Para Alberto Montaner,
maestro y amigo
Algol es un sistema binario, formado por dos estrellas gemelas que giran en órbitas elípticas muy próximas entre sí. Como ocurre con los parásitos en la naturaleza, una se alimenta de la otra; absorbe su energía y se perpetúa a costa de su compañera. Situado en la constelación de Perseo, para los griegos representaba el ojo de la Medusa, que los acechaba malévolamente desde el firmamento; su presencia era considerada de mal augurio. Los árabes lo bautizaron como Ra’s al-Ghul, la Cabeza de la Bestia.
En el Kitab al-Asturlab o Libro de los astrolabios, anónimo nazarí del siglo XII, en uno de los escasos fragmentos que se conservan, puede leerse: «El sultán de los berberiscos, Sayyid as-Sádiq ibn Saffah ash-Shihab, llamado por sus partidarios Shihabuddin, Antorcha de la Fe, y Ra’s al-Ghul por sus enemigos, que Alá lo maldiga, fue hijo de una concubina esclava, una siqlabí beduina que lo educó en los preceptos del islam con el rigor de un halconero del Atlas». En una época de venalidad generalizada en la que la traición está a la orden del día y el puñal se ha convertido en el arma política por antonomasia, la insurrección de los eunucos, auspiciada por su madre, lo coloca en el trono a una edad muy temprana. Lejos de amedrentarse, sus primeras decisiones dan muestra de su carácter. En la mezquita aljama, antes de la oración de los viernes, se proclama califa y emir de los creyentes. Manda sacar a su tío, el malik derrocado, de los calabozos y llevarlo ante el trono cargado de cadenas. Sin levantar la voz apenas lo acusa de sodomita y pusilánime delante de toda la corte. Ignora sus gimoteos y hace venir al verdugo. Lo condena por ser un mal guía, un mal musulmán; por haberse comportado con los infieles como un perro faldero en lugar de ser un león. «Los cronistas palatinos —continúa el anónimo nazarí— se hicieron lenguas de su misericordia, pues pudiendo haberlo condenado a que lo lapidaran, le concedió la gracia de ser decapitado».
La gracia de que su cabeza ruede por el suelo hasta los pies de sus hijos, primos del califa, que más pronto que tarde correrán idéntica suerte.
Todos sus familiares, primos, sobrinos, hermanos de leche, todo aquel que pueda discutirle el mando es detenido y arrojado desde un alminar. Sus restos descuartizados, clavados en las puertas de Qayrawán, alimentarán durante meses a las aves carroñeras. Destierra a bufones y trovadores so pena de cortarles la lengua. Se rodea de una camarilla de ulemas sudaneses (graves como cuervos, con caftanes sin adornos y grandes turbantes rojos) y decreta la interpretación ortodoxa de la sharía, la ley del Profeta. En poco tiempo se convierte en un líder carismático, un hombre de tez olivácea, seco como el esparto, considerado por sus seguidores casi como un santo, que cumple los mandatos del Corán a rajatabla, reza y medita durante horas, arrodillado en la macsura, y llama a la yihad contra sus vecinos, también musulmanes, pero a los que trata de heréticos y promiscuos (kuffar, falsos creyentes) por su larga convivencia con los francos del norte. «Infundiré el terror en el corazón de los embusteros, dice el Santo de los Santos, alabado sea. ¡Arrancadles los pies y las manos opuestas!, ¡crucificadlos cabeza abajo en los troncos de las palmeras!».
Es en la guerra donde Sayyid as-Sádiq se gana su lugar en la historia, concretamente entre Atila y Vlad el Empalador en la Cámara de los Horrores de Madame Tussaud. «Extendió sus dominios por el este hasta los límites del desierto, y por occidente, siguiendo la línea del litoral, alcanzó Tilmisane y N’Kor, borró Tahla de la faz de la tierra y cayó después sobre Siyilmasa. Pobres de las ciudades que se negaban a pagarle tributo; eran sojuzgadas por un aguacero de flechas, para enseguida ser despojadas entre los escombros y el fuego. Sus tropas llegaban al galope, igual que el simún, chillando como una manada de hienas. Surgían por el horizonte entre nubes de polvo que, a la luz del crepúsculo, parecían nubes de sangre. Los honderos magravíes, con una puntería endiablada, silenciaban a los defensores, los mercenarios somalíes y mandingas salvaban ágilmente las murallas; con la daga en la boca y el alfanje en la mano, irrumpían en las casas. Los gritos de sus ocupantes podían oírse durante horas. Así masacró a los hamaditas y a los matghara; a los pacíficos masmuda, granjeros y cabrerizos, los diezmó como la viruela. No hubo piedad para nadie. Ra’s al-Ghul (¡que su alma se pudra entre alacranes!) era un salvaje sin conciencia. En nombre de la fe verdadera asesinó tanto a jóvenes como a viejos, a suníes, a chiítas; con la espada en la mano no hacía diferencias. Taló oasis, quemó cosechas, soterró bajo montañas de cadáveres los manantiales de agua cristalina, derribó los sepulcros de los santos morabitos y descuartizó, atándolos a cuatro caballos, a los alfaquíes que los custodiaban, acusándolos de llevar a su comunidad por la senda de la idolatría. Los buitres, en su orbitar displicente y lento, seguían sus banderas allá donde fueran. Las mujeres y los niños que caían en sus manos eran conducidos hasta el mercado más próximo, donde los intercambiaban por espadas de Damasco y dromedarios, ladrillos de sal, conchas de cauri».
Los años pasan. Las campañas se suceden y As-Sádiq se ha hecho con un botín inmenso. Decide finalmente licenciar a sus tropas. Vuelve grupas y se dirige hacia Qayrawán al frente de una larga comitiva cargada con los tesoros de Saba: báculos de marfil e incensarios de plata, ánforas repletas de perlas, grandes turquesas, arcones rebosantes de besantes y un sinnúmero de otros objetos, a cuál más valioso, extrañas máscaras alargadas de las tribus fang y tótems de ébano mitad hombre, mitad pájaro. Envuelto en una túnica color azafrán, el califa, mucho más gordo, se recuesta muellemente entre almohadones, bajo un dosel que lo protege del sol. Marcha en un trono de oro macizo que le ha arrebatado a un reyezuelo del sur, portado en andas por ochenta y ocho esclavos negros, el mismo número de veces que se repite en el Corán la palabra bendición, baraka. Custodian el trono a derecha e izquierda una docena de pavos reales de pórfido rojo con las colas desplegadas y zafiros en lugar de ojos. Faquires y contorsionistas abren la marcha, juglares que improvisan panegíricos al son de las darbukas, malabaristas, hombres con zancos. Junto a ellos, a caballo o en camello, los arquitectos que van a construir el sueño del califa, la nueva ciudad palatina, seguidos a pie por pajes y secretarios.
La caravana va dejando a su paso una estela perfumada en la que se mezcla el frescor de la toronja con el aroma a vainilla del benjuí, la dulzura de la mirra con la flor de la canela, el jazmín y el sándalo. Lejos, en medio del desierto, medio oculto por las arenas como el coloso de un faraón olvidado, queda el censor de costumbres, el fanático religioso. El hombre que vuelve a casa después de tantos años se parece muy poco al que se fue. Ha conquistado un vasto territorio, controla las puertas del África subsahariana y las ciudades más prósperas del norte, de Túnez a Fez y de Tamdult hasta Gadamis, le pagan tributo. A la sombra de los granados en flor, mecido por el bullir de una acequia entre arbustos de alheña y arrayanes, ha probado manjares que desconocía, ha bebido vino del color de los rubíes escanciado por huríes del paraíso. Ha conocido el triunfo y se ha embriagado con él, y la molicie lo ha alejado de la guerra.
La que no cambia es su madre, As-Sayyida al- Kubra. La Gran Señora. Sigue llevando la austeridad con el rigor de un cilicio. Escucha la música profana y los cánticos, el castañeteo de los crótalos; se asoma a las celosías y ve pasar a las bailarinas de melenas cobrizas cimbreándose como juncos, lanzando pétalos al paso del trono, y no puede evitar crispar la mandíbula. Se clava las uñas en la muñeca hasta que brota la sangre. Exige ver a su hijo, pero le sale al paso el visir Tafilete, un eunuco converso, enrevesado y exacto como un algoritmo. Es imposible, niega con la cabeza. Su majestad el califa, que Alá lo proteja, está muy ocupado organizando una expedición de castigo contra los nómadas del Sahel, supervisando los planos de los nuevos alcázares o la construcción de la ceca y los minaretes, le repite pacientemente cada vez. Ella no se da por vencida. Es una vieja leona a la que quieren arrebatar su cachorro y no va a quedarse en un rincón, zarpa sobre zarpa. Vestida de negro y cada vez más demacrada (se niega a comer o a lavarse mientras no la reciba su hijo), elude a los guardias que le ha puesto el visir y vaga por los pasillos como un alma en pena. Aparece de repente entre las sombras, incorpórea como una visión de ultratumba. Señala al califa con un dedo huesudo y le conmina a abandonar el tálamo de la soberbia o a prepararse para el juicio de Dios, que se abatirá sobre su reino lo mismo que cayó sobre Irem, la de los altos pilares, cuyos jardines olían a incienso y sus torres, bañadas en oro, aventajaban en brillo al sol.
— No hay más dios que Alá —se interpone el visir con una sonrisa—. Él conoce el pasado y el futuro. Todo lo demás es perecedero.
Una mañana la Gran Señora aparece colgada del techo con una estola de seda, la misma que le había regalado su hijo al volver de la guerra.
* * *
El sol de la tarde irrumpe con fuerza en el patio de los tamarindos, prendiendo en los mármoles, reflejándose en los azulejos con la coquetería de un corrillo de ninfas. Una fuente canturrea en el centro. «Como las olas que besan los pies del peregrino, así vienes tú a derramar el bálsamo de tus palabras en mis oídos», puede leerse en el borde de la taza, grabado con caligrafía vegetal. El agua se derrama en finas láminas; corre por las acequias, sorteando los arriates de amapolas hasta los pies del califa, plantado como la mujer de Lot a la sombra de un pórtico. As-Sádiq entorna los párpados y se mira las manos, siguiendo los surcos, los pliegues de las palmas, desenredando la maraña de cicatrices como si se propusiera cartografiarlas. Un penitente llegado desde Samarcanda, un viejo ciego llevado a lomos de un asno por un lazarillo, le leyó con el roce de los dedos la buenaventura. Sintió el pálpito de la nube negra que le acompañaba, esa masa compacta de sombras con forma de buitre y diablos con alas de murciélago que giraban arremolinándose, impulsados por vientos de venganza. Mientras aquella espada de Damocles pendiera sobre su cabeza, le dijo el hombre santo, no encontraría la paz.
Al califa le cuesta dormir por las noches. Cuando era pequeño le arrullaba la voz de su madre. Escuchando sus leyendas sobre jóvenes de vida errante famosos por su orgullo pero también por su generosidad, indómitos de corazón y celosos de sus tradiciones, que consideraban el horno del desierto como su hogar y el hambre y las privaciones como una ordalía por la que era preciso pasar de buen grado, se adentraba en los sueños como sobre una alfombra voladora. Pero ya hace mucho que salió de las faldas de las mujeres. Todas aquellas patrañas sobre autómatas fundidos en bronce y genios de alas tornasoladas que protegen los pilares de la creación no ejercen efecto alguno sobre él. Tampoco el vino mezclado con hachís, que cada día toma en mayores cantidades. Despierta de madrugada, bañado en sudor. Las voces de los muertos resuenan en sus oídos, es incapaz de acallarlas. Da igual lo mucho que rece o lo alto que soplen los añafiles. Da igual las mujeres con las que goce o a las que haga despellejar.
El visir Tafilete aparece en su alcoba. Aparece y desaparece, deslizándose por los pasadizos y colándose por las puertas disimuladas entre las cortinas como si únicamente él conociera todos los caminos y tuviera todas las llaves. Le acompaña una esclava armenia, casi una niña, con los ojos muy negros (puede que sea efecto del kohl) y el pelo trenzado recogido en un moño. Se trata, le explica, de la primogénita del Iconódulo Mayor de Bizancio, capturada por los piratas narentinos cuando iba a casarse a Venecia y subastada después en Sicilia. Sus pechos son afilados, suaves y blancos, se adaptan a la palma de la mano como el agua que bebe el beduino al llegar a un oasis. Su voz se afirma conforme avanza la noche. El califa tiene la impresión de ver cómo florece. Le pregunta por la capital de los césares, Nea Roma, encrucijada de todas las vías, y ella le habla de un hervidero de cúpulas de plata y laberintos subterráneos. As-Sádiq ha colgado de los pulgares a sus arquitectos y los ha sustituido por otros, a los que a su vez ha cortado la lengua antes de mandarlos atar a una noria, y aun así los proyectos de reforma le siguen decepcionando. Ansioso por escuchar nuevas ideas, le pregunta por los foros y los acueductos, el hipódromo, las termas de los rum, y ella le describe un bosque de columnas de pórfido rojo, columnas de piedra negra con bajorrelieves o de mármol azul de la isla de los Corzos. Le descubre una ciudad abigarrada, jalonada de obeliscos y arcos de triunfo, donde las estatuas de oro de Mitra y Dionisos se funden para convertirse en pesados relicarios, y los pilares de la iglesia de santa Susana descansan sobre cubos de granito con el rostro de Medusa.
La esclava hace una pausa para beber un sorbo de vino. Tumbado en el diván frente a ella, el califa parece dormido. La despide con un gesto de la mano:
— Vuelve esta noche —le ordena, abriendo la boca como un cocodrilo. Cuando ya está saliendo, bosteza de nuevo y añade—: Te llamaré Sherezade.
Este texto forma parte de la colección de 101 relatos breves protagonizados por personajes históricos, ficticios y mitológicos Esto no es una novela, de Domingo Alberto Martínez, publicada por West Indies Publishing.
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