforar las baldosas de terrazo color crema. Más silencio. Miré a mi alrededor sin entender muy bien qué estaba pasando.

—Os he dicho que os riais de él —insistió muy seria.

En apenas un par de segundos, un coro de carcajadas impostadas llenó el aire de la clase, desde nuestros pequeños pupitres hexagonales hasta lo alto del techo. Sonaban falsas, como las risas enlatadas de los programas de televisión. Empezaron a señalarlo. Una, dos, tres, diez, trece, veinte manos. Incapaz de reírme, permanecí muda en mi asiento. Entonces las caras de mis compañeros empezaron a desfigurarse ante mis ojos, las facciones se derretían como mantequilla, las mandíbulas se volvían líquidas y parecía que se les iban a caer al suelo con cada risotada.

Tras un minuto, ahogadas las últimas carcajadas, la madre Aurora asintió triunfante y se lo llevó. El niño seguía sin levantar la cabeza.

Salgo bruscamente de mi recuerdo porque la mujer del tren se pone de repente en pie. El altavoz anuncia que estamos llegando a Vicenza. Se acomoda el hábito y lo ajusta al cuerpo con una cuerda de cáñamo. Ni siquiera un cordón de hilo trenzado, como llevaban las monjas más ancianas de mi colegio, como la madre Aurora. No. Una cuerda áspera y basta, que gira alrededor de su torso hasta que el extremo le queda pegado a la cadera.

Sigo el trazado de la caída de la cuerda, que casi le roza los pies. Me fijo en que la mujer lleva solo unas sandalias. Fuera sigue haciendo frío.

Imperceptiblemente, deslizo mi pie izquierdo hacia el pasillo, justo cuando va a pasar a mi lado. No lo ve y tropieza. Acaba cayendo prácticamente de rodillas en el suelo. Del zurrón se le han escapado la gramática y el rosario, que trata de recoger nerviosa mientras una mueca de dolor recorre su cara. Un pasajero la ayuda a levantarse. Ella se gira y me mira: creo que sospecha de mí.

Sta bene? —le pregunto.

No me responde y se da la vuelta, encaminándose a la salida.

La polilla continúa chocando una y otra vez contra el plafón de luz. Los demás nos dirigimos a la laguna.

 


Ana Rodríguez Álvarez es profesora universitaria y autora de la novela Breve historia de lo que no fue nuestro, que será publicada en 2024 por La Moderna editora.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*