Horas críticas

Libros de la semana #107

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Buscando un alma, de Dolors Monserdà de Macià (West Indies)

«Es que un marido que tiene el mal gusto de morirse al medio año de casados… Apenas ha tenido tiempo de mostrar su mal genio a la mujer». En la primera escena de la que es testigo la narradora de esta novela —firmada en 1918—, unos parlanchines positivistas ridiculizan el romanticismo de Dumas y Saint Pierre mientras cotorrean, con orgulloso cinismo, acerca de la relación entre los sentimientos, el advenedizo progreso y la riqueza: «Si se diera una vuelta por Barcelona, yo le aseguro que se convencería de que, hoy, el móvil de la vida no es más que el dinero», asegura uno de ellos. La mujer que escucha tal conversación se pregunta, líneas después, si será verdad que lo material habrá secado «la fuente de los sentimientos», pero la visita subsiguiente de una joven y sus confidencias la animan a escribir esta historia. Hasta ahí lo que tenemos es casi un prólogo de esta Buscando un alma, obra póstuma de la escritora y feminista Dolors Monserdà de Macià (1845-1919), quien como pocas retrató la burguesía catalana de su tiempo y criticó la posición a la que se relegaba a la mujer, junto a activistas coetáneas como Carme Karr y Maria Josefa Massanés. Esta suerte de fábula social comienza a finales del XIX con el matrimonio de una chica modesta con su amo-marido, convirtiéndose en poco más que una criada distinguida; su madre tampoco ayuda: «¡Que todas las mujeres pudieran llorar con tus ojos!», exclama como todo consuelo superficial. La exigua familia de la joven se va desvaneciendo, y el alumbramiento de su hija tampoco le procura amor del esposo, tan sagaz para los negocios como tacaño. No obstante, ella se empecina, piadosa, en ayudar a una parienta empobrecida del tipejo para que su brillante hijo (Francesc) pueda formarse académicamente como médico; será antes de fallecer y dejar en el mundo a la huérfana de 5 añitos (Eugènia). En este punto, comienza una nueva historia, la que va vinculando a Eugènia y Francesc, que a la postre se convertirá en tutor de la señorita cuya madre le hizo posible prosperar, al menos durante unos años. Será una relación que se va desenvolviendo con morosidad y la intervención de la madrastra de la chica, pero que inadvertida e inconscientemente irá nutriéndose como relación platónica, tenaz y epistolar, basada en la correspondencia —sobre el papel; la emocional ya se verá en qué queda—, la evocación, la distancia y la intimidad de unas letras que se saben privadas, confiadas solo a otro par de ojos. Una relación que tendrá como escenario el momento histórico que atraviesan sus protagonistas conforme avanza el relato, los años de miseria y de guerra, pese a que aún «nadie pudiera sospechar ni su inconcebible duración ni toda la fiera barbarie que los hombres desplegarían para destruirse unos a otros, armados con todos los refinamientos de los progresos científicos de la tan alabada civilización del siglo XX». La poderosa prosa poética de Monserdà, junto con su clarividente mirada a aquellos años, refulge en la traducción de Teresa Galarza Ballester, otro de los aciertos que entraña el rescate de esta obra olvidada, un siglo después de su aparición. En el plano pasional, sorprende el doble final planteado por la autora catalana. Primero la forma en que emerge algo con apariencia de amor, para hacerse dueño y señor —uno nuevo— del corazón de Eugènia: «Y ella buscaba un alma que la quisiera, que la comprendiera, un alma grande, selecta, perfecta». Poco después entendemos que nuestra protagonista solo podría encontrar consuelo y compañía en lo divino. Pues de eso tratan los amores imposibles: de soledades y falsas esperanzas.


Magia cruda. Una biografía de Sylvia Plath, de Paul Alexander (Barlin)

Este libro responde a la celebración de dos aniversarios. Por un lado, la editorial Barlin cumple seis años y lo celebra con la reedición de algunos de sus títulos, que han permanecido agotados durante largo tiempo y se hallan entre los más exitosos de su catálogo. Por otro, se cumplen sesenta años de la muerte de Sylvia Plath (1932-1963), por lo que la recuperación de esta biografía tiene doble valor. Por si fuera poco aliciente, Lucía Navarro ha revisado y actualizado de forma exhaustiva el texto vertido al español en 2017, añadiendo un centenar de páginas, y el nuevo aspecto del volumen incluye la preciosa cubierta de la ilustradora y diseñadora Irene Bofill. Todo al servicio del magnífico trabajo original del escritor y periodista Paul Alexander, que comenzó en 1985 con un volumen de ensayos sobre la poeta estadounidense y prosiguió su investigación hasta alumbrar, en 1991, este Magia cruda. Una larga travesía destinada, justamente, a arrojar luz sobre la figura de Plath, tan popular a priori, y tan mal interpretada a veces, o solo a través de un prisma. Como señala en su estupendo prólogo Luna Miguel, se la recuerda sobre todo por su aura maldita, depresiva y suicida, se la recrea como icono feminista idealizado, pero a la vez se niegan otras muchas caras suyas, como la de una mujer que a veces también fue feliz en los pequeños detalles de cotidianidad que su imagen para la posteridad ha terminado desdibujando. Admitiendo la imposibilidad de descifrar del todo su identidad, la escritora española alaba el hecho de que Alexander «fuera más allá de su personalidad o de su obra, y sobre todo que fuera mucho más allá de su relación tumultuosa con Ted Hughes». En efecto, el ensayista norteamericano ahonda en los episodios menos conocidos de su existencia sin fanatismos, sin tomar partido de forma obvia en torno a los comportamientos de Plath y de quienes la rodearon, y para ello se basa en una exhaustiva labor de reconstrucción biográfica a través de una ingente documentación y, sobre todo, de una verdadera historia oral: alrededor de trescientas entrevistas a otros autores, editores, expertos y familiares que, precisamente, centran su estudio en la influencia fundamental de su familia. La crónica-reportaje de Alexander resulta fascinantemente evocadora más allá de cómo hila los acontecimientos de la vida de Plath: desde su proceso creativo a su tratamiento psicológico, de su vida social a la inspiración de Robert Lowell, de sus inquietudes políticas a la plantación de un enorme huerto de verduras, de sus asfixiantes celos a la presencia en medios de comunicación, de su viaje a Irlanda y las ganas de vivir en la casa de Yeats a la vida póstuma de su figura y su obra, que la sobreviviría durante décadas y sería convertida en inspiración y emblema de las más diversas causas artísticas e ideológicas, hasta el día de hoy. Lo único que queda inmutable y fehaciente es su tumba en el cementerio de Heptonstall, donde acaba el relato de su paso por el mundo: «Cuando el viajero se detiene ante su fosa, no puede evitar preguntarse por qué una artista como ella, que escribió parte de la poesía más brillante del siglo, reposa en una sepultura tan indigna». Como aclara una nota a esta edición de 2023, tras la muerte de Hughes se publicarían a principios de este siglo los diarios de Plath, que disiparon las especulaciones y la presentaron como lo que fue, «una mujer adelantada y condenada a su tiempo». Pura magia cruda para la historia de la literatura.


Don Drácula, de Osamu Tezuka (Planeta Cómic)

A estas horas ya lo sabrán: incluso la Rosalía se ha apuntado a la moda de los vampiros, que como el mito en que se inspiran, no parece extinguirse nunca, ni pasar de moda en momento alguno. Siempre hay sitio para el icono universal descendiente del personaje que popularizó Bram Stoker, e incluso el manga japonés, a través de uno de sus más insignes representantes —todo un dios del género nipón—, le ha rendido tributo. Osamu Tezuka (1928-1989), que ya adaptara a su lenguaje híbrido de historieta y animación tradicional algunas grandes obras maestras de la literatura mundial, de Dostoyevski a Stevenson, y que había hecho aparecer en su obra a casi todos los monstruos clásicos de Hollywood (Frankenstein, el hombre lobo, el hombre invisible…), publicó por entregas en 1979 la serie Don Drácula, que ahora presenta en un único volumen de magnífica edición Planeta Cómic: «No hay otra historia que haya disfrutado tanto dibujando», diría sobre ella. 26 capítulos en la vida cotidiana del vampiro fundacional trasladado al escenario de la sociedad moderna, una obra que el célebre mangaka situó más cerca de la comedia física, casi con tintes de slapstick, que del terror. Pese a tratarse de un proyecto sin mayores pretensiones y de apariencia más bien naíf, se trata de una verdadera rareza en la carrera de Tezuka y de un volumen muy disfrutable precisamente por la deliciosa sencillez de la narración y las ilustraciones, así como por el carácter nonsense de las diversas tramas que solo apuntan a propiciar ocurrentes situaciones de choque y paradoja para el legendario personaje sediento de sangre. La premisa es que el castillo de Don Drácula ha sido comprado y llevado a Japón con él mismo dentro y su hija adolescente, de nombre Chocola, que tiene algo de lolita; no obstante, uno de los grandes aciertos de esta obra es la ternura de esa relación paternofilial. El tercer personaje en liza es un profesor Van Helsing con problemas de almorranas (sic), por lo que ya el lector entenderá que la caricatura absurda está servida. No obstante, como es habitual en el prolífico Tezuka, no anda exenta de un retrato social de ese Japón apegado a sus tradiciones que combate contra la modernidad del progreso. Un irreverente e insensato divertimento capaz, aun a día de hoy, de desmitificar el mito, antecediendo en muchos años, por cierto, a los Jemaine Clement, Taika Waititi y compañía. En el epílogo, señala el propio Tezuka que su manga coincidió con un boom de Drácula en la ficción mundial, incluida alguna que, como la suya, imaginaba al conde en una discoteca. «Aunque lo diga yo», escribe el autor, «creo que las ideas de que Drácula done sangre y de que sea posible recoger sus cenizas con una aspiradora para regenerarlo como si fuera un plato de comida instantánea, por ejemplo, son buenas parodias». No podemos estar más de acuerdo.


Egipto en el cine, de Juan Luis Sánchez (Diábolo Ediciones)

¿Qué tiene la cultura egipcia que resulta tan fascinante? Ya sean sus magníficas pirámides, sus indescifrables jeroglíficos, sus enigmáticas esfinges, sus imponentes faraones, su mítico Valle de los Reyes, sus inmortales personajes como Ramsés, Cleopatra, Tutankamon o Nefertiti, lo cierto es que muchos de sus aspectos siguen ejerciendo un poderoso magnetismo hoy día. Como se nos recuerda en la introducción a este ensayo, la Egiptomanía existe desde tiempos de Napoleón, aunque se hizo obsesión con los descubrimientos del arqueológo Howard Carter hace poco más de un siglo. El cine no ha escapado a este embrujo, más bien al contrario: lo ha alimentado durante décadas con las escenas más épicas y deslumbrantes. El periodista y crítico Juan Luis Sánchez (Madrid, 1972), autor de numerosos libros dedicados al cine clásico y el género fantástico en el séptimo arte, emprende en estas páginas un viaje por el modo en que la gran pantalla ha representado el antiguo Egipto, contribuyendo al imaginario colectivo ya fuese con mayor o menor fidelidad histórica o espectacularidad, pero en casi todos los casos con gran impacto. Comienza analizando su presencia en todas las formas de la cultura popular, desde la arquitectura de Las Vegas a las obras de Ridley Scott o Neil Gaiman, pasando por los libros de Naguib Mahfuz o Christian Jacq, los cómics, los videojuegos o los discos de The Bangles o Katy Perry. El estudio de su reflejo en el cine se inicia con Meliès y las primeras grandes superproducciones hollywoodienses, a cargo de autores como Lubitsch o Cecil B. DeMille, y ya en color, Michael Curtiz o Howard Hawks. Nombres mayores a los que seguirían autores de culto como Sergio Corbucci o Jerzy Kawalerowicz, y llegando a los tiempos más recientes, directores como el temible Roland Emmerich o el autóctono Youssef Chahine. Sigue un repaso a la figura de Cleopatra, encarnada por divas como Claudette Colbert, Vivien Leigh, Leonor Varela o Monica Bellucci. Tras un capítulo dedicado a títulos más modernos, Sánchez se detiene también en algunas producciones televisivas en las que la cultura egipcia tuvo peso, desde Moisés (1974) a la muy reciente Caballero Luna (2022). Los siguientes capítulos recorren el cine de animación que va de la clásica Astérix y Cleopatra (1968) a Príncipes y princesas (1998) de Michel Ocelot —homenaje a la obra de la pionera Lotte Reiniger—; y la aparición continua de la momia en el cine de género, aventuras y familiar, un amplio capítulo que descubre y redescubre algunas grandes joyas, muchas de ellas no tan célebres, y sin embargo reivindicables. Lo mismo sucede con algunas de las producciones del Egipto moderno (a destacar los nombres de Mohamed Diab o Tarik Saleh) con que se cierra este magnífico Egipto en el cine, primorosamente editado con numerosas imágenes que no hacen sino seguir nutriendo esa Egiptomanía que Sánchez resume como «el vago e indefinible sentimiento de que los egipcios se acercaron tanto como es humanamente posible a vivir una vida casi perfecta». Desde luego lo es en la pantalla: perfecta y fascinante.

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