Analógica

Allí donde nunca ha ido el ser humano

Ilustración: Sofía Fernández Carrera.

«Caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos»
(Antoine de Saint-Exupéry)

Imagina que quieres estar lo más lejos posible de todo y de todos. En tal caso, deberías viajar a un sitio muy concreto de la Tierra: el Punto Nemo. También conocido de forma más prosaica como «polo de inaccesibilidad del Pacífico», este sitio en mitad del océano se encuentra a más de 2.600 kilómetros de la costa más cercana. Es la nada hecha de agua. El lugar que, de hecho, H.P. Lovecraft usó como emplazamiento aproximado de R’lyeh, el hogar de Chtulhu.

Pero imaginemos que podemos cruzar el espacio interestelar. Imaginemos que podemos tomar una de las naves espaciales que se encuentran, irónicamente, en las profundidades del Punto Nemo, que funciona desde hace décadas como cementerio espacial porque es el lugar más seguro para estrellar satélites y otros ingenios.

Los seres humanos que han viajado más lejos de esa forma son los estadounidenses James Lovell, Fred Haise y John Swigert. El 14 de abril de 1970, durante la misión Apolo 13, sobrevolaron la cara oculta de la Luna a 400.171 kilómetros de la Tierra. Ningún otra persona ha logrado alejarse tanto de nuestro mundo. Algunas de nuestras máquinas sí han ido un poco más allá. El artefacto que se encuentra a mayor distancia de nosotros es la nave Voyager 1. Fue lanzada en 1977, y ahora mismo está bordeando nuestro sistema solar, a unos 18.200 millones de kilómetros.

En resumen: humanos, 400.000 kilómetros; máquinas, 18.000 kilómetros. No es mucho. Y más teniendo en cuenta que Voyager 1 lleva ya medio siglo de viaje. Sin embargo, es una distancia sideral si la comparamos con la distancia a la que se encuentra la Luna: viajar hasta ella a cien kilómetros por hora, velocidad típica de un automóvil, supondría nada menos que 160 días. Más de cinco meses conduciendo sin descanso. Y para llegar a Marte, ¡cien años! Saturno, ¡dos mil años! Neptuno, ¡cinco mil años! Ahora el viaje de la Voyager 1 se nos antoja mucho más rápido, y también mucho más remoto. Pero todavía queda mucho más.

El viajero interestelar

Apenas hemos explorado los confines del universo. El resto solo es una conjetura fundada en las observaciones de los radiotelescopios y la literatura más especulativa. La máxima velocidad posible en el vacío, sin violar las leyes de la física, es la velocidad de la luz: 299.792,458 kilómetros por segundo. Es decir, más de mil millones de kilómetros por hora. A esa velocidad endiablada, tardaríamos solo un segundo en llegar a la Luna. Catorce minutos para llegar hasta Marte. Neptuno, cuatro horas. No obstante, si queremos abandonar nuestro sistema solar y alcanzar otro, entonces el viaje duraría cuatro años al dirigirnos a la estrella más cercana: Próxima Centauri.

El problema es que nuestra galaxia tiene miles de millones de estrellas cubriendo un espacio que tardaríamos 150.000 años en recorrer a la velocidad de la luz. Y nuestra galaxia, la Vía Láctea, solo es una más del llamado Supercúmulo de Virgo. Cruzar este supercúmulo supondría doscientos millones de años. Y existen millones de supercúmulos, que se unen en complejos de supercúmulos. También hay innumerables complejos de supercúmulos. El más grande de todos es el Complejo de Supercúmulos de Hércules-Corona Boreal. Para recorrerlo necesitaríamos cien mil millones de años, un tiempo diez veces superior a la existencia del propio universo.

Por esa razón, la ciencia ficción especulativa ha construido atajos para salvar los abismos interestelares, y también prolijas descripciones a fin de que nuestros cerebros sean capaces de asimilar las inconcebibles distancias que aíslan entre sí los insignificantes pedazos de materia organizada.

Uno de los primeros ejemplos no usó ningún vehículo o artefacto. En Lumen (1873), el astrónomo Camille Flammarion imagina cómo las almas transmigran a otros mundos distantes. «La Tierra no es más que un átomo en el universo», escribe. Más allá fue, sin embargo, Olaf Stapledon, que en Hacedor de estrellas (1937) plantea un viaje astral a los confines del universo.

La conquista de Marte por Edison (1898) plantearía uno de los primeros viajes en nave espacial de verdad, aunque circunscrito al Sistema Solar. En la década de 1920, E.E. Doc Smith publicaba La alondra del espacio, donde el joven científico Richard Seaton construye una nave espacial capaz de superar la velocidad de la luz, porque las teorías de Einstein aún no eran demasiado robustas en esta época.

Cuando el universo newtoniano fue finalmente reemplazado por el einsteniano, los escritores de ciencia ficción buscaron formas más creativas de sortear el límite de la velocidad de la luz. Por ejemplo, construyendo naves generacionales: titánicas estructuras que, impulsadas por energía atómica o solar, alcanzarían sus objetivos más distantes tras siglos y siglos de viaje, lo cual imponía que sus pasajeros habitaran las naves de forma autosuficiente durante generaciones.

La primera propuesta de este tipo vino de la mano de Robert A. Heinlein con Huérfanos del espacio (1941). La tripulación de la gigantesca Vanguard acoge a una tripulación destinada a Alfa Centauri. Un motín, sin embargo, acabará con la vida de los oficiales y la nave vagará entonces sin rumbo por el espacio… hasta que la tripulación retroceda a un estadio pretecnológico, olvidando el propósito de aquel viaje.

Otra alternativa para cubrir las abismales distancias del universo pasa por suspender las constantes vitales de los viajeros, detener su tiempo para que el viaje no agote sus días. Se puede hacer a través de sistemas de animación suspendida, hipersueño, hibernación y otros, tal y como ocurre con los mineros de la Nostromo en la película Alien: el octavo pasajero (1979). En la película Horizonte final (1997), además, las cápsulas de hipersueño están llenas de un líquido especial que permite soportar las grandes aceleraciones a los tripulantes; aceleraciones que incluso pueden durar días o semanas.

En obras donde se requiere acelerar lo antes posible, se han buscado soluciones tan drásticas que las descripciones del proceso recuerdan poderosamente a una escena gore. En Hyperion (1989), Dan Simmons describe unas fragatas estelares que aceleran con tanta potencia que convierten literalmente en papilla los cuerpos de los tripulantes. Como dicta el procedimiento, al llegar al destino se recogen los restos humanos para sintetizarlos de nuevo. Por consiguiente, para viajar rápido uno tiene que estar dispuesto a morir y revivir, tantas veces como sea necesario.

Un atajo mucho más rápido, pero también filosóficamente espinoso, es el teletransporte. En la space opera, como Star Trek, es un proceso fácil y aséptico. También en Estación de tránsito (1963), de Clifford D. Simak. En obras más profundas, del tipo de Pensar como un dinosaurio (1995), de James Patrick Kell, se debate hasta qué punto la copia de ti mismo que se realiza en otro lugar eres tú. ¿Realmente mueres si eliminan la copia original? ¿Deberían vivir los dos? El teletransporte, a fin de cuentas, consiste básicamente en transportar la información de tus átomos y moléculas, la energía y también tu cerebro, neuronas y pensamientos, a otro lugar.

Los agujeros de gusano, el salto warp o el hiperespacio también son ases en la manga del escritor que aspira a transportar a sus viajeros de un lugar a otro sin mayores complicaciones. La palabra «hiperespacio», por cierto, fue inventada por John W. Campbell para su relato corto The Mightiest Machine (1934).

El fin de todo

Sin embargo, el viaje más ambicioso de todos los tiempos probablemente sea el que se describe en Tau cero (1970), de Poul Anderson. Aquí, la nave Leonora Christine es impulsada gracias a un estatorreactor Bussard que recolecta el hidrógeno presente en el medio interestelar para generar una reacción de fusión nuclear controlada que proporciona una gran aceleración. Teóricamente, a mayor velocidad, el motor funcionará con mayor eficacia, pues barrería un mayor volumen de espacio por unidad de tiempo. Pero una avería en los sistemas de la nave les obliga a acelerar una y otra vez, cada vez más rápido, sin posibilidad de disminuir la velocidad.

Debido entonces a los efectos relativistas, el tiempo dentro de la nave transcurre cada vez más lentamente. Es decir, que si para la tripulación ha pasado un día, en la Tierra ya habrán pasado diez años. Más tarde, al aumentar la velocidad, un día equivaldrá a varios años. Y así sucesivamente. Los cincuenta astronautas y científicos atrapados en la nave contemplan cómo el tiempo del universo que están cruzando, a una velocidad cercana a la de la luz, se escapa inexorablemente, siendo cada segundo subjetivo el equivalente a siglos, milenios.

Y hasta aquí puedo contar sin incurrir en spoiler. Solo añado que será el viaje más loco y psicotrónico que puedas imaginar. Un viaje de años luz y eones, de muerte y resurrección, allí donde nunca ha ido el ser humano. El sueño de verlo todo, una y otra vez, adelante y atrás. El sueño de cualquier viajero interestelar.


Sergio Parra es editor y divulgador científico, así como autor de libros como El elemento del que solo hay un gramo o 300 lugares de verdad que parecen de mentira.

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