Tempus fugit

Elegidos

Tempus fugit: XLVI septimana

14 de noviembre de 1840 — Claude Monet

«Impresión, sol naciente» (1872), de Claude Monet. / Musée Marmottan Monet, París

La palabra «santo» procede de la latina sanctus, que es el participio del verbo sancio (sancionar) y significa sagrado, inviolable o venerado, referido a una circunstancia sobre la que recae un pacto que hay que respetar o a una persona distinguida. Cabe que proceda de las lenguas indoeuropeas, del término sek, que quiere decir separar.

Los griegos llamaban hagios a esos escogidos por la naturaleza que se convertían en paradigmas humanos por sus virtudes o cualidades, los que servían de guía al resto de los mortales, mientras que los hebreos, siempre tan dispuestos a colgarse de la divinidad, utilizaban el término gâdosh para denominar a los elegidos y, de paso, hacerlo en grupo para que no quedara nadie fuera y convertirse en el pueblo predilecto (de Dios).

En la gramática española, la palabra «santo» puede actuar como sustantivo o como adjetivo; por obra y gracia del poderío de la Iglesia Católica, se asocia de inmediato con las creencias, aunque si atendemos a sus etimologías, tendremos que sacarla del corralito al que nos reducen las religiones y optar por lo más universal: es alguien diferente.

Un santo sería aquel que, por sus virtudes o sus actos, se convierte en el faro que da luz a un camino nuevo, una mente que abriría la puerta de lo ignoto a nuevos saberes, a otros modelos de comportamiento o a propuestas estéticas que amplían el mundo de las creaciones humanas. La cara B de estos illuminati suele ser, desgraciadamente, la incomprensión de sus coetáneos, pero ya sabemos que eso les va en el destino.

Claude Monet nació en París el 14 de noviembre de 1840 y tuvo la suerte de que su habilidad para el dibujo y la pintura le fueran reconocidas por su entorno familiar desde muy joven, lo que le permitió estudiar y entregarse al oficio de retratista con bastante éxito. Sus primeras obras, del todo realistas, se vendieron con facilidad y le proporcionaron trabajo y dinero más que suficientes para vivir.

Monet tenía su taller de París cerca de un café en el que se reunían jóvenes artistas con los que pronto formaría el conocido como «grupo de Batignolles», que tomaba el nombre del propio garito. Con ellos se interesó por las novedades en materia de óptica y por los daguerrotipos, y con ellos inició la gran ruptura con el mundo clásico del Renacimiento, estudiando la luz y su incidencia en las formas, pintando al aire libre, prescindiendo del dibujo, la perspectiva y de todo aquello que los caracterizó, y que hoy conocemos como Impresionismo.

El día 15 de abril de 1874 expuso sus obras en el Salón des Refusés de París junto a las del grupo de chavales que le tenían como patriarca (Renoir, Pissarro, Sisley, Morisot, Degas, etc.). Al día siguiente, Louis Leroy, de la revista satírica Le Charivari, hizo una crítica despiadada de la muestra a la que llamó «impresionista» por el título del cuadro que presentaba Monet, Impresión: sol naciente; dando, sin saberlo, nombre al movimiento con el que se iniciarían las vanguardias artísticas.

Monet se dedicó el resto de su vida a esa nueva forma de mirar la naturaleza en la que lo de menos era el tema y lo de más era su tratamiento. Viajó a Londres y a los países escandinavos, se trasladó a vivir a Le Havre y a Giverny, donde moriría en diciembre de 1926. Estuvo enfermo de la vista y sufrió fuertes depresiones mientras realizaba series como las de la Catedral de Rouen, vistas de Londres o sus famosos nenúfares. Su santidad, entendida como distinción, fue comprendida desde el primer momento por el marchante de arte Paul Durand-Ruel, quien inició su expediente de ascensión a los altares del arte llevando sus obras a Estados Unidos. En el mundo de los desprejuiciados norteamericanos con dinero, Monet se convirtió en profeta de esa nueva religión que tanto desarrollo tendría por aquellas tierras, desde las que regresó a las esferas europeas convertido en señor del Olimpo moderno.

15 de noviembre de 1906 — María Sklodowska (Marie Curie)

Retrato de Marie Curie (c. 1900). / Tekniska museet (CC BY 2.0)

La editorial Seix Barral publicó en 2013 el libro de Rosa Montero La ridícula idea de no volver a verte, un texto imprescindible para conocer la intimidad de Marie Curie a través de su diario, desmenuzado por Montero, que lo utiliza para hablar de sus propios sentimientos ante la muerte de su marido, Pablo Lizcano.

María Sklodowska había nacido en 1867 en Polonia, cuando este país no era una nación independiente y estaba bajo el paraguas del Imperio ruso. Vino al mundo en el seno de una familia ilustrada en la que los padres (profesor de Física y Matemáticas, y pianista) no hicieron distinciones a la hora de formar intelectualmente a sus hijos. Una mente privilegiada y una educación extraordinaria dieron como resultado una persona que, de haber nacido en el siglo XX, habría sido más reconocida por su genio, sus investigaciones y su capacidad.

María, que se formó en su Polonia natal, se trasladó a París para continuar sus estudios y hacer su doctorado, algo que habría sido impensable en su lugar de origen. Llegó a Francia en 1891 y conoció al que sería su marido, Pierre Curie, en 1894. Sus historias son bien conocidas: trabajaron juntos investigando sobre los rayos invisibles que emitían ciertos minerales y que hoy conocemos como «radiactividad»; descubrieron elementos de la naturaleza nuevos, como el polonio y el radio, y obtuvieron el Premio Nobel de Física ex aequo con Henri Becquerel en 1903 y María, en solitario, el de Química en 1911.

Fue la primera mujer en dar clases en la Universidad de París, en la que ingresó el 15 de noviembre de 1911, ya viuda, después de haber sido rechazada su candidatura al puesto de investigadora en la Universidad Jaquelónica de Polonia por no ser un varón.

La muerte repentina de su marido en 1906, a causa de un accidente tonto (aunque todos los son), la sumió en una profunda depresión de la que salió gracias a su trabajo y a las ternuras de un alumno de Pierre, Paul Lengevin, que la consolaron, aunque no la hicieron olvidar el profundo amor que la unió a su marido.

Los superdotados tienen emociones normales que, a veces, no saben cómo manejar; entenderlos resulta difícil por lo explosivo de sus mentes racionales y eso les sume en la negrura de la propia incomprensión y, a veces, en el rechazo de las personas que les rodean, incapaces de dar respuesta a sus necesidades. Menstruar no disminuye la capacidad de razonar, por más que un anuncio de compresas atribuya el llanto, el apetito de chocolate y otras inestabilidades a la llegada de la regla. Ser mujer no impide hacer descubrimientos que cambien la historia de la humanidad y ser premio Nobel no impide que el dolor por la pérdida de un ser amado rompa el corazón en las noches sombrías.

Los santos de la iglesia católica, que tan bien han sido publicitados, estaban a medio camino entre los mortales y Dios, los dioses griegos se diferenciaban de los humanos en que eran inmortales, pero lucían todas las pasiones y emociones atribuibles a cualquiera de nosotros, y los ángeles no tenían sexo asignado en ninguna de las culturas en las que reinaron.

Si Marie Curie fuera de este siglo, quizá tendríamos el remedio contra el cáncer. Si Rosa Montero no hubiera establecido el paralelismo de su propio dolor con la intimidad de María Sklodowska, seríamos menos conscientes de las emociones de algunas mentes privilegiadas que sienten y padecen como las de los demás mortales.

17 de noviembre de 1796 — Catalina II de Rusia

Elle Fanning interpreta a Catalina II de Rusia en la serie «The Great» (2020– ). / © Lionsgate+

La ciudad de Jerson, en la desembocadura del río Dnieper, es la capital del óblast del mismo nombre en la península de Crimea. Un óblast es una demarcación administrativa parecida a lo que aquí sería una región con cierta autonomía de gestión. Últimamente se oye mucho de ella porque los rusos han ido y venido, y porque es un enclave estratégico para el dominio de la zona. Fue refundada por Grigori Potiomkin, uno de los más aventajados amantes de la emperatriz de Rusia, Catalina la Grande, que ordenó en 1778 la construcción de una fortaleza militar, unos astilleros y una ciudad que acogiera la flota del Mar Negro en ese territorio anexionado al Imperio ruso, después de arrebatárselo a los otomanos de Turquía. Una perla por la que llevan luchando muchos años los gobernantes de los territorios aledaños.

Las tropas rusas llegaron hasta ahí en el siglo XVIII como consecuencia de la política expansionista de la zarina, que es tenida como modelo por Putin; modelo en algunos aspectos, principalmente en la obsesión de hacer Rusia Great Again, parafraseando al aspirante del otro lado del Pacífico. Catalina ni se llamaba Catalina ni era rusa, pero debía de ser muy lista o se debía de sentir una illuminati que tendría entre sus objetivos ampliar las fronteras del país que gobernó durante 34 años.

Nació en 1729 en la Pomerania, una región que actualmente pertenece a Polonia, en una familia aristocrática de religión luterana que le impuso el nombre de Sophia. Fue prometida al heredero de la corona rusa, Pedro III, con el que contrajo matrimonio después de bautizarse como ortodoxa y cambiar su nombre por Catalina.

El marido resultó ser un flojo en la política y en el dormitorio, pero consintió que su esposa hiciera su vida al tiempo que él jugaba con soldaditos de plomo, y acabó siendo víctima de un golpe de estado promovido por ella misma que lo desterró del poder y la convirtió en emperatriz.

Había tenido una educación exquisita, conocía las nuevas tendencias ilustradas de Europa occidental. En el interior intentó llevar a cabo una serie de reformas que, a la larga, dieron mucho poder a las clases más favorecidas, que la apoyaron sin dudar y se enriquecieron con los repartos de tierras y servidumbres que se ganaban como consecuencia de la política exterior, con los repartos de Polonia, Lituania, la anexión de Crimea, la llamada «Rusia blanca» y otras zonas de difícil pronunciación.

Murió en San Petersburgo el 17 de noviembre de 1796. Le sucedió su hijo Pablo I que, según insinuación de la zarina en sus memorias, no era hijo del zar sino de uno de sus amantes, llamado Serguéi Saltykof, con el que habría tenido también a la princesa Ana Petrovna, fallecida cuando era niña. La otra historia cuenta que tuvo un hijo tras enviudar de Pedro III, llamado Alekséi Brobinski, fruto de sus amoríos con Grigori Orlov, al que sustituiría en su lecho al conocer a su gran amor Potiomkin.

A pesar de ser mujer, es el modelo en el que se mira el zar actual, que no es de sangre azul y, como Catalina, se apoya en los ricos para hacerse con el poder absoluto a mayor gloria de su propio ego. Catalina había leído El príncipe de Maquiavelo, pero al antiguo espía sus documentalistas le han debido de pasar solo unos resúmenes con los que intenta emular a la más icónica de los gobernantes rusos. Y así nos va.

Un comentario

  1. Muy interesante. Gracias

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