Horas críticas

Umberto Eco: la verdad está ahí dentro (de las bibliotecas)

«Umberto Eco: La biblioteca del mundo» (2022), de Davide Ferrario. / © Filmin — Fandango

«El total de las bibliotecas representa el conjunto de la memoria de la humanidad, de ahí que el problema de la memoria colectiva esté ligado al de la lectura»

La memoria vegetal es el concepto que acuñó Umberto Eco (1932-2016) para referirse a esa porción, podría decirse material, de la memoria cifrada en los libros, cuyo hábitat natural son las bibliotecas, tanto las públicas como las personales, que pueden estar muy abiertas a otros lectores. Según el escritor, semiólogo y filósofo italiano, la cuestión de la memoria, que tantos interrogantes plantea en esta era de virtualidades y nubes, fue adelantada por Isaac Asimov en su relato futurista La sensación de poder (1958), en el que un fallo general informático obliga a recurrir a la única persona en el mundo que aún es capaz de hacer operaciones matemáticas «de cabeza». El documental Umberto Eco: La biblioteca del mundo (2022), que estrenó en nuestro país el Atlántida Film Fest y que ahora puede verse en Filmin, tiene como asunto central ese vínculo entre literatura y memoria, que toma cuerpo en las estanterías de su famosa colección.

La película comienza con el propio autor flanqueado por decenas de estanterías llenas de libros mientras atraviesa un largo corredor y luego una amplísima estancia. «La biblioteca es a la vez símbolo y realidad de una memoria colectiva», dice, y a continuación cita a Dante cuando describe a Dios: «Vi en un único volumen lo que en el universo se desencuaderna». El escritor de la Comedia concibe al Altísimo como la biblioteca de todas las bibliotecas, siglos antes de que Borges imaginara su Babel. Esas declaraciones forman parte del encuentro en 2015, un año antes de la muerte de Eco, con el cineasta Davide Ferrario, con motivo de la grabación de una videoinstalación encargada por la Bienal de Arte de Venecia y titulada justamente Sulla memoria. Fueron apenas un par de días de entrevistas, pero bastaron para que el escritor piamontés invitara al equipo de rodaje a conocer su biblioteca. La escena resultante se convirtió en icónica cuando el 19 de febrero de 2016 se conocía la noticia de su muerte y los informativos de medio mundo la reproducían.

El documental de Ferrario se abre con ese eco internacional y el acontecimiento masivo que supuso en Italia. «Grazie, Prof.», leemos en una pancarta el día de su funeral, y en el film parece que asistamos a una clase magistral póstuma. Saltamos al verano de 2022 y la cámara nos sitúa de nuevo frente a la colección de libros que gestó durante tres décadas, y que su familia ha decidido donar a la Biblioteca Nacional Braidense (Biblioteca di Brera) de Milán y a la de la Universidad de Bolonia. Antes de ello, avisan a Ferrario para que, si lo desea, tome acta de ese legado en el lugar donde fue refugio para Eco. Le gustaba sobre todo atrincherarse en la sala de volúmenes antiguos, sin tecnología alguna, solo con su flauta y sus tesoros literarios. Tenía unos guantes, pero no los usaba: los libros hay que tocarlos.

No se dice en el documental, pero es sabido que Eco se enorgullecía de no haber leído la mayoría de esos 30.000 volúmenes y pico. Más que la acumulación, su pasión era la infinidad de posibilidades de conocer lo que no conocía. Esa ignorancia que crece conforme leemos, como buen amante de la paradoja, fascinaba al enorme pensador, narrador y creador de una suerte de antibiblioteca o bien, como él mismo la definía, una «biblioteca semiológica, curiosa, lunática, mágica y neumática». En ella se hallan temas tan diversos como la alquimia, los teatros químicos, el ocultismo, los jeroglíficos, la demonología, las lenguas universales o el alma de los animales (sic). «La fuerza del lenguaje no es decir lo que hay, sino describir lo que no existe», decía sobre estos libros excéntricos cuyo valor reside en que, partiendo de la periferia literaria, la diversidad o incluso la incongruencia, son capaces de recrear mundos completos, imposibles y, por tanto, mucho más interesantes.

Entre otros, el documental nos muestra los de Athanasius Kircher, jesuita del siglo XVII que escribió —o conjeturó— mucho, y sobre muchas cosas, sin necesariamente tener un gran conocimiento de ellas, pero valiéndose de un «hambre enciclopédica» y unas fascinantes imágenes que dan cuerpo a sus fantasías salvajemente delirantes con lenguaje científico, en una confusión entre lo cierto y lo falso que era otra de las debilidades de Eco. También descubrimos en su altar a Thémiseul de Saint-Hyacinthe, autor de un tratado de erudición sobre un poema banalísimo en torno al que despliega un ambicioso aparato crítico, dando pie al pensador italiano a reflexionar acerca del «murmullo artificial de los libros», aquel que nos exime de leerlos. Lo mejor de la película de Ferrario es cómo, al abrirnos las puertas de su biblioteca, nos abre también las de su mente y su imaginación, que releemos a la luz de estas fuentes originalísimas y de su (des)organización: los familiares desentrañan el aparente caos que responde, en verdad, a una muy personal coherencia ordenadora y a la labor de curaduría de toda una vida.

Eco defendía, precisamente, que las bibliotecas debían estar vivas, no solo porque uno las recorra y las repiense continuamente como él hacía, sino porque sean compartidas (como él hacía); cuestión que, a su juicio, diferencia a un bibliómano de un bibliófilo. Él, por descontado, se halló siempre en esa segunda categoría, y de ahí que en este documental admita que «sentimentalmente, el libro es insustituible» en su versión impresa frente a la electrónica o la memoria de silicio, que tiende cada vez a ser menos necesaria. Al creer que hemos conquistado una memoria inmensa, la hemos perdido por su inabarcabilidad, concluye, apelando a una imprescindible tarea de filtrado con su habitual lucidez: «Este mundo está sobrecargado de mensajes que no dicen nada». Pero la literatura es otra cosa.

Por eso defiende que lo importante, en cualquier caso, es acercarse a los libros («La vida que se conquista con la lectura no discrimina entre la gran literatura y la de entretenimiento»), y reivindica también a dibujantes-pensadores tan brillantes como Charles M. Schulz o su adorado Quino. Sobre la habitual pregunta que concierne a los hábitos de lectura, sentencia: «Tener curiosidad intelectual significa estar vivos. Pero, créeme, no hay tanta gente viva en este mundo». Ese humor socarrón y punzante recorre los fragmentos de entrevistas y declaraciones de Eco que conforman el núcleo del documental y que muestran a un autor cómodo en las funciones de orador ante el público, de analista sin tapujos pero con mucho sentido del humor.

Pese a lo que la presencia de esas imágenes —y audios— de archivo pudiera suponer en términos cinematográficos para el documental, su puesta en escena resulta elegante y sofisticada. Además de una amplia carrera como documentalista, entre los cuales destaca el multipremiado La strada di Levi (2006), y de algunos films menores aunque interesantes como Dopo mezzanotte (2004), al cineasta Davide Ferrario (Casalmaggiore, 1956) cabe situarlo también por su trayectoria como escritor, crítico y distribuidor en Italia de títulos de Fassbinder, Wenders, Sayles o Seidelman. Umberto Eco: La biblioteca del mundo podría haber sido un documental estático al centrar el foco en estos templos de la literatura, pero en cambio se hace muy dinámico gracias a la presencia consciente de la cámara en su entrada a las estancias de la memoria literaria.

Bibliotecas antiguas o modernas, recónditas o amplias, pero todas grandiosas a su manera, como las arriba mencionadas y la Comunale de Imola, la Stadtbibliothek de Ulm, la Stiftsbibliothek de Saint Gallen, la Vasconcelos de Ciudad de México o la Binhai de Tianjin. Un paseo enriquecido por las músicas de Carl Orff (esa «Gassenhauer» que siempre nos retrotrae a la obra maestra de Malick, Malas tierras) y de Fabio Barovero, aunque como nos recuerda el propio Eco, la verdad solo está en el silencio. El silencio de la lectura, el silencio destinado a preservarse en las bibliotecas.

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