Ficción

Catalina mía

Relato inspirado en la canción «Catalina», de Rosalía

Para mí, escuchar las historias de Raúl siempre fue como ver una película de vaqueros, pero hablada en español y en la que él era el protagonista: con su sombrero de ala corta y sus zamarros de cuero; joven, varonil, corpulento; en un lado el revólver y en el otro, el rejo. Y así, siempre, de un lado a otro en el mapa mental que dibujaba de mi pueblo. Las mismas calles, décadas atrás, entonces no de cemento sino polvorientas y amarillas, amarillas las casas, amarillo el horizonte montañoso y el cielo.

Lo imaginaba yendo así, siempre y en cualquier lugar. Aunque cuando llegaba temprano, en las mañanas, a despertarme para ir a ordeñar, con esa voz gruesa y carrasposa y con su dulce firmeza diciendo «¿Dónde está mi patoja que no se ha levantado?», ya para entonces era un viejo. Porque la verdad es que siempre lo vi viejo, siempre estuvieron allí las canas afiladas en su barba, los pliegues de rudeza en su rostro, esas manos grandes y toscas que me llevaban alzada a comprar chicles en la tienda de doña Marta. «Escoge los que quieras, patojita, pero no le digas nada a tu nona», decía, y doña Marta y yo reíamos; ella, cómplice, y yo, triunfadora.

El joven vaquero y pistolero, guerrillero y rebelde de pueblo, era solo el de mi mente, el de sus historias y el de la foto que mi nona Elena guardaba celosamente junto al pañuelo de su padre. Ahí sí que se le veía inamovible, congelado en el tiempo y en el espacio de ese pueblo imaginario que tengo en mi cabeza, pintado en sepia, que le da forma a un recuerdo que nunca viví, que reconstruí de palabras y fotos ajenas. Muchos años nos separaban entonces de ese tiempo; pero, a diferencia del espíritu del pueblo, que ahora es ruidoso, moderno, festivo, que pavimentó sus calles y pasó a ser de colores, Raúl seguía como se mostraba en la foto: severo, con todo su rígido carácter montando al lomo de Frontino, su caballo azabache.

No sé qué tipo de ropa llevar. No sé ni siquiera ante los ojos de quién me voy a enfrentar, además de los suyos, si es que llego a tiempo. Lo que sí sé es que llevaré poco equipaje, apenas el necesario. No quiero alargar mi estancia allí, menos regresando así, tan impositivamente. Si nunca quise volver ni de vacaciones, ahora no pienso hacer de esta visita un paseo. Siento casi un dejo de pudor y culpa, mientras aflojo los labios y dejo salir un golpe involuntario de aire al empacar el abrigo negro en la maleta, pero tal vez sí lo necesite. ¿Me reconocerán las personas cuando me vean? ¿Se preguntarán «por qué está niña se ha tardado tanto en regresar, pobrecita, debió extrañarlo mucho todo este tiempo, como él, que perdió la cabeza desde que se fue, prácticamente era su única familia y ahora está sola»? ¿Sola, como estuvo él todos estos años, juzgarán? Ojalá que sí. Ojalá que no me pregunten nada a mí, que lo resuelvan con suposiciones, si quieren, que saquen sus propias conclusiones, las que les dé la gana, pero que no esperen respuestas de mi parte. Hace tanto que no escucho mi nombre. «Catalina mía» vibra grueso en mis oídos y se me eriza la piel de pensar en que tal vez ya nunca lo volveré a escuchar. Llevo también la blusa de seda negra. No quiero hastiarme de calor debajo del abrigo.

El día en que yo nací, el mismo en que mi madre murió, Raúl, junto a Los potrillos, los otros 6 pistoleros que eran sus amigos y fieles seguidores de sus ideas, se enfrentaron en una balacera contra la guardia civil, «que de guardianes no tenían nada, y de civiles menos. Unos lavaperros de los terratenientes es lo que eran», gruñía su voz en el zaguán, frente a los oídos de mi nona Elena y sus potrillos que, ya jubilados todos, se reunían a tomar café con pan en las tardes y a repetir esas hazañas mientras yo los veía estupefacta, hilando mi propia película de vaqueros.

Ese día querían llevarse preso a Raúl y los demás no iban a dejar que eso pasara. Cuando mi nona Elena me contaba su versión de la historia, me decía que así era como se solucionaban los líos de faldas en otras épocas. Yo, con mis inocentes ojos bien abiertos para que cupiera la altiva imagen de Raúl disparando encima de Frontino, me quedaba pensando en las faldas de la montaña, donde vivían ellos entonces: en una colina Los potrillos, en otra la Guardia Civil. En medio, en un vallecito, los gritos de mi mamá pariendo, enmudecidos por las balas. Ninguna la alcanzó. La bala que fue la causa de su muerte le había llegado meses antes y la preñó siendo muy chiquita. Catorce años tenía. Nunca se supo de dónde vino, fue una bala perdida. Lo cierto es que sus infantiles caderas no aguantaron mi paso. Y un tiempo después, pero antes de tener la edad en que mi madre murió, yo ya sabía que los líos de faldas eran los que Raúl le armaba, encima de la mesa, a doña Marta cuando le rebuscaba entre las piernas mientras yo los veía, a través de la translúcida cortina, saboreando los chicles que él me compraba.

Ya se me había olvidado lo bueno que es viajar liviana de maleta y ahorrarse la fila de registro en el aeropuerto. Atravesar el Atlántico, desde Alemania hasta Colombia, me va a tomar una eternidad. Pero ese agobio no supera la pesadez que me produce ahora mismo la idea de llegar al pueblo, y eso que apenas estoy abordando. Mi nona Elena hubiera estado feliz de verme regresar. ¡Ay, nonita! ¡Si supieras! ¿Seguirá el cuadro del Sagrado Corazón colgado en el zaguán? Si está, me lo traigo al regreso. Debe haber en el primer mundo europeo un restaurador que lo recupere de la humedad del trópico ecuatorial, imposible que no.

En su juventud, Los potrillos le acolitaban todo, lo más elocuente y lo más disparatado. Para impedir desalojos y titulaciones de tierras a los gamonales, ahí estaban; para organizar bailoteos en el atrio de la iglesia y justo a la misma hora de la misa del domingo, ahí estaban. Y después de tanto tiempo, sentados en el zaguán, soplando el tinto que hervía en sus pocillos, todos al mismo ritmo, su amistad seguía entre las charlatanerías de que el mayordomo es un inútil y lo hizo contar tres veces el ganado, «como si fueran pocas las cabezas»; que dice doña Marta que el que le robó la vaca a Fulanito fue Menganito, «eso se sabía, es un pillo. Perezoso pa’l trabajo como él, no hay dos. ¡Y amigo de lo ajeno que da miedo!»; que el pleito que le tocó armarle a Sutanito cuando le corrió la cerca, no está escrito, «porque nadie me va a venir a pulsear las huevas después de viejo. Se creerán que la tierra es gratis los que no tuvieron que pelear por ella». Asentían todos en concordancia mientras se pringaban la lengua al sorber el tinto.

— Si quieren pasto y vaca lechera para sus hijos, que trabajen como nos tocó a nosotros, porque el que es pobre, ¡es pobre porque quiere!

— Muy cierto, Raúl, muy cierto —repetía el coro.

¿Será que esta vez sí es en serio? ¿Sí se estará muriendo? Es que me cuesta ver su figura doblegada. Siempre fue viejo, es verdad. Pero su tenacidad sostenía su carácter, su imponente voz hacía de sus palabras, órdenes, y de la anchura de sus hombros, de su espalda siempre erguida, colgaba toda su varonil y madura hombría. No se veía débil ni siquiera cuando se sentaba en el banco a ordeñar las vacas. Él, agarrado de las ubres que escurrían espuma y leche tibia; y yo, junto a él. «Ponme la mano aquí, Catalina, ponme la mano aquí». Yo a veces no entendía por qué eso le aliviaba. Creía que era el principio de una gripa, como cuando me daba fiebre y mi nona Elena me ponía emplastos de papa fría en la frente. Lo cierto es que se quejaba y yo no quería que le pasara nada. Mi nona y yo estaríamos tan desconsoladas y solas que no hubiéramos sabido quién debía consolar a quién. «Ponme la mano aquí que la tienes fría, mira que me voy a morir».

Esta vez debía ser cierto. Su mensaje era demasiado sufrido, demasiado suplicante. Era otro Raúl. No el joven, el de la foto. Tampoco el que raspaba su barba sobre mi rostro regresando a casa después de comprarme chicles o de ordeñar. Era un Raúl desconocido, olvidado: «Catalina mía, manito de mi corazón, bien tú sabrás que me estoy muriendo. Y te pido y te encomiendo que llames a un escribano. También a mi primo hermano. Quisiera hacer testamento», recitaba de su puño y letra, pero sin fecha, como si estuviéramos en el siglo pasado. Lo que se habrá tardado en llegar esa carta, pobre viejo. Leo su nota otra vez antes de atravesar el zagúan. ¡Allí sigue colgado el cuadro! El Sagrado Corazón de mi nona Elena: le sobrevive el rostro, pero ya no le queda corazón. El escribano que llamó su primo Tulio va de salida. Se detienen los dos un momento para que el funcionario nos repita en voz baja que «la escopeta y la casa del pueblo son para Tulio. El cuadro y la finca de la falda son para Catalina. Del ganado ya no queda prácticamente nada. Eso es todo. Bien pueda siga, está recostado en su cama. Sintiéndolo mucho, niña Catalina. Al final, lo que queda son los recuerdos».

Lo amortajaron y lo velamos en el zaguán. Esa fue la última vez que lo vi. Sobre su ataúd dejé un clavel. Todos debieron pensar que oraba mientras lloraba. Mi pregón era de despedida: «Quítate de mi presencia que me estás martirizando y a la memoria me traes cosas que estaba olvidando», decía una voz flamenca en mi cabeza que no era la mía. Después, Tulio se lo llevó al cementerio, seguido de los dos potrillos que quedaban vivos haciendo fila detrás de él.

Raúl ya no podía hacer más su santa voluntad, ni montar a caballo, ni armar líos de faldas, ni decirme «Catalina mía».

Yo ya no me llamo Catalina. Yo ya no soy de nadie.

 


Con la colaboración del Máster Universitario en Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla, que se imparte en la Facultad de Comunicación desde el curso 2010-2011 y que actualmente coordinan Mª Jesús Orozco Vera y Carlos Peinado Elliot. Más información aquí.

Este relato musical surgió de una actividad de la asignatura «Modelos narrativos», impartida por la profesora Clara Marías. A partir de la letra de una canción, los estudiantes tenían que escribir un relato en torno al personaje que —tan bien— retrata, manejar la intertextualidad (citando algún verso de la canción) e incluir algún elemento autoficcional.

Maria A. Barrera nació y creció en el municipio de La Paz, en los Andes colombianos. Es periodista, con máster en Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla.

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