Horas críticas

El oído afinado de Gabriela Escobar Dobrzalovski

Reseña de «Si las cosas fuesen como son»

Vamos a empezar esta reseña haciendo oídos sordos —de momento— a lo que dice el prólogo del libro: vamos a hablar de su tema central, que es la familia. «Cuando no te explican nada, lo que falta se inventa, y la historia familiar es la cabeza de un animal que te espera atrás de un vidrio empañado», leemos al final de la escena número 19 —de 70— de esta novela, una escena fundamental. Podríamos decir que Si las cosas fuesen como son (H&O Editores, 2023) trata sobre la progenie como condena, regalo medio podrido o medio envenenado. Sobre la herencia y la memoria, sobre la transmisión como hábito que puede perderse y dejarnos perdidos, faltos de coordenadas. Sobre los secretos antepasados, lo no dicho o lo no escuchado, porque en la madeja del linaje «los que pueden contar la historia eligen callar y los que podrían oírla nacen sordos» —literalmente, en este caso—.

Podríamos decir, ahora sí haciendo caso a lo que dice el prólogo, que por encima de un retrato familiar este libro de Gabriela Escobar Dobrzalovski (Montevideo, 1990) es un retrato de la madre: personaje antagonista —de la hija que narra—, villana omnipresente y omnipotente que encarna todos los vacíos de una paternidad ausente (la mala palabra, se lo nombra ya desde la primera frase) y de todos los abismos de quien se aferra ya solo a la vida que ha producido y, como un tanque, la arrasa a su paso: «Una madre de seis ruedas que derriba los alambrados. Por eso le decimos Tumbona. Mi madre te come el espacio». Madre que tumba, que retumba, que se lleva a la tumba a sus descendientes. La familia también es acostumbrarse a ese odio, ese marcaje férreo al que somete a la hija y a los hermanos-en-hibernación, a una relación tóxica hasta la médula, una angustia de sangre, podríamos decir.

Podríamos decir todo eso sobre el tema principal. Pero el prólogo de Sabina Urraca, quien rechazó editarla (adoptarla) y quien ahora se declara enferma de esta novela, nos da la clave: «Sé que aproximarse a este libro mencionando sus temas (los temas, ese monstruo que devora libros, que los reduce a charloteo de actualidad, de relación con un mundo que siente los libros como contenedores de respuestas y caminos a seguir) sería simplificarlo hasta la asfixia, hacerle un desprecio a lo que de veras es». Tampoco nosotros querríamos hacerle eso. Lo que de veras es no es fácil de identificar y ni mucho menos de decir, pero la casi-editora (casi-madre) nos da la clave: lo que este libro es no es el tema, es la forma. Su autora es poeta, y eso se siente en su primera novela.

En su lengua suelta, «descatalogar» pájaros del cielo equivale a darles caza. El alrededor (el espacio de más) se «gasta». El control materno hace parte de su «colección» el cuerpo de su hijo. Su fraseo breve y tajante es físico como un puño y exhala un particular aroma oscuro. Por ejemplo: «En mi casa las hormigas son el futuro. Se comieron todo y no dejaron nada» [en eso las hormigas recuerdan a la madre, podríamos decir]. Puestos a mencionar un tema de la novela que no es del todo un tema sino una forma, sería el lenguaje; o mejor dicho: el no lenguaje, la incomunicación, la verborragia silente. La protagonista querría ser muda, generar cero expectativas de cara a los demás; algo muy parecido a no existir. No expresarse ni siquiera a través del lenguaje no verbal, tan dado al equívoco o al accidente: «Inició un gesto que terminó como un avión de papel mal hecho».

La autora es también música; de vocación y oficio, no es que ella misma suene. Aunque su escritura suena y resuena en el tímpano. Tiene buen oído para lo musical y para hacer que otros sentidos confluyan en lo auditivo, como cuando escribe «oigo una tos amarilla», o «mis oídos como ojos que atraviesan paredes». También sin salir de ese agujero, porque como nos decía Mónica Ojeda, es imposible cerrarlo: «El oído es hijo del océano». A veces las oraciones de Escobar Dobrzalovski suenan a aforismos por su rotundidad redonda. Quizá por su forma de darle la vuelta a lo obvio, registrar el asombro pero sin épica, con la constatación apenas de la extrañeza de todos los hechos que dan volumen (físico y sonoro) a lo cotidiano. ¿Qué es lo cotidiano sino un compendio de extravagancias? Por ahí, la autora demuestra una imaginación bastante bizarra. Volviendo al estilo sinestésico: «Cuando viene el horror los ojos se vuelven una boca que no sabe cerrarse». Manos y ojos que hablan, oídos que ven, bocas que, estando cerradas, enuncian, desfilan por estas páginas que evocan lo grotesco de la familiaridad.

La escritora Gabriela Escobar Dobrzalovski. / Foto: Jeannette Sauksteliskis

Bajo esa confusión perceptiva se halla el asunto de la identidad al que quizá alude el título, de ser lo que se es y no otra cosa que se pudiera ser —pero no se es—. Esa reflexión, pero sobre todo su estructura fragmentada, recuerda a otras obras recientes que nos fascinaron, como La estirpe [ahí lo tienen de nuevo: el tema], de Carla Maliandi, o Sulfuro, de Fernanda García Lao. Al igual que Si las cosas fuesen como son, esas novelas secuenciadas combinan un humor negrísimo, punki y algo hosco, tan sutil como incómodo, con un terror psicológico que podría decirse lynchiano. En la trama sombría y poblada de espectros de la autora uruguaya, compartir techo es lo más parecido a un confinamiento pesadillesco y endogámico («Un living sin personas puede ser un alivio; algunos alivios asustan»). La narradora se recuerda de niña imaginando que al volver a casa sus padres no la reconocerían.

La solución, pensarán, pasaría por la huida. Pero hay al menos dos motivos para que no ocurra. Por un lado, admite la hija pródiga, quien tras una ruptura sentimental ha buscado refugio donde menos lo iba a encontrar: «Quiero salir corriendo, pero soy una persona que fue a la escuela y al liceo y aprendí a hacer cosas que no quiero hacer». Por educación se ve obligada a aceptar el absurdo, a domar el resquicio de voluntad que habrán dejado sus padres. Por otro lado, el mundo fuera de ese entorno viciado no pinta mucho mejor, como muestra su relación con los hombres de playa, machos alfa que la acechan y que salen escaldados, ridículos, enanos ante sus incómodas y dislocadas réplicas. Es casi su única muestra de rebeldía ante los valores heredados, esa representación de una farsa ante un público, eso sí, ficticio: «Siento hambre, ganas de morder el aire, ganas de seguir mintiendo».

Es la manera en que la narradora explota la incertidumbre, aquello que más nervioso pone al «sapiens canónico». Permitirán que nos agarremos a esa última cita como una posible lectura temática de este libro, que evidencia (y, de alguna inaudita manera, celebra) la irracionalidad de las relaciones familiares, del diálogo sordociegomudo entre congéneres, de los ritos de cohabitar —lo de convivir solo está al alcance de algunos afortunados— y de la extrañeza que supone reconocerse en quienes por fuerza te han de querer, quienes te necesitarán tarde o temprano, incluso aunque no estés para ellos. Y si no te quieren, o tú no los quieres, qué se hace con lo que se lleva dentro, en los genes o la sangre o donde demonios sea. Dónde se vierte esa presencia viscosa.

 


 SI LAS COSAS FUESEN COMO SON
Gabriela Escobar Dobrzalovski
H&O EDITORES
(Barcelona, 2023)
120 páginas
17,90 €

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*