Crónicas en órbita

Autoayuda y géneros literarios: una propuesta

Para averiguar qué es cada cosa, lo más útil suele ser atender a su materia prima. De qué está hecha. Sin embargo, en el caso de la literatura, comprobar que su material es la palabra, al igual que en los textos de autoayuda, desdobla la cuestión. Está, por un lado, la palabra que articula su mensaje; un hilo gramaticalmente bien construido, capaz de incorporar ideas diversas e incluso imágenes, reales o ficticias. Y, por el otro, la palabra como propuesta de lenguaje, como un punto de partida seleccionado para establecer el debate entre el escritor y el lector pero del que este último puede tomar, a su vez, materia prima para su propio discurso. La literatura, ese «arte de la palabra» que decía Aristóteles, es una mesa de conversación amplia, bien servida, que un lector dispuesto puede aspirar a hacer suya.

Frente al fenómeno de la autoayuda, la pregunta de qué es la literatura —extensísima cuestión en la que aquí no abundaremos por razones de productividad— me parece menos importante que la de para qué está. Su finalidad es transmitir ideas y emociones, en respuesta a las necesidades e inquietudes del momento.  Y, por supuesto, la de vivir más. Estoy de acuerdo con Almudena Grandes cuando dice: «Una persona que lee libros, vive más, no más años pero sí muchas más experiencias que una persona que vegeta al margen de la cultura»; e incluso con Virginia Woolf cuando afirma que «la única lectura que interesa es la pura y la desinteresada», la lectura por el mero placer de leer. Y si lo que se transmite es una enseñanza, más que una finalidad es una consecuencia de la interpretación que el lector mismo quiera darle.

En efecto, los textos literarios se diferencian de los de la autoayuda porque presentan un acervo intelectual con vocación de universalidad —entendida como lo hace Harold Bloom: aquella que tiene la capacidad de conectarnos con la experiencia humana fundamental—, y para cuya transmisión se hace un uso especial y trascendental del lenguaje. Shakespeare, por ejemplo, sigue dando respuestas a cuestiones actuales. Sus palabras concretas han sido tomadas por el ideario popular, citadas y usadas en múltiples situaciones, muchas más, sin duda, de las que el propio autor pudo prever.

Foto: Chelsea Nesvig (CC BY 2.0)

Los textos de autoayuda —criaturas de nuestro tiempo— no ofrecen todas estas características, lo que no les ha impedido construir una distintiva cultura a su alrededor. Quién podría extrañarse: las feroces exigencias con que el mundo atiza al individuo moderno —a duras penas desprendido de la inercia de siglos de tradición religiosa y de tempos de vida mucho más lentos— le hacen clamar por alguna forma de alivio; que sea, eso sí, nuevo y de nuestra época —y de ninguna más—. El caldo de cultivo para la epifanía de las fórmulas breves y directas, sostenidas en la forzada autosuficiencia de un individuo que de todos modos ya estaba sumido en la soledad del siglo XXI, está servido.

De necesidades hablábamos: hechas estas advertencias, comprobamos que ambas empiezan a darse codazos en un punto concreto. Las dos desean ocuparse de responder a una cierta necesidad de orden existencial, de que el progreso material y tangible que ocupa la realidad diaria del individuo moderno se vea respaldada por una conciencia, más o menos acabada, de que ello está alineado con un sentido trascendental.

Las exigencias del mundo actual dejan poco tiempo para definir este último, y su constante bombardeo de inputs nuevos —cada uno con mayores aspiraciones de innovación— obligan a cambiar constantemente la ecuación de la vida con sentido. Tenemos prisa: el que llegue antes a las respuestas tiene las de ganar. Y, frente a la literatura, la autoayuda las trae en píldoras de acción rápida.

El gran mantra que promete mantener al individuo de hoy conectado con el ideal de una vida trascendente, con el que han vivido las generaciones anteriores —desde dejar en este mundo a hijos autosuficientes hasta contribuir a ideales políticos—, pide unos tiempos y una cultura de generosidad hoy inexistentes. En cambio, ahora somos más instruidos. A diferencia de muchos de nuestros antepasados, la capacidad de leer, de escribir y de acceder a las redes sociales hace innecesario que los valores —y la premisa de que los necesitamos para vivir— procedan del Altar, del Trono y de las instituciones colectivas. En la actualidad tenemos la capacidad de detectar en nosotros mismos el deseo genuino de vivir con una determinada intención, con un destino. Caídas las formas de los ideales políticos y religiosos, queda expedito el camino a conocer nuestra necesidad: identificar ese sentido superior conforme al que queremos vivir y señalar el camino para alcanzarlo.

Pues bien, decíamos, los textos de nuestro tiempo son permeables a todo ello, y a diferencia de los literarios, los de autoayuda carecen de una verdadera aspiración de llegar a lo universal. Con esto no quiero decir que no pretendan dirigirse a todos y que no aseguren que su contenido es extensible a todo el que la lea, sino que es equívoco creerlo así. Porque hay más factores que determinan nuestro presente y muchos de ellos se encuentran fuera de nuestro alcance; de este modo queda anulada la verosimilitud —indispensable en la literatura—. Y que las fórmulas de superación del duelo, por ejemplo, no son las mismas para todos los lectores. Insisto, pues, en que la autoayuda alimenta, a la larga, la soledad del lector y su frustración.

Capitalizar el malestar con la autoayuda, alejándonos de un texto y desplazando la responsabilidad y la crítica de lo que ocurre exclusivamente a uno mismo, es peligroso. No es de extrañar que los informes médicos se hagan eco del agotamiento que genera la sensación de insuficiencia crónica de los individuos, de la falta de brillantez, de la internalizada mediocridad y del tedio de la sociedad de consumo. Y eso sucede en todos los ambientes del «cliente-lector»: con la pareja, en el trabajo, en sus posesiones, en sus relaciones personales, etc. Todo parece estar gritándole al individuo que se encuentra lejos de la trascendencia, y que urge identificar ese sentido y señalar el camino para incorporarlo a su vida. Una de verdad, la del «éxito», lo que sea que eso signifique.

La autoayuda atiende a esas necesidades. Identifica la trascendencia en formas diversas, como «ser tu mejor versión», «vivir una vida plena» o «querer es poder», y además suministra las pautas para ello. Una y otra cosa exigen lo mismo del lector: un compromiso de identidad con ese fin y con esos medios, en la asunción de que se debe lograr ser la mejor versión de uno mismo, o de vivir de un modo extraordinario, lo que a fin de cuentas colmará nuestra necesidad de trascender. Pero ese abordaje de la trascendencia es muy distinto del que ejerce la literatura.

En primer lugar, porque en ella se deja un característico espacio para que el lector dé su propia definición al sentido de su existencia y sus actos; se permite que sea él quien establezca un nexo de identidad entre su yo y las respuestas que se propone. El camino está señalado, pero no trazado.

En segundo lugar, porque la autoayuda, expeditiva en proporcionar de una vez el fin y los medios, prescinde de todo valor estético. La estética, si la hay, opera con fines decorativos o destinados a aproximar el mensaje al paisaje diario del lector con unas notas leves de lirismo. La estética no es un componente esencial de la autoayuda, y esta lo sabe; por lo que se consagra a la funcionalidad de su mensaje y no efectúa ninguna aportación al lenguaje con que este se transmite. De ahí la crucial diferencia con la literatura que, cuando relata la historia de un personaje —con su trasfondo universal, aunque sea ficcionado—, ni lo consigna a un lenguaje rígido ni a un procedimiento que pretenda ser general y estándar. Por ello hay que dejar aquí de lado las narraciones de Hermann Hesse, por ejemplo, pues de una forma u otra ofrecen el relato de un personaje cuyo viaje traerá consigo unas consecuencias. Queda en la imaginación del lector la tarea de acercarlo a su propia realidad. La autoayuda, por contraste, muestra directamente cómo hacer ese cambio.

Pese a esa constatación general, a la hora de catalogar la autoayuda dentro del gran abanico de géneros de la literatura, nos asalta la tentación de buscar su encaje en uno u otro. Se nos hace difícil de creer que no pueda asociarse, si no a alguno de los géneros troncales, sí a alguno de los menores. La posibilidad de la autoayuda como un género propio nos aparece casi como última opción. Superaremos este impulso procediendo por descarte.

Belén Gopegui, por ejemplo, opta en El Murmullo (Debate, 2023) por considerar la autoayuda como un texto de ficción: «Hay una definición de ficción clara y útil para explicar lo que significa tratar la autoayuda como novela: los textos de ficción serían aquellos cuyos personajes carecen de existencia operatoria fuera de la realidad estructural del texto. Precisamente lo contrario de lo que parece proponer la autoayuda. A menudo quien narra esos libros tiene, en teoría, existencia fuera de la literatura y allí imparte sesiones de coaching o de terapia, o está contando algo que le pasó en su vida, al igual que las anécdotas que describe. Lo que vengo a afirmar es que ese narrador no tiene más poderes que los que se atribuye dentro del texto».

Esta posibilidad presenta lo que a mi juicio es una importante grieta: Un relato de ficción se asienta sobre una suerte de pacto entre lector y narrador de que lo que se va a contar es ficticio, lo que deja espacio a la interpretación y amplía las variaciones posibles en la lectura. Si la autoayuda constituye una ficción, es evidente que la presencia de ese pacto entre lector y narrador le priva de toda credibilidad, algo que sí puede permitirse un texto dirigido simplemente a entretener, pero que en el caso de la autoayuda corta de raíz su función de introducir cambios en la realidad del lector. Y si, por el contrario, ese pacto no existe, no podemos hablar de la autoayuda como ficción, pues este género quedaría desnaturalizado.

Dice Gopegui: «La literatura de autoayuda pone de manifiesto el hambre de pautas, el hambre de un relato accesible y popular con el que orientarse en un entorno donde hay un dolor inmerecido, donde la fortuna no acompaña siempre a las y los audaces y donde a menudo faltan motivos para seguir».

Acercándonos progresivamente a otros ámbitos que le son más próximos, comprobamos que tampoco podemos encajar la autoayuda en el ámbito de la espiritualidad; otro género del que en sí mismo podríamos plantear cuestiones muy similares. Como dice el filósofo y psicoanalista Luciano Lutereau: «La espiritualidad parte de un principio: “No te pierdas”, mientras que, con todo el velo de una búsqueda personal, la autoayuda apunta a que reforcemos la imagen que tenemos de nosotros mismos para que podamos conseguir objetivos». En los textos bíblicos, por ejemplo, el narrador no hace gala de una inteligencia esclarecida, sino que muchas veces extrae su autoridad de un maná aportado precisamente por esa fe o creencia. A menos que consideremos que la fuente de poder de nuestros gurús de la autoayuda es una especial sensibilidad o fuerza de voluntad —que a menudo no se privan de insinuar—, está claro que no contamos tampoco con este elemento.

Igualmente fracasamos al intentar insertar los libros de autoayuda en el ámbito de los manuales y libros de tipo práctico. De nuevo, el lenguaje nos da la pista: los manuales no usan el conativo ni las fórmulas exhortativas, como es propio de la autoayuda, que, sin renunciar a presentarse como objetiva, se sirve de un cierto romanticismo para proporcionar soluciones rápidas y que evitan conflictos. En ello, como decíamos antes, trasluce un uso meramente vehicular de la estética como una forma de lograr que el mensaje sea recibido más fácilmente por el lector.

Por el contrario, a medida que descartamos la subsunción de la autoayuda en los géneros principales, reparamos en ciertas características de esta que nos acercan poco a poco a la posibilidad de hablar de un género propio. A la autoayuda la define, sin duda, un potente elemento de cotidianidad. La autoayuda busca que esa trascendencia que tanto ansía su lector no dependa de un hito concreto, ni de un grupo o momento de vida aún por aparecer. El hecho de que ese sentido de vida solo dependa de uno mismo hace que su mensaje pueda —y deba— trasladarse a la más pequeña escala de tiempo y de conducta del individuo, hasta llegar a la ciencia de los hábitos.

El cambio que propone la autoayuda a esta escala es concreto, perfectamente retratado, y refrendado con la aportación de medios y fórmulas para lograrlo. A medida que la autoayuda abarca la escala vital, esa correspondencia entre propósito y abastecimiento de herramientas disminuye: afirma que el objetivo final es el éxito o la felicidad, pero no se aventura a ofrecer una respuesta sobre qué debe entenderse por éxito o felicidad. Las herramientas y propuestas a escala cotidiana se sustentan, por lo tanto, sobre una promesa tan amplia como irresuelta. Algo que, justamente, la literatura y la filosofía se encargan de abordar.

Autoayuda en tiempos de guerra: cómo aprovechar al máximo sus raciones

La misma estructura de los libros de autoayuda retrata justamente este planteamiento: suelen partir de lo particular, de casos o testimonios individuales a los que sigue una revelación o transformación. A menudo esa vivencia reveladora se corresponde con la del autor, o con un paciente o cliente del mismo. Pero eso no debe hacernos creer que nos deslizamos hacia el género biográfico: la vida de esa persona, su evolución, no es el fin del texto. Es uno de sus componentes, la puerta de entrada hacia su mensaje. Un mensaje que es pedagógico, y que, claramente, se aleja de la intención final de una biografía. Para ello practican una torsión del relato, pasando del «yo» al «tú», que busca establecer identificaciones que permitan al lector diagnosticar su situación y poner nota a sus progresos, proponiendo un espacio de intercambio directo entre el texto y el lector que se asemeja al de estar en consulta. Los tips que se aconsejan son de una simplicidad extrema, se asientan en vivencias que atañen a la vida cotidiana y, por lo tanto, sus soluciones son evidentes y fácilmente comprensibles, a veces dejando entrever un cierto desdén por las posibilidades intelectuales y de reto del lector.

Tan solo nos resta, con algo más de perspectiva, verificar que hablando, como lo hacemos, de merecimiento, de trascendencia y de significación no nos estamos refiriendo a los textos de autoayuda como filosóficos. En efecto, también entre la autoayuda y la filosofía tradicional hay un cisma: la filosofía parte de la generación sostenida de preguntas en el lector; en tanto que la autoayuda se propone dar respuestas directas a las que asume que el lector ya alberga cuando empieza a leer. Y sin duda, la filosofía puede permitirse con todo rigor no llegar a ofrecer respuestas concretas, o respuestas siquiera. La autoayuda no puede darse ese lujo. Además, porque por sus formas los conoceremos, no es propio de los textos filosóficos estar escritos en segunda persona, y su lenguaje, justamente, se usa para permitir el continuo planteamiento de nuevas cuestiones. La filosofía, por último, usa los métodos de deducción e inducción o dialécticos y no recetarios o tips absolutistas que dicen resolver la vida solamente con seguirlos.

Que la autoayuda constituye un género propio, no es, en suma, una conclusión a la que se llegue por comodidad. Cabría ahondar mucho más en los puntos de desencuentro entre los textos de autoayuda y los diversos géneros literarios, no solo los aquí propuestos. Sospecho que esta conclusión soportará perfectamente el desgaste de un descarte todavía más exhaustivo. La diferencia, a fin de cuentas, seguirá encontrándose en la divergencia de propósitos, estilos y necesidades de una y la otra. Y, lo que es más importante, superar el engaño de subsumirla en un género literario, o de llamarla «literatura de autoayuda». Lo más justo, pienso, sería dejar que se asentase como un género aislado, concederle el espacio suficiente para que se desarrolle —si se puede— y que llegue a ser la mejor versión de sí misma.

Un comentario

  1. Pingback: Detrás de la gloria: las memorias de una deportista de élite - Revista Mercurio

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*